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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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El ignorado paradero de la derecha

Francisco J. Laporta

A lo largo de la última década, los efectos de una depresión económica profunda parecen haber hecho confluir de una manera sorprendente algunos de los componentes básicos de los programas políticos de Gobierno. En apariencia, no es ya fácil diferenciar la política económica de un Gabinete socialdemócrata de las pautas de Gobierno de un líder conservador en sentido estricto. Sin embargo, esos elementos comunes exigidos por la naturaleza de la crisis no debieran hacernos olvidar la estructura profunda de cada una de las posiciones en cuestión.De entre todas ellas, quizá la más generalmente ignorada es la de la propia derecha. Hasta el punto de que puede decirse que aquellos sectores de la inteligencia de izquierdas que no se han graduado la vista con rigor están empezando a ignorar clamorosamente dónde está su adversario real. La derecha, por su parte, juega a presentar al conjunto de las ideas socialistas como un montón de ingenuidades idealistas que, por fin, han caído del guindo. Conviene, por tanto, intentar esfuerzos parciales de análisis con objeto de separar el grano de la paja. El que aquí voy a hacer hace referencia a algunas implicaciones latentes en el programa político de la derecha.

El modelo más completo y el que más potencial de influencia teórica y práctica ha desarrollado en nuestros días gira en torno a dos ideas básicas: a) Apología del valor creador del libre juego de las fuerzas del mercado, unida a una crítica implacable a la torpeza del Estado-nodriza. b) Una apelación a valores morales tradicionales, tanto de índole individual (moralidad. sexual, por ejemplo) como de tipo organizativo (familia, iglesias).

1. La reivindicación de la eficacia económica del mercado ha tenido un evidente reflejo en la política conservadora europea, y ha grabado con particular contundencia. la mentalidad económica actual. Ello se debe seguramente a que responde a problemas muy reales. Frente a una agencia centralizada con insuperables problemas de información, el mercado es un mecanismo de considerable eficiencia y racionalidad en la asignación de recursos. Y no sólo eso. El mecanismo del mercado garantiza, en origen, el respeto a las preferencias individuales de los agentes y supone una importancia salvaguardia de un principio emancipador irrenunciable: el hecho de que un plan de vida sea bueno no justifica su implantación coactiva por encima del cosentimiento de los destinatarios. Creo que, hasta ahí, se puede acompañar a la derecha. Lo que no hay por qué dejar de mencionar es que la realidad actual no es, ni mucho menos, una arcadia de agentes racionales que conviven en el marco de un mercado competencial libre.

Lo que caracteriza a la economía capitalista contemporánea es que, además del Estado, hay otras cosas. Y, en particular, que esas otras cosas determinan que la economía se desarrolle en términos de mercado oligopolista liderado por grandes corporaciones. Esto me parece que se oculta por la derecha, y es un aspecto de la realidad que tiene consecuencias muy relevantes.

POLICÍAS Y LADRONES

La derecha trata de reducir solamente al Estado. Habría también, en buena ley de mercado, que tratar de reducir esas otras cosas. Porque la dimensión transaccional de las corporaciones líderes les permite alterar con cierta facilidad las condiciones de trabajo en detrimento de la tasa de empleo. Su hegemonía les autoriza a decidir, por la vía de la subcontratación, sobre la dirección y la estabilidad de importantes sectores de la economía menor dependiente. Y, por último, el fácil acceso de esas corporaciones a las nuevas tecnologías puede determinar un control ilimitado sobre la conformación misma de la estructura ocupacional del futuro inmediato en los países industriales.

La marginación del proceso productivo de importantes sectores de la población, incluso de países enteros, puede depender de ello. Todas estas parecen cosas que, dada su evidente realidad, deberían contar a la hora de intentar con honestidad una reconstrucción del tejido competencial del mercado libre. Sin embargo, no aparecen en el mensaje de la nueva derecha.

Pero, más allá de la apariencia, lo que se puede inferir de ese mensaje es un panorama de grandes corporaciones económicas entre cuyas piernas juega a policías y ladrones un Estado-baby. Lo característico de la nueva derecha es, en efecto, que silencia las distorsiones que he mencionado, pero abunda en argumentos y diatribas contra el gigantismo del Estado intervencionista. Y es seguramente en la crítica al crecimiento de las agencias económicas y administrativas del Estado del bienestar donde el pensamiento conservador cosecha sus éxitos electorales más inmediatos. La burocracia nos molesta a todos y además es cara. Menos molestias y menos impuestos son, sin duda, señuelos electorales muy eficaces.

