Como un cambio de Gobierno
LOS NOMBRAMIENTOS efectuados ayer por el Gobierno de Felipe González en el area de la seguridad del Estado probablemente tengan mayor alcance político y significación ciudadana que cualquier remodelación gubernamental de corte tradicional. Por eso el propio presidente del Gobierno debería explicar en el Parlamento las razones que le han aconsejado efectuar un cambio estratégico -o acaso simplemente táctico- de tanta importancia como constituye en todo sistema democrático la remodelación completa del equipo político responsable del aparato de la seguridad del Estado.Y aquí precisamente comienzan las preguntas. Pocas personas albergan a estas alturas de la carrera escasas dudas de que uno de los mayores y más espectaculares agujeros de la política del cambio, que llevó a los socialistas al poder -hace ya cuatro años-, se residencia en el terreno del importante departamento denominado Ministerio del Interior. Hasta el día de hoy, esta gestión sustantiva del Estado se ha caracterizado mayoritariamente por su ineficacia.
Por eso no es ilícito o malpensado constatar que, en el mejor de los casos, el propio presidente del Gobierno recorre un complicado y tortuoso camino para no endosar un error básico de la formación de su primer Gobierno. Felipe González organiza la marimorena en la cúpula de los aparatos de la seguridad del Estado y mantiene a su responsable político. Probablemente su afecto personal por la persona de Barrionuevo le traicione en este importante segmento de la política nacional. Pero el desastre de la gestión del confirmado ministro del Interior sólo podría haberse saldado con su cese. Y, lo que es peor -a menos que este giro suponga un movimiento en dos tiempos que llevaría a Barrionuevo a la candidatura de la alcaldía de Madrid-, las valientes decisiones operadas en el campo de la seguridad del Estado podrían perder en el camino su valor político.
Sólo el tiempo permitirá comprobar si los importantes cambios introducidos en la cúpula del Ministerio. del Interior coristituyen un mero gesto destinado a detener el creciente deterioro del departamento o el inicio de una rectificación de fondo. La permanencia de Barrionuevo como titular y primer responsable de los episodios que han salpicado sus dependencias, parece avalar la idea de continuismo, puesto que, en principio, sena incongruente que el orientador de una determinada política pudiera desde el mismo puesto, y a partir de un determinado momento, impulsar otra.
Sea como fuere, esta indeterminación no impide afirmar que el nombramiento de sendos civiles como directores generales de la Guardia Civil y de la policía supone el más serio intento producido a lo largo de la última década de quebrar la tendencia a perpetuar la concepción militarista del orden público heredada del pasado. Y esto es importante. De hecho, el cambio prometido en 1982 era identificado por millones de ciudadanos como el cambio, ante todo, en el funcionamiento del aparato del Estado, y en particular de las estructuras y comportamientos de sus fuerzas de seguridad. Pronto se vio, sin embargo, que era precisamente en ese terreno donde los nuevos gobernantes se mostraban más pasivos, y con ello la falta de credibilidad de Interior se convirtió en símbolo del desgaste del proyecto reformista que hizo a los socialistas llegar a la Moncloa.
Acomodos y claudicaciones
Resulta comprensible que un partido hasta entonces sin ninguna expenencia de poder recurriera a ciertas clases de prudencia ante los escollos de la realidad. Pero lo cierto fue, en el caso de las competencias propias del Departamento de Interior, que se pasó sin solución de continuidad de la firme desconfianza ideológica al más acomodaticio de los pragmatismos. Las reformas prometidas fueron aplazadas, se transigió sin empacho en cuestiones poco antes consideradas como de principio, y se desaprovecharon oportunidades, como la de la nueva ley de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, para adecuar la política policial a los fundamentos constitucionales.
Desde la temprana oposición a las reformas legales de signo progresista impulsadas por el Ministerio de Justicia hasta el reciente, y muy serio, enfrentamiento con el poder judicial, la política de Interior se ha caracterizado por una permanente claudicación ante los sectores interesados en el mantenimiento y aun ampliación de la tendencia a la autonomización del aparato policial. No otro ha sido el reproche implícitamente planteado estos días por la Junta de Jueces de Madrid al preguntarse públicamente si el Gobierno está auténticamente en condiciones de controlar, como es su poder, pero también su responsabilidad, tan impresionante aparato". Esa autonomía, tolerada -cuando no impulsada: incomparecencia de 90 guardias ante el juez- por los responsables del ministerio, en modo alguno se ha traducido en una mayor eficacia práctica. Este hecho ha representado, sin ninguna duda, un cambio cualitativo en las relaciones entre el Gobierno socialista y los jueces. Y mucho nos tememos que hasta un punto de difícil retorno.
