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Lain y el humanismo

La publicación de un último libro, Ciencia, técnica y medicina, que coincidió con otros dos más, Teatro del mundo y, En este país, me lleva a hablar, a decir algo, sobre el humanismo de Pedro Laín Entralgo. Sobre la actitud humanística que su obra, y su persona, simbolizan.Ya sé, sí, ya sé que la palabra humanismo es una palabra confusa y desdeñable. Confusa, porque todo el mundo habla de humanismo, pero nadie, o casi nadie, atina a definirlo con rigor. Desdeñable, porque se ha convertido en el santo y seña de cualquier superficialidad y de cualquier demagogia. Es, pues, una palabra encubridora. Y esto es lo peor de la cultura de nuestro tiempo, su oculta polilla: la tercería a la que se someten palabras y realidades ilustres para justificar lo injustificable, para justificar las tiranías, para justificar el crimen, para refrendar el sectarismo, la miopía intelectual o, simplemente, la estupidez.

Por ese, conviene rescatar la vigencia real del humanismo. Desde las herencias griega y romana, desde el cristianismo, va abriéndose paso una idea luminosa y fecunda: la de la condición humana, sin duda con todo lo que ella supone de complejidad, de problematicidad y de afanes nunca del todo cumplidos. La condición humana consiste en la libertad y la dignidad. Y el humanismo no es, ni más ni menos, que el supuesto para el cumplimiento de la condición humana en su realidad plenaria. Un supuesto siempre en marcha.

Hasta aquí, la herencia. Y hasta aquí, el proyecto. Con todos los condicionantes históricos que se quiera. Con todos los contenidos culturales que se nos antojen. Mas ésa es la base y ése el punto de arranque. ¿Qué ha pasado con toda esta riqueza, ahora poco menos que menospreciada, poco menos que olvidada? Sería largo de explicar, y de desmenuzar, todo este proceso.

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Baste con lo siguiente. La crisis de la existencia europea fue claramente denunciada, claramente analizada y explicada por Husserl en un libro -La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental- que hoy, a la vista de todo lo que está sucediendo, alcanza tintes proféticos y, en verdad, trágicos. Conviene leerlo como un relato apasionante y como un alegato lúcido de los males que nos agobian. Libro de obligada meditación para todo el que sienta en su inteligencia y en su corazón el drama de la Europa que nos tocó vivir. Con la que nos tocó convivir: la de la alienación frente al sentido racional de la vida, la de la hostilidad hacia el espíritu, la de la caída en la barbarie. Contra todo esto, Husserl preconizaba la regeneración de Europa mediante la superación del naturalismo por "el heroísmo de la razón". Pues el gran peligro de Europa, su escondido cáncer, radica en la fatiga ("Europas grösste Gefahr ist die Müdigkeit).

Las naciones están enfermas. Quizá porque en los momentos en que Husserl escribía estas cosas ya él mismo, mortalmente enfermo, veía con máxima y acuciante claridad lo que se avecinaba. Y así se lo comunica, el 10 de julio de 1935, en una carta, en una patética carta, a Ingarden. No voy a entrar aquí en la disección que el Mósofo llevó a cabo sobre la crisis de las ciencias, que, para él, caminaba a la par con la crisis de la humanidad europea. De las cenizas de la gran fatiga -escribe- tiene que surgir el fénix de un nuevo fervor vital, de una nueva espiritualización. Que será la prenda del futuro del hombre. "Pues el espíritu", subraya el filósofo, "y sólo el espíritu es imperecedero".

Pero el hecho es ése, el hecho ahí está, ahí sigue: Europa, dimisioanria en tantas cosas, da inequívocas muestras de cansancio. Esta fatiga engendra, a su vez, y entre otras muchas negatividades, la excesiva de intentar borrar lo que penosamente, y gloriosamente, el pensamiento en nuestros días va alcanzando. Nos asustan ciertos progresos técnicos -y ello con sobrada razón-. Pero, al tiempo, esa alarma nos conduce a rebajar todo lo que nos pone al alcance de la mano para nuestra comodidad, para nuestra liberación de ciertas ataduras que antes parecían inevitables, para soslayar determinadas miserias, para facilitar considerables deseos antes jamás alcanzados.

La técnica también es hija del humanismo. Y también lo reafirma. Acontece, sin embargo, que una mirada superficial no acaba de calar en su entraña, quiero decir, en la entraña de lo que la técnica es y de sus innegables ventajas. Pues bien, en Ciencia, técnica y medicina se nos muestra Laín como su claro y enérgico defensor. En el ensayo Respuesta a la técnica se defiende la aceptación de la misma "con todos, los riesgos que conlleva". Como siempre, el texto lainiano va montado sobre un armazón doctrinal de primera mano, en el que no faltan, no podían faltar, los nombres de quienes básicarnente indagan en el problema. Y, asimismo, la sustancial descripción histórica de lo que originó el esfuerzo técnico, y de aquello que, en nuestros días, lo sostiene y le confiere legitimidad. En consecuencia, se pasa al recuento de las virtudes que la técnica puede y debe favorecer, esto es, para meditar en torno a la consistencia de las cosas, para valorar la vida y la historia desde inédita perspectiva, e incluso "para combatir y eliminar, mediante recursos a un tiempo técnicos; y éticos, las secuelas nocivas que la tecnificación de la vida pueda traer consigo. En suma, para hacer la vida, la filosofía y el arte que desde dentro de sí misma vaya pi-

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Laín y el humanismo

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diendo la altura de los tiempos".

