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Tribuna
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El otro aroma de Asís

En Francisco de Asís y en su visión del mundo hay elementos suficientes de fascinación primaria -y no digo que carezca de otros factores admirables en su condición humana y religiosa- como para hacer posible una comprensión que supera las lenguas, las fronteras, las culturas y los credos. Es más: su crédito mayor tal vez consista en lo que posee su figura de compendio esencial de otras homólogas en distintas culturas y religiones. La pluralidad de voces que encierran su predicación y su actitud vital origina la simpatía de sectores diversos dentro de una misma órbita cultural. Consigue, pues, la identificación con su estatura moral de gentes de muy distinta catadura social y política. El distanciamiento histórico permite además soslayar para unos mucho ingenuismo y, naturalmente, despoja a san Francisco de ciertos peligros de invocación revolucionaria ante otros. Sus valores son de, tan común reclamo que no sólo sirvieron para reforzar la moralmente expoliada Iglesia de Inocencio III, dentro de los procesos de supervivencia que los papas de Roma han sabido plantearse históricamente -con algunas excepciones en las que el tiempo dirá si no se encuentra Juan Pablo II-, sino que todo tiempo de aggiornamento o de corrupción acaba apelando a la vigencia del poverello, tanto en el marco de la institución eclesial como fuera de él. Francisco, hoy, es capaz de convocar a un tiempo a los teólogos de la liberación (Leonardo Boff es franciscano, sin que esto constituya su principal atributo) y a los enemigos de cualquier liberación de la teología.Se podría sospechar que el mensaje de Francisco es ambiguo hasta alcanzar no sólo la posibilidad del encuentro doméstico de los católicos, sino algunas otras coincidencias desde posiciones culturales más separadas. Pero lo lógico es convenir que la unidad no se halla en la aceptación de la palabra, por radical que ésta sea, sino en la mayor o menor hipocresía en la actitud con que uno aborde la coherente visión seráfica de Francisco de Asís. A su alrededor, en quienes le siguen o en aquellos que lo toman por pretexto, o estandarte, se percibe, de un lado, un cierto e indiscutible olor a intención noble, y de otro, un innegable aroma farisaico.

El santuario laico

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Es real, además de histórica, la dimensión ecuménica de la ciudad italiana de Asís, y tal condición resulta atribuible, sin duda, a la universalidad. sin fisuras del más preciado de sus hijos. También cabe otorgar algún mérito a la tolerancia esencial del pueblo italiano y a su acendrado cosmopolitismo. Pero para verificar este hecho de fraternidad no es preciso acudir a los centros ecuménicos de Asís ni participar en las esporádicas concentraciones de hombres y mujeres de distintos credos, consistentes con frecuencia en solemnes expresiones de buenas voluntades, una vez despojados de reticencias sus protagonistas, aunque sólo sea en los momentos ceremoniales. Con sólo pasear por Asís, callejear por su colina, penetrar en sus templos y atender a las tertulias y a los encuentros espontáneos de los bares y las plazas se nos acerca un olor de Asís que lo aparta de la beatería rosariera y el souvenir para permitirnos entender que aquella ciudad constituye un nuevo cenáculo, un lugar idóneo para hablar de problemas de hoy desde donde se observa con lejanía la crispación de la sociedad que los plantea.

Con Francisco de Asís se han entendido bien en todo tiempo hyppies y ecologistas, pacifistas de cualquier color y trotamundos. Han llegado y llegan a Asís como peregrinos -sus mochilas al hombro, sus sacos de dormir a la espalda, rapados o melenudos, con pendiente o sin él- porque la tribu necesita la Meca, porque en la sociedad laica se hace preciso reivindicar el espíritu, reivindicar el santuario. Son, tal vez, unos nuevos moralistas, moralistas de unos cuantos conceptos, pero no sé si dogmáticos. Llegan a Asís con sus convicciones a cuestas y se desperezan en los prados de la basílica franciscana, a dos pasos de los frescos geniales de II Giotto. Parece como si todo acto de manifestación -defensa de la naturaleza, exigencia de paz- necesitara una ritualización. Quizá en esos jóvenes que llegan allí, más lejos que cerca de las celebraciones eucarísticas, exista una necesidad de realización del ofertorio -san Francisco será el recipiendario- o de legitimar su lucha en la adhesión al ejemplo y, unidos a éste, cumplir con una pública proclamación de su protesta.

