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La filsofía se desabrocha

Fernando Savater

A finales de los años veinte, dos periodistas americanos del New Yorker -James Turber y E. B. White- publicaron, en forma de libro, una serie de reportajes humorísticos titulados ¿Es necesario el sexo?, cuya traducción castellana acaba de aparecer. En su prólogo puede leerse: lo siguiente: "Durante el último año se ha otorgado, en nuestra civilización, una importancia desmesurada a dos factores. Uno es la aviación, el otro, el sexo. Considerándolos fríamente, ninguno de esos dos esparcimientos merece el espacio que se le ha dedicado. Ambos han sido artificialmente promocionados". Pues bien, en ninguno de ambos casos los filósofos como gremio tenemos que reprocharnos complicidad con tales campañas divulgatorias. En cuanto a la aviación respecta (si dejamos de lado la famosa paloma de la metáfora kantiana), el único filósofo que conozco capaz de pilotar un aeroplano -¡y no precisamente en el vacío!- es mi amigo Carlos París. Respecto al sexo, su presencia en la historia de la filosofía no es desde luego abrumadora. Desde los presocráticos hasta Freud sólo aparece en contadas ocasiones de forma explícita y casi siempre en menciones nimbadas por un aura mojigata o inquisitorial. A diferencia de los teólogos -quienes no desdeñaron ocuparse hasta del sexo de los ángeles- y de los médicos, los filósofos parece que hemos tenido poco que decir sobre algo cuya presencia en la vida humana no es menos avasalladora que la del poder político o la ciencia, ternas éstos ampliamente considerados por la filosofía.Quizá tenga razón por ello Unamuno (que seguía aquí a William James) cuando insistía en la importancia de la vida íntima de cada filósofo, su íntima vida de hombre de carne y hueso, en la gestación de las peculiares filosofías. Desde un punto de vista erótico, las biografías de los filósofos relevantes no cubren gastos. La nómina de solterones inviolables, vírgenes, reticentes atormentados o anatematizadores de la carne es impresionante. ¡Para uno que se: lanza a levantarle las faldas a su mejor alumna ("No aprendamos tan deprisa / dijo a Abelardo Eloisa", según la copla de Bergamín), y ya ven ustedes cómo acabó la cosa. Quizá tal inapetencia o franca aversión personal pueda explicar en parte el retraimiento filosófico ante una cuestión que, por el contrario, ha dado pábulo a la mayoría de las grandes obras poéticas o plásticas. Sea como fuere, las personas que a finales de agosto nos reunimos en el palacio santanderino de La Magdalena para llevar a cabo un seminario de la UIMP titulado Filosofía y sexualidad nos habíamos propuesto a la vez indagar en esa ausencia y remediarla, señalando las afinidades pasadas y presentes entre el deseo de pensar y el pensamiento del deseo.

Quizá la raíz del problema estribe en la similitud intuitiva de ambiciones entre ambos contendientes, que los convierte en antagonistas a fuerza de puro parentesco. Platón, uno de los filósofos que sí habló del tema, aunque estableciendo las bases del secular malentendido, aseguró: "El deseo y búsqueda del Todo es llamada amor" (por cierto, una de las más singulares novelas de nuestro siglo, debida a la pluma acosada del barón Corvo, justifica su título con esta cita). Pero también el conocimiento filósofico se plantea como deseo y búsqueda del Todo, o al menos así se planteó cuando tiempos más generosos y menos científicamente especializados toleraban tan grandiosas proclamas. Lo que yo he vertido en la frase platónica citada como amor, el griego lo denominaba eros:, un ímpetu divino que asciende desde la delectación sensual en el cuerpo bello hasta la contemplación cognitiva de la belleza, en la que se aprehende finalmente la totalidad. El sabio enamorado platónico está tan lejos de renunciar al goce corporal que le sirve de punto de partida como de limitarse simplemente a él, tal como demostró en su conferencia Tomás Pollán. Y también fue Pollán quien subrayó que Platón incorporó para siempre a la filosofía todo un vocabulario sexuado que nunca se ausentará ya de ella, como prueba de los eternos celos entre funciones hostilmen te complementarias: concepto, cópula, generar, dar a luz, etcétera.

Digamos que el deseo y búsqueda del Todo puede seguir dos vías: una, superior -es decir, que emplea la parte más alta del cuerpo-, hecha de visión teórica, pensamientos y palabras; la otra, inferior -recurre a lo más bajo del cuerpo-, deshecha en eyaculaciones y espasmos. El gran metafísico de la sexualidad, Schopenhauer, expuso así de rotundamente este dualismo: "El hombre es a la vez impulso de la voluntad, oscuro y violento, y puro objeto conocedor, dotado de eternidad, de libertad y de serenidad; a este doble título queda caracterizado a la vez por el polo de las partes genitales, consideradas como sede de la voluntad de vivir, y por el polo de la frente". Oposición irreductible de la frente del pensador -de la que brota bien acorazada y sensata la sabia Minerva- y el pene erecto, la vulva chorreante o el ano perverso, trinidad aciaga de perdición y arrebato, donde la palabra alada se degrada en gruñido. Este dualismo desdichado, culpable, fue la obsesión no sólo de Schopenhauer, sino también de Otto Weininger y, en cierto modo, del propio Freud. La individualización objetiva y desapasionada del pensamiento contra el ímpetu atávico que nos hunde en la especie y sanciona nuestro ineluctable perecer. De aquí proviene lo que he llamado el pesimismo genital de los máximos pensadores del sexo. Cioran -que estuvo muy cumplidamente representado, más que sustituido, por Héctor Subirats en nuestro seminario- lanza esta mirada asqueada a esa tarea de la carne que nos fuerza a ahogarnos en el sudor de un cómplice cualquiera: "Dos víctimas atareadas, maravilladas de su suplicio, de swexudación sonora. ¡A qué ceremonial nos obligan la gravedad de los sentidos y la seriedad del cuerpo!".

