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Tribuna
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Los bien pensantes

Gobernar bien es difícil; la dificultad cambia según el tiempo y el lugar. En algunas sociedades europeas y arnericanas, hace apenas dos siglos, se inventó un modo de gobernar que pone las cosas mas difíciles todavía: gobernar conforme a derecho. Es decir, el poder no sólo ha de estar legitimado por su origen, sino que necesita una legitimación constante en su ejercicio, que consiste precisamente en el ajuste de ese ejercicio al Derecho, a las normas dictadas que regulan las relaciones de poder o de igualdad en esa colectividad. Nadie está, en tal situación, por encima del Derecho; todos, del rey abajo, están sometidos a él; nadie puede invocar ni legitimación divina, ni democrática, ni histórica, ni fuerza pura y dura, ni principios o utilidades excelsas, para saltarse, en el ejercicio del poder, esas normas, o, más exactamente, ese Derecho que rige en cada momento en. la colectividad. Es lo que se llama el Estado de Derecho.Como se comprende sin mucho profundizar, el Estado de Derecho es un engorro notable para gobernar. Es una pesadez en el mejor de los casos; y en otros parece chocar hasta con los criterios de la tan deseada eficacia. Porque no se trata aquí de gobernar respetando la voluntad popular; es algo más que eso. El gobernante que hace lo que estima conveniente, con olvido de las reglas, y se somete luego, por ejemplo, al refrendo popular de lo que hizo no está actuando, de suyo, antidemocráticamente; sencillamente, su actuación ha sido ¡legal, por muchos que sean los aplausos; que reciba. Todo el apoyo democrático de¡ mundo no es capaz de transformar en un ejercicio del poder sometido al Derecho lo que fue un ejercicio del poder en vulneración del Derecho.

¿Por qué en ciertos países europeos; y americanos se inventaron este enojoso sistema de ejercicio del poder?

Este enojoso (para el gobernante) sistema de gobernar fue inventado para dar un paso más: para proteger a los individuos frente al ejercicio arbitrario de cualquier poder, aunque éste proceda de la abrumadora mayoría; para dar seguridad a la minoría y especialmente al individuo, que es la más escuálida de las minorías; para limitar el poder en beneficio de los individuos y las minorías, que de este modo tienen derechos frente al poder y frente a las mayorías; para protegerlos frente a la exacerbación del poder que se llama despotismo, por muy ilustrado, benéfico, santo y mayoritariamente apoyado que pueda ser. Es el único sistema que puede proteger de la arbitrariedad del poder.

Curioso invento, desde luego. No parece tener un abrumador número de ejemplos en la historia y en el presente; el modelo se ha configurado de manera más o menos pura según los países; es real el condicionarniento económico y social para el ejercicio de al menos algunos derechos; suele haber sectores excluidos de la aplicación de la integridad del sistema (los extranjeros, por ejemplo). Pero si se trata de una utopía hay que reconocer que en algunos sitios y épocas se han acercado a la utopía hasta casi tocarla con las manos; que donde unos han llegado otros pueden llegar; que el sistema es siempre perfectible y que de todos modos es, en su caso, una utopía presente, con fuerza de ley, en nuestra Constitución y en nuestras leyes.

También es fácil comprender que un sistema así requiere un tipo de organización política que ponga su quicio en una buena organización judicial. Todos están sometidos al Derecho; los jueces son quienes tienen la última palabra en la aplicación del Derecho; los jueces han de ser, en consecuencia, independientes y Ubres, sometidos sólo al Derecho, que ellos interpretan definitivamente, y al interpretarlo contribuyen a crear. La piedra angular del Estado de Derecho es el sistema judicial, aunque éste, contemplado como poder, no sea superior a los otros poderes del Estado; pero en lo que es su competencia, todos, por encumbrados que se encuentren y responsables del bien público que se sientan, están sujetos a ese poder.

Algunos dirán, o, mejor, pensarán sin decirlo, y puede que no les falten razones, que éstas son obviedades, antiguallas decorativas y medianamente funcionales y que, por tanto, no hay que exagerar. Pero entonces uno se pregunta: ¿por qué ponerlas en la Constitución con tanto ahínco e inasequible escapatoria? ¿Fue quizá a causa de la ola de esteticismo lúdico que nos invade? ¿Fue cosa de gente inexperta en tareas de gobierno?

Volvemos a lo de antes. Gobernar es difícil. Y el gobernante, por eso, vive, si no en la perpetua, al menos en la no tan infrecuente tentación de saltarse algunas normas que parecen, o mejor, que son, obstáculos a la eficacia, a la utilidad, a los nobles deseos y aspiraciones de aquél. Prescindamos del hecho de que el gobernante puede tener en tales casos la posibilidad de cambiar o hacer cambiar las normas, las reglas del juego, para hacer más llevadero o fructífero el ejercicio de su virtud. Muchas veces las normas no se pueden cambiar, y por eso se presentan casos límite (o no tan límite) en que hay que optar entre el respeto o la vulneración de las normas.

