Los seriales
Las dinastías de Dallas y la cresta de los halcones tienen, al parecer, apasionadas audiencias en nuestro público televisivo.Las aventuras de tan distinguidas familias de granujas, con sus pleitos testamentarios, sus crímenes siniestros, sus abogados corruptos, sus falsedades, mentiras, cohechos, robos, locuras, accidentes y demás acompañamiento, gustan de modo notable a los espectadores celtíberos, según las estadísticas vigentes. El alcohol acompaña de modo perenne a los protagonistas de las series, que ingieren cantidades de scotch, de gin y de martini capaces sin duda de: obnubilar al más sólido de los petroleros tejanos.
El ángulo erótico tampoco tiene desperdicio. Los revolcones se suceden de forma ininterrumpida y acaban a menudo en la pecaminosa succión, castigada en Georgia con la Muerte en la hoguera. El calvinismo profundo de la elite, dinástica exige censurar de cintura para abajo la toma cinematográfica, por lo que los protagonistas hombres acaban sujetándose los jeans en el último segundo. Habíamos presenciado las estampidas caballistas de los filmes del Oeste en medio de nubes de tierra seca. Pero no sabíamos lo que era el polvo de Tejas o de California instantáneo, omnipresente, rápido, incestuoso, capaz de ridiculizar al marqués de Sade, con su pobre imaginación de hijo natural de otra dinastía sin dólares, la de los Gapetos de Francia. ¿Qué se persigue con esta insistente escenificación de una clase adinerada de delincuentes que se pasa la vida planificando homicidios y robos? Un sociólogo norteamericano sostiene que se trata precisamente de ofrecer un cuadro exagerado y distorsionado de los altos niveles de la sociedad monetarista de nuestro tiempo, con perspectivas tan siniestras que el resto de la comunidad norteamericana -la inmensa mayoría- acabe despreciando a ese reducido grupo de inventados millonarios, que en realidad son profundamente desgraciados en los asombrosos desenlaces previstos en el serial. ¿Sería cierta esa interpretación? Los personajes acartonados y rígidos que encarnan de modo absoluto los pecados capitales y las virtudes teologales, ¿serán, en realidad, caricaturas de cómic destinadas a producir en los telespectadores el efecto contrario?
El malo de película ejerce, desde su invención cinematográfica, una notable y conocida fascinación en el público, como es bien sabido. Yo he presenciado recientemente en la televisión de Francia un último episodio de estas series que terminaba con boda solemne en una iglesia y suntuoso banquete en un hotel. Había tarta gigante, pastor protestante, armónium amante, joyas rutilantes y concurrencia desbordante. En esto estábamos, cuando comienzan a entrar por puertas y ventanas unos hombres armados con casco y uniforme paracaidista y fusil ametrallador. En un instante segaban a la distinguida lista de invitados, que caían al suelo quedando amontonados y en posturas grotescas sus cadáveres. El foto-fija de la hecatombe daba paso a la enumeración de los actores y ayudantes, con lo que se daba fin al serial. La imagen siguiente era la de una bella locutora francesa de la TFI1, que anunciaba al público, para el otoño próximo, otro serial del mismo título, "ya que los principales personajes", dijo, "han salido milagrosamente indemnes de esta matanza". Respiré satisfecho al saber que la primera mujer de Reagan y su distinguida parentela no se encontraban entre los muertos, en el. desescombro de la boda. Me propongo contemplar en octubre los avatares de tan acaudalado y ensangrentado linaje.
Por cierto, yo desconocía la importancia financiera de los vinateros de California, que, según los halcones de Cresta, asciende en su viñedo a 50 millones de dólares anuales de beneficio.
¡Pobres criadores de nuestra exquisita Rioja y de nuestras fecundas cavas del Ampurdán! Esos son beneficios y no los modestos balances de los soberbios caldos nacionales. Yo no conocía, ni había degustado, los vinos espumosos de California, que, según tradición, proceden de las parras que plantó Fray Junípero Serra en los bellísimos huertos de las misiones españolas del Pacífico. Pero en mi última visita a Los Ángeles me recomendaron un restaurante de varias estrellas, y fuimos a probarlo con un grupo de amigos. La carta era extensa y prometedora, y mientras dudábamos en la selección de los platos, leí un anuncio que se insertaba al final del largo menú. Decía así: "Acompañe los platos de su gusto con un vino californiano espumoso, único en el mundo. Desconfíe de las imitaciones francesas".
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