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FESTIVAL DE SANTANDER

La luz propia de Monasterio y Berganza

El Festival Internacional de Santander celebró el pasado lunes el 150º aniversario de Jesús de Monasterio, exponente de la violinística europea del siglo XIX y una de las auténticas glorias musicales de Cantabria. El homenaje tuvo efecto en la iglesia de Monte Corbán. Personalidad muy interesante, Monasterio (1836-1903) fue tan virtuoso del arco, un gran incitador y un profundo humanista. Gracias a Monasterio echó a caminar en Madrid la música de cámara y, en buena parte, la sinfónica, pues cuando venía al caso el violinista de Potes, profesor de la Capilla Real, se tornaba director de mando claro y oído sensible. Traía de París, Berlín o Bruselas aires muy necesarios para abrir el localismo casticista de la España musical de entonces.Como humanista cristiano e inquieto por los problemas sociales, se sintió cercano a Concepción Arenal, con la que colaboró y mantuvo una interesante correspondencia. Legó Monasterio sus saberes contribuyendo a formar una escuela enraizada en la belga, que por mucho tiempo ha determinado el talante de nuestros violinistas.

Para homenajear a Monasterio se unieron dos jóvenes primeros espadas de nuestra interpretativa: el violinista andorrano Gerard Claret, al igual que Monasterio cultivador del recital, la pedagogía, el concierto con orquesta y la música de cámara, y el pianista barcelonés Josep Maria Colom, premio Paloma O'Shea 1978.

Entre sonatas de Beethoven y Brahms y la Suite italiana de Stravinski, un Nocturno y la página titulada Fiebre de amor, dieron testimonio de la impronta romántica de Monasterio como compositor.

Historia estelar

En la historia estelar de nuestra música el nombre de Teresa Berganza brilla con luces propias y de gran potencia. Parece a veces un planeta y en ocasiones un cometa que deja a su paso larga y esplendorosa estela. Hablo de Teresa Berganza con premeditado lenguaje correspondiente a una diva o, por decirlo en castellano, divina, cuya expresividad posee continuo poder de renovación. Ahora discurre por cauces más vitales, por una parte, y más dados al ensueño, por otra; en sus días juveniles asombró Teresa a todos con la perfección y la alegría de un arte que al madurar se inundó de melancolía. Así nos llegó un indecible Pergolesi, un Haendel intenso en su poética y en su dramática que rompió la luminosidad mozartiana del Vedrai Carino o la explosión del Tancredo, de Rossini, un autor que -como para la Malibrant- parece nacido para la BerganzaTras un tríptico romántico francés -Thomas, Massenet y Bizet- que obligó a la cantante madrileña a distinta dicción, otra intención y nueva gestualidad, Teresa desarrolló toda su teoría sobre los grandes líricos españoles: Eduardo Toldrá, en sus canciones clásicas sobre Garcilaso y Lope; Jesús Guridi, con sus castellanas de origen popular; Joaquín Turina, en su andalucismo imaginario; Enrique Granados, desde su persistente perfume goyesco, y Manuel de Falla -la cima-, en tres de sus canciones populares españolas. El claustro de la catedral, donde se produjo la actuación en la noche del lunes, fue hervidero de entusiasmo, y Teresa Berganza, cada día mejor asistida por el excelente pianista Álvarez Parejo, triunfó plenamente y aportó al 35º Festival Internacional una de sus más bellas jornadas.

Otra estrella, esta vez del piano, tuvo a su cargo el pasado martes en la plaza Porticada, que no llegó a llenarse, el homenaje a Franz Liszt: el norteamericano de origen húngaro y nacido en Nuremberg, André Watts. Su virtuosismo rutilante y su natural instinto acertó con las dos medidas fundamentales, y aparentemente enemigas, del autor de las rapsodias: los fuegos de artificio y una sustancial ernoción. Cuando se funden ambos valores (Un suspiro, los excelentes y precursores Juegos de agua en la villa de Este o la misma Caza sobre Paganini) se nos da lo más hermoso de un arte pianístico sin precedentes y, casi casi, sin consecuentes. Antes, André Watts hizo muy buenas versiones de una sonata de Haydn y dos de Beethoven: la Opus 27 número 1 y la Claro de luna, transmitida desde una muy afectiva serenidad.

El arte de Watts es grande, pero además posee una rara cualidad bien difícil de explicar: es un arte simpático por vivo, limpio y renuente a lo patético como soporte de la expresividad emocional. Tiene algo -hoy más que ayer- que evoca el pianismo de Gleen Gould.

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