Los supuestos en que se opta por lo último por exceso de celo, o por desidia, o por frescura, ignorancia o error, son más frecuentes de lo que se piensa; sobre todo en esa parte del poder que se llama administraciones públicas. De lo contrario, no serían tantas las sentencias de jueces y tribunales en que se da la razón a los ciudadanos frente a aquéllas. Pero al fin y al cabo eso es una demostración de que el sistema, aunque sea mal, funciona. El Estado de Derecho cumple ahí su cometido, aunque sería de desear que las administraciones, gobiernos o lo que sea fueran más finos en la aplicación del Derecho, menos arbitrarios. Pero cuando la vulneración toca a los últimos definidores del Derecho, que son los jueces, el asunto es más grave. El individuo afectado queda desprovisto de amparo judicial. El Estado de Derecho recibe un hachazo en su fundamento mismo. Y esto puede suceder porque el juez actúe arbitrariamente o porque otro poder, el ejecutivo, por ejemplo, se ponga por montera la decisión judicial.

¿Puede haber casos en que esto último sea necesario? Muchos piensan que sí, evidentemente. Pero si es así, si hay casos límite en que el sistema quiebra, el Estado de Derecho se relativiza en demasía. Se puede hablar entonces de un Estado casi de Derecho; pero ése no es, claro, el Estado de Derecho, aunque se le parezca bastante: el principio de inseguridad adquiere presencia. Claro es que se trata de casos marginales en los que no se varía encontrar la inmensa mayoría de los ciudadanos, como Rumasa o los detenidos a los que se aplica o puede aplicar la ley Antiterrorista. Incluso muchos ciudadanos ven con alivio y hasta con gozo que se corten de raíz o como sea los reales o presuntos desmanes de esos sujetos marginales. Pero es que el Derecho se pone a prueba con frecuencia sólo en la marginalidad. Y para mí resulta claro que algunos inocentes -no sé si muchos o pocos- que rondan las vías de la marginalidad, después de ciertos sucesos habrán de sentirse forzosamente intranquilos.

Pero en realidad yo no quiero hablar de los gobernantes, que bastante tienen con su pesada carga, ni de los gobernados, que habrán de disfrutar los gozos de la condición de tales que les regaló su industria o su buena fortuna, sino más bien de quienes, gobernantes o gobernados, pueden denominarse bien pensantes, expresión que por la claridad de los términos que la componen no necesita esfuerzo definitorio adicional. Son aquellos sujetos; que saben lo que está bien y lo que no está bien y que, además, generalmente lo dicen.

Solían ser, en épocas félizmente pasadas, gentes de derechas. Ahora, sin que aquella primera especie se haya extinguido, tienen mayormente marcliamo de izquierdas, porque el poder está en manos sedicentes de esta tendencia: gentes que decían proclamar la utopía, que antes explicaban lo que se debía hacer y ahora explican por qué se hacelo que se hace, que han descubierto, algunos en edad madura, la conveniencia de las banderas de conveniencia, gentes que están tan lógicamente con el Gobierno como muchos aficionados en la plaza están con el torero frente al toro, o como otros en el campo de fútbol con el equipo de casa; claro, que en estos ejemplos hasta los más entusiastas pitan con estruendo al torero de la tierra o al equipo del pueblo cuando éstos frustran con ostentosa evidencia las expectativas del espectador. Muchos bien pensantes de la nueva hornada son, sin embargo, más fieles al sin duda desinteresado amor a sus ídolos que a sus tan proclamadas convicciones. Es que por fin han aprendido. Ya podemos respirar tranquilos.

Ante la humilde desfachatez en la proclamación de la razón de Estado por parte de quien corresponde, el gozo y solidaridad de los bien pensantes de antes y de siempre, el silencio, la tímida alusión para quedar bien con los viejos amigos, el candoroso o sórdido entusiasmo de muchos bien pensantes de nuevo cuño y la ausencia de indignación de tantos producen una cierta melancolía en el observador. Hay pensantes tan resistentes a la evidencia que sólo han aprendido pragmatismo cuando sus amigos se han engolfado en la praxis. Pero, además, no dejan de confortar el ánimo estos que al fin y al cabo son signos de convergencia entre bien pensantes de distinto pelo; de que vamos por el buen camino par conseguir aquella ansíada unidad de los hombres; (aunque no tanto de las tierras) de España.

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