Sería estúpido pretender que la reacción conservadora no obedece también aquí a un problema real. Los aspectos ineficientes de cierto crecimiento de las agencias estatales son evidentes, el precio de la lucha por el bienestar es a veces desproporcionado, la presencia de exigencias y demandas arbitrarias es cotidiana. Del Estado abstencionista hemos pasado al Estado-ubre, grande, minucioso, metomentodo, providente, benefactor. Un Estado que gasta mucho, y cuanto más gasta más exprime al contribuyente. Pero el contribuyente tiende a rebelarse cuando empieza a sospechar que da más que recibe, que las estructuras estatales de gestión son lentas y caras, que la racionalidad de los procesos 3, decisiones públicas es también imperfecta. Déficit público, crisis fiscal, rebelión de los contribuyentes.

También se puede acompañar a la derecha durante algún tramo de ese camino. Pero lo característico de su terapia es que, siguiendo en un sentido muy particular las pautas del mercado, trata de atajar el déficit más bien con cargo a los gastos de guerra contra la pobreza que con cargo a otros gastos de guerra. Si nos fuimos de Vietnam -se ha oído decir con rabia en EE UU- vayámonos también de la guerra perdida contra la pobreza. Desde esta óptica, las transferencias a pensiones, el servicio nacional de salud, el seguro de desempleo, los gastos en educación, son los enemigos de la creatividad nueva, los productores de déficit.

MANOS LIBRES

La desregulación neoconservadora no es sólo la eliminación de trabas burocráticas para los agentes económicos espontáneos, es, sobre todo, dejar las manos libres a las grandes corporaciones, y es también impulsar la dejación de la responsabilidad pública por las necesidades mínimas de los ciudadanos.

La dificultad obvia que surge con esta propuesta es que quien la hace arriesga el apoyo social, arriesga la legitimación. Pero la derecha es en este punto muy consecuente; es decir, es tendencialmente antidemocrática. ¿Qué es lo que fuerza a los Gobiernos a responsabilizarse de todo? La respuesta es evidente: las exigencias del proceso electoral. Si el ejercicio del poder se hace depender del éxito en la competencia electoral, siempre cosechará más vetos quien genere mayores expectativas. Las elecciones producen irracionalidad: se prometen mejores servicios, más protección y menos impuestos (algo imposible

El ignorado paradero de la derecha

de ensamblar), se mantienen promesas para obtener votos.La presión electoral es, por su propia dinámica interna, tendencialmente deficitaria. La democracia competitiva amenaza el orden ideal de mercado. Con democracia sólo puede salir bienestar, pero con bienestar no hay mercado. A esta luz pueden entenderse con toda claridad propuestas como el establecimiento de cláusulas constitucionales contra los impuestos, o la adopción de límites serios a las decisiones de las cámaras legislativas, la elegibilidad restringida a profesionales cualificados o de edad madura, la dilatación de los mandatos electorales a más de 15 años o la limitación de la competencia del legislativo a normas abstractas. La democracia competitiva, el sufragio universal, no puede dejar de ser un obstáculo para la nueva propuesta conservadora.

ANATEMAS Y LÍRICA

Hay, pues, todo un conjunto de graves consecuencias estrictamente políticas en la invitación conservadora. Y no se limitan sólo al proceso electoral. El Estado social se había concebido a sí mismo como una máquina de racionalidad al servicio del interés general, pero debajo del interés público se ha ocultado con frecuencia un vasto crecimiento de grupos de intereses. El interés público ha acabado por ser el mero agregado de los intereses sectoriales más fuertes.

El neoconservadurismo nos advierte que los grupos de intereses organizados pugnan siempre por excepcionar a su favor el proceso limpio hacia la competitividad del mercado puro. El sindicalismo fuerte y organizado ha sido su enemigo tradicional, pero ahora lo es también la función pública, la burocracia, los cuerpos profesionales. El agente individual ha de estar solo, es decir, inerme.

