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Del portafolios al pentagrama

La mayor parte de los músicos de la 'movida' vive de lo que le reporta otra profesión

Amelia Castilla

Relaciones públicas de un restaurante, pinchadiscos, expertos en ordenadores, camareros, fotógrafos y panaderos son algunas de las profesiones a las que se dedican algunos de los integrantes de los grupos más conocidos de la movida. La música no da dinero suficiente para vivir, y los artistas tienen que compaginar el escenario y la fama con un horario fijo y una nómina. "¿Qué vamos a hacer si no?", argumentan ellos. Por la mañana, el traje y el portafolios, y por la noche, el pentagrama, las patillas y el tupé bien levantado. Son expertos en sobrevivir. Los conocen en los bares de moda y suelen consumir gratis. Con las chicas lo tienen fácil y ellos se dejan querer.

Le ha dado un ataque de sed y sale disparado. En dos zancadas se pone en la barra y coge otra cerveza. Al instante está en la cabina preparando el disco siguiente. Se pone los cascos, enciende un cigarrillo y asegura por el micrófono que la siguiente canción es de La Frontera, su grupo favorito. El local es una especie de garaje pintado de negro con sofás de plástico donde el ambiente empieza a animarse entrada la madrugada. Guillermo Martín, de 23 años, el guitarrista de Desperados, trabaja como pincha por la tarde en San Mateo y por la noche en Komitte. Tiene adornada la cabina con fotos de su grupo y todas las noches cuela algún tema suyo: "Es que esta canción es buena".Esconde sus ojos con una medio melena lacia y se muerde las uñas como un desperado. Guille, como le conocen sus amigos, ve la noche como una barra enorme llena de copas. Si pudiera estaría abajo, con la gente, "pero no tengo más remedio que trabajar", dice tímidamente, mientras selecciona otra canción, entre los más de 500 discos de la cabina. Desde su pecera Guillermo divisa una buena parte de la fauna nocturna: heavys, punks, rockers, horteras, borrachos y chicas ajustadas, que matan la última en el local. Por su posición la cabina resulta totalmente asequible para el público. "Eso a veces es chachi porque la gente se acerca y te da cuartelillo, pero en ocasiones aguantas muchos rollos", asegura. "El otro día vino una chica que me echó la bronca porque no hacía caso a su amiga. Al final tuve que mosquearme con las dos y decirlas que se afeitaran".

Pasa demasiadas horas encerrado -desde las nueve de la noche a las cinco de la madrugada-, pero le satisface que la gente baile al son que él marca. La empresa para la que trabaja conoce su otra profesión y le da facilidades para que actúe con Desperados. De las galas que han realizado este verano ha vuelto a casa cuando más con 20.000 pesetas limpias y cuando menos con 1.500, "según como sea la fiesta que hagamos después del concierto".

Su trabajo como pincha supone vivir de noche y consumir todo lo que se tercie. A Guillermo lo que realmente le gusta es tocar la guitarra y subirse a un escenario. Sueña con hacer surf en Camoens y por las tardes ensaya canciones de Frank Sinatra con el piano que le dejó su abuelo.

"Aprovechar mi tiempo"

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Antonio Bartrina, de 29 años, cantante de Malevaje y fotógrafo ocasional, prefiere las canciones de Santos Discépolo para levantarse. La última actuación de su grupo tanguista se desarrolló en medio de una refriega entre militantes de Herri Batasuna y la policía, en Vitoria, durante las fiestas de la Virgen Blanca. Pese al microclima de guerra del ambiente, el público adicto a esta banda de malevos aguantó en la plaza de España.

La voz de Antonio, cantando: "Ya sé que sos un bandido, Garufa", se confundía con el estruendo de los botes de humo y las pelotas de goma, pero el público pidió un bis al final. Lo cuenta él bastante divertido mientras se merienda una ración de pulpo, en una freiduría madrileña. Se peina hacia atrás y luce unas patillas que afilan su rostro hasta hacerle parecer protagonista de los tangos que interpreta.

"¿Mi otro trabajo?, pero si yo hago de todo, cambio de oficio con rapidez", explica rotundo y con aire castizo. "A los 18 años trabajaba en una fábrica de curtidos de piel. Me dejó una novia que tenía porque olía a cordero y desde entonces no lo pruebo. He trabajado también como cobrador de morosos, hago de pincha a veces en el King Creole y acabo de hacer la portada del disco de Mestizos. Soy un artista de la vida y trato de aprovechar mi tiempo. Lo que gano me da para sobrevivir, o lo que es lo mismo: beber, comer, moverte un poquito y comprarte unos zapatos de vez en cuando. Eso es lo que me gusta y cuando la vaya a palmar diré que me quiten lo bailao".

Nació en la calle de la Palma, 23, segundo izquierda, y su abuelo le cantaba tangos en el barrio de Maravillas hasta que su familia consiguió independizarse y se lo llevó a vivir a Carabanchel. Este tanguista del foro añora los bares con mostrador de aluminio en los que servían el verinú de barril y es un habitual de los locales frecuentados por rockers. Empezó en la música por casualidad. Se juntó con unos cuantos amigos de barra e inauguraron el Salero. Luego repitieron sus actuaciones en otros bares y ahora está a punto de salir al mercado su segundo disco grabado con músicos de Gabinete Caligari y Los Coyotes.

Antonio asegura que si fuera supermillonario contrataría un viaje a la Luna, pero como no lo es confia en poder ahorrar lo suficiente para pasear por la calle de Corrientes y comprobar si es verdad que la estatua de Carlitos Gardel siempre tiene un cigarrillo encendido en la mano.

Ser el relaciones públicas del restaurante Botín y cantar con Los Elegantes no le ocasiona a Emilio López ningún problema. Al contrario, ha desarrollado una capacidad escénica tremenda. Lo mismo aconseja sobre un vino a un turista inglés que se sube a un escenario y se marca un rock and roll. "No podría elegir, me gustan las dos cosas. Creo que la base de un buen concierto es una buena digestión. Las dos cosas se complementan, en el escenario proyecto la hospitalidad del restaurante", dice.

A los 16 años ya estaba en la cafetería del restaurante. Servía aperitivos y postres, estudiaba Ciencias de la Información y en sus ratos libres tocaba la guitarra. Comenzó a ensayar con un grupo de amigos del colegio y al Chicarrón se le ocurrió que el nombre del grupo sería Los Elegantes, "porque somos elegantes". Empezaron con versiones y ahora tienen varios discos a la venta. Su carrera musical se ha desarrollado paralelamente al negocio familiar, al que acude puntualmente cuando no tiene conciertos. "A veces me parece que me falta tiempo, pero te acostumbras. Neurotizado estoy, claro", dice. "No podría hacer música blanda porque vivo intensamente y eso me obliga a elegir".

En el restaurante, vestido con chaqueta blanca, corbata negra y la carta de vinos en la mano, Emilio es reconocido, en ocasiones, por algún fans despitado del grupo. "Me llama un señor y me dice que su hijo quiere saber si yo toco en Los Elegantes. Cuando se lo confirmo se sorprenden bastante", asegura. Este madrileño, de 27 años, se define como un buen cocinero y un experto catador de vinos. Se muesta partidario de la cocina sólida, "la que guarda el sabor original de las cosas", y desconfía de las personas a las que no les gusta comer y beber.

El caché de Los Elegantes no les permite a la hora de repartir sacar para vivir. Después de pagar el transporte, el equipo, la furgoneta y las dietas "te quedas con muy poco, lo suficiente para una fiesta, pero nos lo pasamos muy bien".

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