Este pesimismo misógino -la mujer es el sexo por excelencia o, como dice Weininger, la mujer es la culpa del hombre- tiene su reverso misántropo, pero no menos pesimista, en la exaltación vaginal del discurso mantenido por Agustín García Calvo con su penetrante brío habitual. Intentando invertir el dualismo establecido, parte de que es precisamente el coño lo que habla por su lugar o, mejor, en su lugar. Y lo que dice este bijou indicret es, como corresponde, repudio de las pompas masculinas -a cuyo conjunto llamamos, según se prefiera, estado, capital o Dios-, rebelión perpetua contra. lasideas y nostalgia beligerante: de la indecible vida. Para Weininger y Schopenhauer, la idea debe anular con su sobrio fulgor viril las oscuridades carnales, mientras que García Calvo postula -entiéndase: el coño postula agustinianamente- que en el furor menádico que nadie entiende ni a nadie atiende deben ser inmolados todos los penteos burocráticos de este mundo. Sin embargo, como ninguna de estas dos victorias opuestas parece concluyentemente factible, los dualistas no mejoran de su consustancial pesimismo.

Pero la filosofía ha incidido también en el tema erótico por meandros más emboscados, ya, que no menos relevantes. Fernando Álvarez-Uría explicó muy bien cómo el padre deja filosofía moderna, Descartes, demolió la vieja presencia demóniaca que servía para justificar la perseciación de los desenfrenos pecarninosos, a fin de dar paso franco a una razón que había de imponer un nuevo control antilibertino: de la brujería a la histeria, de la inquisición a la medicina ilustrada y a la ciencia. Y ya desde el renacimiento las reglas de urbanidad, que eran la sección máis pied-à-terre de la filosofía, habían servido para la domesticación gradual de las pulsiones, según estudió en su comunicación Julia Varela siguiendo las magistrales averiguaciones de Norbert Elias. Naturalmente, no todos los filósofos han adoptado perspectivas semejantes: el profesor René Schérer, de la universidad París VIII y autor de un sugestivo libro sobre los mitos de la educación sexual titulado La pedagogía pervertida, contrapuso en su excelente conferencia el planteamiento rígido y racionalmente coercitivo que hace Kant de la sexualidad matrimonial con las visiones pasionalmente polimorfas de Sade y sobre todo de Fourier, quienes fueron más allá de la barrera del consentimiento adulto y normatizado para buscar complementariedades más arrebatadas. Y es que es la identidad misma del sujeto de discurso y Ciudadanía, del sujeto del equilibrio y de la gravedad psíquica, lo que se pone en juego en los desbordamientos amorosos, tal como analizó convincentemente Cristina Peña-Marín. Porque buena parte del torneo sexual es estrategia, trampa y merodeo, insinuación que. abre espacios en los que quedar voluntariamente clausurado y cambiar la máscara del yo por otro rostro que quizá tampoco se nos parece: figuras múltiples de la seducción que repasó con agudeza Jorge Lozano en la intervención que sirvió para clausurar el seminario.

Sobre éste mismo, seguido con tan grato interés por un público más numeroso de lo habitual en tal tipo de cursillos, aún pudiera decirse una última,palabra. Filosofía y sexo tienen otra cosa en común: son campos, equívocos. Cuando Michel Foucault dio carta de ciudadanía filosófica a tipo de confrontación que nos ocupa en su Historia de la sexualidad, hubo quien acudió a su libro con la curiosidad morbosa de tropezar con no se sabe qué picardías: hallaron reflexiones desaflantemente severas contra fáciles deliquios progresistas tales como la "represión sexual por el poder", etcétera. Quizá también, al anunciar un seminario sobre Filosofía y sexualidad, hubo quien fue a con.tar su caso o, aún mejor, a esperar a que se lo contaran. Y tarripoco pudo faltar ese eterno Tersites, incluso con columna propia en la prensa, que en este tipo de ocasiones cuando entiende algo dice que se está frivolizando y cuando no entiende protesta por el exceso de elitismo. Pero lo importante es quela filosofía se haya anirriado a desabrocharse. En mayo de 1968, una pintada recomendaba: "Desabrochad vuestras mentes con tanta frecuencia como vuestras braguetas"; quizá ambos movímientos no puedan ser lícitamente disociados, so pena de quedar por dentro y por fuera presos en camisa de fuerza.

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