Un nuevo diseño policial
La tendencia a la autonomía policial ha llevado incluso a encastillamientos grupales dentro del mismo ministerio y a provocar frecuente falta de coordinación entre los distintos servicios, escasos resultados en la lucha contra la delincuencia relacionada con el tráfico de drogas -a los que no es ajena la falta de colaboración policial en dicho terreno, denunciada en su día por el fiscal especial antidroga- y la impunidad con que ETA ha venido actuando en la capital de España u otras ciudades en los últimos tiempos. Pero además, esa autonomización ha favorecido escándalos como los de la mafia policial -inexplicable sin referencia al corporativismo reinante en sectores de las fuerzas de seguridad- y ha sido determinante en la desconfianza de la población, cuya colaboración se solicitaba, respecto al respeto de los derechos humanos en las dependencias policiales.
Los cambios parecen apuntar hacia una rectificación de la política de paños calientes que condujo a aceptar, en contra de lo mantenido por los socialistas desde la oposición, el carácter militar de la Guardia Civil. Ello dio pie, a su vez, a la resistencia por parte de influyentes sectores de las Fuerzas Armadas, con el apoyo del ministro de Defensa, a la posibilidad de que un civil ocupase el cargo de director general del cuerpo. El próximo nombramiento para dicho cargo de Luis Roldán, hasta -ahora delegado del Gobierno en Navarra, abre expectativas de un más efectivo control por parte del Ejecutivo de un colectivo compuesto por más de 60.000 hombres armados.
Lo más alarmante del reciente desplante del general Cassinello en su última actuación como jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil no fue, con serlo mucho, el talante que reflejaba, ni siquiera el hecho de que, al parecer, el ministro del Interior se enterase de su existencia al leer la Prensa, sino la conciencia de impunidad, de sentirse a cubierto de cualquier responsabilidad, que el autor dejaba traslucir con su iniciativa. El apoyo por parte de las fuerzas políticas y de la opinión pública a la decisión gubernamental de destituir fulminantemente a Cassinello demostró que la pusilanimidad mostrada en otras ocasiones por el Ejecutivo socialista carecía de justificación política. Esa decisión ha permitido ahora al Gobierno franquear un paso que puede ser decisivo para la recuperación de su credibilidad, y en particular para afianzar un diseño de policía civil acorde con los principios de la Constitución. Un diseño policial en el cual sería columna vertebral la creación de una auténtica policía judicial -siempre soslayada- que investigara a las órdenes directas de jueces y fiscales.
Ese diseño podrá verse reforzado con la ruptura de la inercia de atribuir a un funcionario la direccion general de la policía que supone el nombramiento para dicho cargo de José María Rodríguez Colorado, hasta ahora delegado del Gobierno en la Comunidad de Madrid. Su experiencia de cuatro años en este cargo podrá serle útil tanto para coordinar más eficazmente a los distintos servicios policiales en la lucha contra la delincuencia como también para colaborar más estrechamente en las investigaciones judiciales que actualmente se llevan a cabo sobre actuaciones presuntamente delictivas de miembros déla policía, como, por ejemplo, los casos de la llamada mafia policial o de El Nani.
En este sentido, el nuevo equipo de Interior debería mostrar un talante distinto del que demuestran las declaraciones del hasta ayer subsecretario del Interior, Rafael Vera, de que "la policía investiga a su propio cuerpo", dando así a entender que no era necesaria la creación de la comisión de investigación parlamentaria apuntada por la Junta de Jueces de Madrid. Sin valorar la oportunidad de tal comisión, de lo que no debían dudar los nuevos miembros de la cúpula de Interior es de que tanto el poder jurisdiccional de los jueces como el control parlamentario de diputados y senadores pueden y deben aplicarse legalmente, si llega el caso, a la investigación de las conductas delictivas o irregulares en el seno de los cuerpos de seguridad del Estado. Si a la restricción del control jurisdiccional que ya existe mediante el fuero especial de la policía se añaden ahora las reticencias ante un posible control parlamentario, la pregunta de quién custodia a los custodios tendrá cada vez más difícil respuesta.
La voluntad de resolver los problemas internos de los cuerpos policiales y de los que vienen enturbiando las relaciones entre el propio Gobierno y el poder judicial debería manifestarse rotundamente y con urgencia. Pero esta voluntad debe producirse a partir del reconocimiento claro de que los jueces son titulares del poder jurisdiccional del Estado, ante el cual nada debe ocultarse o desaparecer. Descontado, claro está, que los primeros que deben dar ejemplo en este terreno son el propio Gobierno y sus agentes directos.
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