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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fuera la verja

LA DECISIÓN británica, anunciada el pasado día 3 1, de suprimir la Guardia Real -en realidad, un pequeño retén de carácter meramente simbólico- de la frontera de Gibraltar ha suscitado cierta emoción entre los habitantes de la colonia. Esa emoción, expresada en airadas protestas de sus dirigentes políticos, ha aumentado de tono al revelar el primer ministro gibraltareño, Josua Hassan, la existencia desde hace meses de conversaciones entre los Gobiernos de España y el Reino Unido orientadas al eventual desmantelamiento de la verja fronteriza, abierta en febrero de 1985, tras 16 años de permanecer clausurada por decisión de las autoridades españolas. Fuentes del Ministerio de Asuntos Exteriores han confirmado la existencia de esas conversaciones, manifestando que, de llegarse a un acuerdo, la eliminación definitiva de la verja -que actualmente se abre cada mañana, cerrándose a medianoche- sería considerada "un gesto interesante, por lo que tiene de valor simbólico de la actitud británica en relación a las negociaciones".El problema de Gibraltar es de difícil solución en la medida en que a la lógica aspiración española a recuperar su integridad territorial se oponen los respetables deseos de los actuales habitantes de la Roca de mantener su ciudadanía británica. En un conflicto de esa naturaleza, difícilmente se llegará a una solución razonable sobre la base de ignorar totalmente el punto de vista de la otra parte. De ahí la actitud actual de España y el Reino Unido, auspiciada. expresamente por las Naciones Unidas, de impulsar aquellas iniciativas que favorezcan el hallazgo de salidas negociadas, con renuncia a cualquier fórmula que interfiera esa vía. En la práctica, aceptar el camino de la negociación política y diplomática significa dar por sentado que la solución no satisfará totalmente las aspiraciones de ninguna de las dos partes, pero que ninguna de ellas quedará totalmente desairada.

Existe un problema real, de difícil solución y con implicaciones complejas, que no desaparecerán simplemente con gritar más fuerte. Porque sólo desde la ingenuidad o la irresponsabilidad puede hoy olvidarse que, al margen de las valoraciones, ciertamente discutibles, que el hecho merezca, la resolución del contencioso de Gibraltar está en la práctica directamente relacionada con la solución que algún día habrá de hallarse al conflicto derivado de la reivindicación marroquí sobre las ciudades de Ceuta. y Melilla.

Durante muchos años se pretendió ignorar esas implicaciones a la vez que se trataba de convencer a la población española de que el de Gibraltar era el principal problema de la política exterior española, cuando no el único problema de los españoles. La realidad es que, por más que la recuperación de la integridad territorial siga siendo una aspiración unánime de los ciudadanos de este país, se trata de un problema que ocupa un modesto lugar entre las preocupaciones actuales de los españoles, y seguramente aún más modesto entre las inquietudes de los súbditos de Isabel II.

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El haber aceptado esa realidad sin aspavientos ha permitido, en aparente paradoja, mejorar la posición negociadora de España, aunque sólo fuera porque ha dejado sin sentido la simétrica actitud intolerante, casi resistencial, adoptada durante décadas por sucesivos Gobiernos británicos. El desbloqueo que supuso el acuerdo de Bruselas negociado entre Fernando Morán y sir Geoffrey Howe, los efectos positivos -en orden a favorecer la ósmosis natural entre la población gibraltareña y la de su área más próxima- que se derivaron de la reapertura de la verja, las últimas concesiones, de carácter simbólico, de las autoridades británicas, son otras tantas pruebas de esa mejora de posiciones.

Es en este contexto en el que cabe considerar la reciente propuesta lanzada desde las páginas editoriales del prestigioso semanario británico The Economist sobre una eventual andorrización de Gibraltar. En síntesis, la revista londinense venía a sugerir la posibilidad de ensayar una fórmula de soberanía compartida entre el Reino Unido y España sobre la base de un acuerdo entre las respectivas casas reales. Éstas, de mutuo acuerdo, designarían gobernador general a uno de los príncipes, no necesariamente el heredero de la Corona, de uno de los dos países, con el compromiso de que la sucesión fuese alternativa, de tal modo que a un príncipe británico no le sucedería su heredero, sino un príncipe español, y así sucesivamente. Tal solución no implicaría cambios en la forma práctica de gobierno de la actual colonia británica, que conservaría su actual Parlamento y demás instituciones representativas.

Si se prescinde de los detalles, que habrían de ser considerados con más detenimiento, la propuesta podría resultar menos decabellada de lo que parece a simple vista. Por una parte, abre paso a alternativas basadas en el principio de la soberanía compartida, obviando así, de momento, la cuestión que durante cerca de 300 años ha impedido resolver el problema. Pero, por otra, se deja la última palabra al veredicto del tiempo, admitiéndose implícitamente la hipótesis de que, en las condiciones concretas de Gibraltar -tan distintas, por lo demás, a las de Ceuta y Melilla-, la convivencia de los habitantes del Peñón con los de su entorno humano y geográfico, ya sin los recelos del pasado y tras un período más o menos largo de vinculación a España mediante la fórmula intermedia propuesta, no podrá traducirse sino en una paulatina integración, por ósmosis natural, pero también por intereses prácticos, en la estructura política de España.

En todo caso, la sugerencia de The Economist no deja de ser un síntoma de un significativo cambio en la opinión británica sobre la cuestión, reflejo, a su vez, de la quiebra que para lo fundamental de su argumentación durante décadas ha supuesto la instauración en España de un régimen de libertades y su plena integración en las estructuras económicas, políticas y de defensa de la Europa comunitaria.

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