La adulteración del pasado artístico
LA COLORACIÓN, por medio de ordenadores, de las películas que se hicieron originalmente en blanco y negro ha sembrado la alarma en quienes tratan de conservar intacto un patrimonio cultural que, aun siendo reciente, tiene ya un carácter histórico: la idea de ver Casablanca en un color para el que no fue pensada nunca, superpuesto por personas que atienden sobre todo a su divulgación estrictamente comercial, estremece a cualquiera. Sin embargo, es sólo un paso más en una adulteración que se practica en todos los campos del arte: la técnica no se limita a configurar y enriquecer el futuro, sino que quiere alterar el pasado. Y todas las películas fueron creadas para el comercio.La alarma es antigua: empezó a cundir al mismo tiempo que aparecía la posibilidad de la multiplicación del objeto de arte. Walter Benjamín emitió ya sus dudas en su ensayo La obra de arte en la época de su reproducción técnica, escrito antes de la guerra (se suicidó en 1940): temía la pérdida de lo que llamaba el aura que debía acompañar al objeto de arte, aunque por otra parte estimaba sus valores de difusión hacia un espectador privado de él por su clase económica. Más tarde, cuando ya la reproducción era irreprimible, Adorno protestaba contra la maldita novedad de la conversión del arte en bien de consumo: "La coherencia totalitaria de la industria cultural que no deja nada fuera de sí, es idéntica a la ceguera total de la sociedad".
Hoy, sin embargo, es muy dificil negar el valor de la multiplicación del arte, y el aura es todo lo más una sobrecarga histórica y mítica que añade el contemplador del objeto único, apenas distinguible de su reproducción perfecta por vías de la técnica depurada. Lo que subyace en el fondo de toda esa cuestión es saber si la reproducción hasta el infinito como estímulo para la producción de la unidad original ha modificado la naturaleza del creador. Aun así, es dudoso, desde el punto de vista del arte social, sí hay mayor aura en una obra hecha por encargo de un mecenas o un monarca, y a sus gustos, que en la producida por lo que podríamos llamar encargo de las masas, aunque se introduzcan en ese encuentro los mediadores acostumbrados -productores, empresarios, agentes estatales-
La adulteración del pasado se viene produciendo de una manera que desborda estas previsiones. La coloración de una película inscrita en la historia no va más allá, por ahora, de lo que está sucediendo con otras obras del pasado. La grabación de una ópera de Wagner o de Verdi se puede hacer hoy de manera que la soprano esté en Milán (y retoque sus agudos en un estudio especializado en Londres), el tenor en Nueva York y la orquesta y los coros en Amsterdam; y las obras difíciles de Liszt se tocan al piano a una velocidad más asequible, en un tono más grave, de forma que la técnica colabore con el pianista al reproducirlas a mayor velocidad. No es sólo la dudosa aura lo que se pierde en todo esto, sino, quizá, la verdadera esencia de la creación. Pero ¿se pierde o se gana? ¿La falsificación técnica no logra mejores sonidos que los que se producen en una sala? ¿No alcanzan esas obras a un número infinitamente mayor de personas? ¿Hay un problema de elitismo, de minoría o de monopolio en los que defienden la pureza del momento? Son ternas que no cesan de debatirse y que abarcan todos los terrenos artísticos, y se plantean cuando llega el momento de la reproducción, como se planteó en la escultura cuando comenzaron a producirse los múltiples.
Claro que éstos son ejemplos óptimos, es decir, formas por las cuales la técnica de multiplicación mejora el original, y se supone que el lejano autor hubiera podido aprobarlos (Bach no llegó a conocer el piano moderno, sino apenas un embrión, ni Calderón las luces y las máquinas del teatro actual: no los hubieran, naturalmente, rechazado). Hay otras por las cuales se empeora, o nos parece que se empeora: un Velázquez o un Goya en una litografía barata para adornar una caja de dulces puede destrozar una idea del arte, o un cuadro de Picasso transportado al esmalte, o un drama de Shakespeare o de Calderón facilitado por cortes de escenas básicas o interpretado por aficionados, o el Quijote para niños... O cualquier edición abreviada.
No tenemos pruebas suficientes para condenar de antemano la coloración de las grandes películas de la historia del cine: habrá que verlas. Siempre que el original se conserve y sea asequible. Lo que más alarma es la declaración de principios con que los productores del sistema anuncian su innovación: se venden mejor para las televisiones las películas en color.
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