2. ¿Qué lugar ocupa la creciente apelación a los valores más tradicionales en todo este friso? Sorprende a veces encontrar en pleno siglo XX admoniciones sobre el comportamiento sexual dentro del matrimonio, presiones a favor de la oración en las escuelas, anatemas contra la homosexualidad, cantos líricos a la función de la esposa en el hogar y cosas por el estilo. No se trata, por supuesto, de ideas puramente personales de un líder. Cuando Reagan, por ejemplo, defiende esos valores no ignora que tiene detrás una mayoría moral con un extenso soporte infórmativo en los media, grupos de presión propios, editoriales. Esto es, sin embargo, algo más específicamente americano.

Los conservadores europeos no disponen quizá de plataformas tan sólidas de fundamentalismo. Pero la apelación a esos arcaísmos conecta bien con sectores fuertes en todas las sociedades europeas y, sobre todo, encaja con cierta coherencia en el plan de fondo.

Se ha acusado, por ejemplo, al bienestar fácil del Estado social de tener una influencia maligna en los pobres; a la redistribución y al salario mínimo, de producir desorganización en las familias, y a la seguridad económica, de debilitar a las iglesias. Y es cierto que, a medida que el individuo se siente asegurado en su estado vital tiende a desentenderse de las instancias tradicionales de amparo (la familia, el grupo étnico, las iglesias), se hace renuente a aceptar ciertos trabajos o ciertas condiciones de trabajo, pierde el respeto e ignora la jerarquización. Es decir, se emancipa como individuo.

Ello explicaría por qué en el contexto europeo, mucho más permeado por el Estado social, esos valores tradicionales tienen menor eficacia movilizadora. Aparecen esporádicamente, sin embargo, y es de temer que vaya aumentando su presencia, porque, con una simple mirada al panorama ocupacional que nos ofrece la derecha, podemos, inferir qué papel pueden jugar en el proyecto: un mundo dominado por grandes corporaciones tecnologizadas, capaces de prescindir en grandes proporciones de la actual fuerza de trabajo y de abandonar a la marginación, más allá del proceso productivo, a importantes sectores de la población, tiene que recurrir a mecanismos de integración social alternativos: ley y orden, familia, iglesias. No creo exagerar si afirmo que ésta es la explicación profunda de los feroces ataques al movimiento ferminista, el rechazo frontal de la ERA (enmienda de igualdad de derechos), de la homosexualidad, la exigencia de la oración en las escuelas. Y es también desde esa perspectiva desde la que los brotes incipientes de racismo que surgen aquí y allá pueden entenderse con toda claridad.

TERAPIA PARA LA CRISIS

La derecha necesita reinventar pautas de identificación colectiva que vengan a sustituir a los cuerpos sociales que se propone romper. La familia, las iglesias, la etnia y, de modo más y más alarmante, la nación, son los sustitutos de la cohesión ciudadana en tomo al proceso democrático y de la articulación de la fuerza de trabajo en torno a los sindicatos.

3. Lo característicamente nuevo de la nueva derecha es que ha anunciado una terapia para la crisis, algunos de cuyos elementos son convincentes, y ha acertado a emitir su mensaje cuando el pensamiento de la izquierda estaba dormido en las viejas ortodoxias o dividido por la perplejidad. Ha contado también en su apoyo, sobre todo en Europa, con un sindicalismo muy fuerte cuya práctica clásica ha sido aliada involuntaria de los tres fantasmas de la crisis: inflación, desempleo y déficit. Su implaritación electoral en Europa ha dependido de la presencia de los factores de deterioro que ha denunciado, de la falta de renovación de la izquierda y de componentes más idiosincráticos. Thatcher, por ejemplo, ganó a un laborismo dividido en el marco de un Estado social con claros síntomas de hipertrofia. En las experiencias nórdicas, cortas o largas, ha sido determinante la asfixia fiscal. En la República Federal de Alemania juegan un papel nada desdeñable consideraciones de geopolítica. Habría, por tanito, que considerar individualmente cada uno de los casos. El modelo básico, sin embargo, creo que es el que he proyectado en estas reflexiones.

El caso de España es particalar en muchos aspectos, porque no venimos de un largo período de hegemonía socialdemócrata y de Estado del bienestar, sino de un Estado clientelista y chapucero que ha invocado la moralidad tradicional para reprimir las libertades individuales. La derecha española tiene que reformular su propia identidad en unos términos quizá más profundos que cualquier otro proyecto. Si continúa apoyándose en los viejos corporativismos y obstaculizando la racionalización, traicionría lo que debería ser su propio mensaje. Y apelar solamente a ciertos valores morales es poco rentable en una sociedad que acaba de salir de la atmósfera asfixiante que ellos tejieron.

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