La nueva subversión es, otra vez, la subversión de los marginados. Con ellos huele a verdad la bella ciudad del silencio, un recinto amurallado del que están ausentes la iconografía del neón y el bullicio de la discoteca.

Pero todos los poderes se apropian, con cínica maestría, de voces, gritos y símbolos marginales; los hacen suyos y los integran en las letras de sus himnos. Por esto no parecen resonar con similar autenticidad las homilías pacifistas de los poderes: iglesias y partidos, políticos convertidos al discurso verde, asociaciones nacidas al calor de un grito de protesta, cada vez más generalizado, portan las palmas de un gozoso domingo de ramos de la ecología y el pacifismo universales.

Otra vez se ha asumido el discurso y en el horizonte se vislumbran los materiales dialécticos del nuevo populismo. No se trata de renunciar a la mercadería armamentista por parte de los Gobiernos, sino de poner a buen recaudo la bolsa y en su púlpito adecuado el sermón. Se instaura además la retórica inacabable de la paz en los labios, y, sin incompatibilidad alguna, los predicadores del poder portan en sus manos los instrumentos de la guerra. Por otra parte, como ángeles de alas verdes, sobrevuelan textos y manifestaciones, ponencias y encuentros, los enviados de quienes atrofian el medio natural, pero ven claro al fin que en las urnas la paz y la naturaleza gratifican a quienes las exaltan. Lo saben bien los políticos frustrados, escaladores de distintas propuestas según conviene, y arribados hoy -en España hay ejemplos notoriosa la conversión pacifista y ecologista (franciscanismo e izquierdismo moderno conviviendo en un mismo saco).

La Iglesia no es ajena a este movimiento: en los templos de Asís la asamblea cristiana abrazaba estos días, en actos de innegable sinceridad que honran la progresista actitud de la comunidad franciscana de la basílica, a musulmanes, judíos o indúes, unidos todos ellos en la defensa de la naturaleza. Las celebraciones litúrgicas de la fiesta de San Francisco se realizan en el ámbito de una plegaria común por la paz. Nadie duda de la honesta imprecación de los fieles y del digno espíritu que los mueve. Pero se pregunta uno si implorar por la paz en abstracto se antepone a la comprensión y la tolerancia que la Iglesia pueda ofrecer ante el debate disidente, tantas veces más ajustado en su fervor por la pobreza y la marginación al espíritu de Francisco de Asís. Se hace uno la pregunta cuando contempla una organización tan realista como la Iglesia de Roma, dispuesta a asumir sinceras utopías. ¿La modernidad verde y pacifista puede ser para el Vaticano un proyecto que oculte los retrocesos que separan al hombre de ahora de -una Iglesia en la que el Papa actual, entre ángeles e indulgencias, nos pretende retrotraer al oscurantismo? El rábano del franciscanismo no se puede tomar únicamente por las hojas. En los próximos días, Juan Pablo II acudirá a Asís investido de pacifista universal. Habrá de hablar a los convencidos, pero sabe bien, porque los conoce de cerca, que no estarán allí los cuerpos que pueden hacer posible la paz. Tampoco los espíritus.

La naturaleza se degrada, en efecto, y la paz se compromete. En Asís concurren hoy utópicos y seráficos, locos por la paz y apocalípticos, hombres que defienden al aire limpio sin casarse con nadie y soñadores a los que no sólo les arrebatan el aire, sino que ya, ahora, les están sustrayendo la palabra. Para ellos Asís es, quizá, sólo silencio, aroma.

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