Pero la altura de los tiempos lo que está pidiendo es el reencuentro con el humanismo. El redescubrimiento de la herencia. Somos ricos y nos mostramos menesterosos. Disponemos de grandes positividades y nos empeñamos en negarlas. (Una de las raíces del nihilismo contemporáneo.) Mas si toda herencia es negada, u olvidada, es que Europa se olvida y se niega a sí misma. Recobrar a Europa supone acabar con el nihilismo de Occidente. Arruinar una barrera y pasar a otra cosa. Dejar paso a otra cosa. ¿Y cuáles, por ventura, esa otra cosa?

Esa otra cosa es lo que Laín señala con nitidez: aquello que la técnica pueda producir de dañino, o de estéril -estéril para la raíz misma de la criatura humana-, habrá de combatirse en dos formas: con la técnica misma y con el imperativo moral. Me parece que estamos asistiendo, quizá sin percatarnos bien de ello, a un resurgir de las sustantividades éticas porque empezamos a darnos cuenta, que son ellas, y nada más que ellas, las que poseen energía ordenadora suficiente para aliviar el empuje indiscriminado de lo estrictamente instrumental. Y en este certero diagnóstico coincide Laín con algunas de las mentes más vigilantes de nuestro tiempo. Un tiempo en el que Europa, antes inhibida, comienza a desperezarse y a anunciar el final de su penoso letargo. Un gran físico actual, y al tiempo agudo meditador, Carl Friedrich von Weizsäcker, acaba de entregarnos un libro misceláneo -La paz amenazada sería su título en castellano-, en el que, a propósito del terrorífico problema de la bomba atómica, admite que su único freno posible está en el pensamiento moral. Frente al indudable y atroz peligro advierte el autor alemán que no es posible argumentar emocionalmente. No es lícito afirmar que porque la amenaza atómica nos oscurezca el horizonte, la técnica y la ciencia de la cual ha salido sean sospechosas de furia destructiva. No. La pregunta no es, por ende, sobre la bondad o la maldad de la técnica. La pregunta, afirma el gran físico, la pregunta correcta debe sonar así: ¿Qué es lo que debemos querer cuando disponemos de la técnica? Mas al formular esta pregunta estamos ya, de lleno, en el territorio de los valores morales, en el ámbito del deber. Y en esto la coincidencia entre Von Wiezsäcker y Laín es total. Y ello, a su vez, ya hace que ambas actitudes trasciendan de lo personal para ganar significación trascendente. Y, con ella, el marchamo de un síntoma revelador. De algo que está ahí, en los umbrales de la conciencia europea, pugnando por salir a la luz y por cobrar perfiles decisivos entre la gente, entre el uomo cualunque que es, en definitiva, el valedor de las actitudes morales y el certificador de su eficacia.

Pero, con todo, el problema no se agota así. No basta con remitir al horizonte ético para que, de repente, todo quede resuelto. Porque lo que de veras interesa es que dentro de ese horizonte se dibujen determinadas líneas de fuerza con efectividad segura. Intento decir con esto que la moral, si no es operativa no es nada. ¿Dónde buscarla? Von Weizsäcker, en un famoso trabajo con el que saludaba la Degada del Papa a Alemania en 1980, leído en una iglesia católica de Colonia (Von Weizsäcker es protestante), pedía ayuda al Pontífice. ¿Qué ayuda? Todo científico busca, en esencia, la verdad. Pero la busca a través del análisis causal. Ésta es la tradición positiva. El Papa está inmerso en otra tradición, conserva una tradición distinta en esa persecución y afirmación de la verdad. Las dos conforman, juntas, la forma actual y necesaria de la razón. Separadas, ambas zozobran (scheitern). ¿Cómo reunirlas? ¿Cómo conseguir que graviten, primero sobre al ánimo de los sabios y, después, sobre el alma del hombre de la calle? He aquí, ahora, el problema. La cuestión. Cuestión nada baladí, porque de ella, y no de la técnica sin más, depende nuestra seguridad material, nuestra tranquilidad, nuestra fe en la ciencia y en la técnica, y con ella, la paz de nuestro espíritu.

Cuando una mente tan alerta como la del investigador alemán formuló esos reparos, los concluyó pidiendo al Sumo Pontífice algo que el propio demandante calificó de ruego sorprendente, a saber: "¡Ayudadnos a pensar!". Así, sin más requilorios ni más disquisiciones. ¡Ayudadnos a pensar!

Y a esto es a lo que yo deseaba llegar. El ensayo de Laín se inserta en ese p edido y lo refuerza. Todo consiste, pues, en pensar. En pensar rectamente, rigurosamente, de forma que la razón, lo que es la razón, no excluya el vector tradicional que, a su vez, constituye una parcela importante y distinta de ese logos soberano. El humanismo de Laín ayuda a pensar. Y porque es ayuda, porque se ejerce sobre el territorio del pensamiento y porque incluye en su perímetro las herencias ilustres -Grecia, Roma, el cristianismo- está vivo.

Está en la línea de la esperanza (otra cuestión muy lainiana). Está en la línea del olvido de la fatiga. Está, en suma, en la husserliana línea del heroísmo de la razón.

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