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Cambiar la política

En la pleamar de declaraciones que ha seguido inexorablemente a la bajamar del voto hay más de retórica autoexculpatoria quede auténtica reflexión, aunque unos y otros se acojan al prestigio de esta palabra para cubrir vergüenzas. Pese a todo, el que ha perdido tiene una clave de orientación en su propia derrota, al igual que la enfermedad, cogida a tiempo, puede convertirse en tina, guía de salud. Pero ¿cómo se orienta al que ha ganado? ¿No se sentirá tentado al mero continuismo político, puesto que tan bien le ha ido en la fiesta y todos su programas y tareas han sido ratificados mayoritariamente? La lógica de esta argumentación parece inapelable. ¿Qué otra cosa, puede hacer el que ha vencido sino mantenerse en la misma dirección? Pero la victoria ofusca, según una vieja creencia popular, y suele ser mala consejera porque contribuye, entre otras cosas, a la inercia de los planteamiento s que han resultado vencedores, quizá porque no haya habido otros mejores en el juego. Los espejismos del poder son los más difíciles de exorcizar; cuentan a su favor con que todo el mundo los aplaude y da por buenos, escamoteando con ello la posibilidad de remediarlos. Como en la fábula del rey que iba desnudo, nadie se atreve a denunciarlos por temor a ser tomado por insensato; y, sin embargo, el rey iba desnudo, y todo aquello del vestido que se tornaba invisible a los ojos del mal nacido era sólo una argucia para mantener la farsa. A fin de cuentas, eso que se llama reflexión tal vez consista en declarar la verdad visible y patente frente a invisibles y carismáticas excelencias.A mi modesto entender, la verdad pura y simple es que en las pasadas elecciones generales todos los partidos han salido perdiendo, y la democracia con ello, porque ha habido más desencanto y abstención que otras veces. Es innegable que un cierto aire de fatalidad ha cruzado la escena. Durante cuatro años el Gobierno ha venido declarando que no había otra, política posible, y, claro está, el poder acaba verificando sus propias hipótesis y haciendo valer sus aseveraciones. ¡Para eso es poder!, dirá el más recalcitrante. Intentar lo contrario era una cuestión de utopía, y ya se sabe lo desarmada que suele andar esta dama, sobre todo cuando se la. hace aparecer como el pariente iluso de la reacción. Si se compara junio de 1986 con el entusiasmo de las elecciones de octubre de 1982, que dieron el triunfo -su primer triunfo, que es el que hace historia- al PSOE, es como si un viento helado hubiera invadido el escenario y petrificado todos los gestos y actitudes. Quizá por eso los protagonistas de las pasadas elecciones parecían. la mueca de sí mismos. "No hay alternativa al PSOE". "Estamos en el buen camino". En esto consiste el aire de fatalidad, porque se deja de decir que cualquier otro camino se ha hecho prácticamente intransitable. Pero ¿cómo un buen camino pude acogerse con tanta frialdad e indiferencia, mal disimuladas por la atención a los Mundiales de fútbol, que los mismos ganadores se habían procurado como aliados de su victoria? El recurso a la normalidad democrática resulta un pobre expediente del que se hace bien en desconfiar. Si la democracia aún se encuentra en fase de consolidación, requiere de una mayor movilización ciudadana; y si está establecida, como se suele creer genuinamente, debiera ser más lúcido el balance de la reflexión.

¿En qué consiste tanta mudanza? El PSOE de 1982 acertó con un planteamiento en el que se conjugaba la doble clave de la política progresista de este país: de un lado, el regeneracionismo a lo Costa, sobre la base de un programa de modernización de las estructuras productivas y culturales del país, incluida la función administrativa; del otro, la moralización, el fortalecimiento de la virtud civil y el estímulo de energías creadoras, al estilo del mejor 98, con la institución de nuevos modos de comportamiento en la vida pública. La disociación de estos radicales conduce, como ya se sabe, a la realpolitik o al idealismo utópico, el eterno dilema del progresismo español. Lo más sorprendente del PSOE de 1986 no es que haya recortado las promesas maximalistas y bienintencionadas de otro tiempo, sino que no haya insistido en el segundo radical de la moralización de la política, el único que puede suscitar entusiasmos y esperanzas. Se diría que todo el lenguaje de la moralización ha desaparecido por ensalmo. ¿Reconocimiento del peso de las circunstancias? ¿Mala conciencia? ¿Desideologización? ¿Atenimiento a la dura ley de la realidad? Creo que habría respuestas para todos los gustos. Yo aventuro una, la menos perversa que se me ocurre: la moralización de la vida pública ha dejado de interesar a los gobernantes, ocupados como están en faenas de mayor urgencia y rentabilidad inmediata, pero sigue interesando en primera instancia al resto del país. Y en la misma medida el país comienza a desconfiar de la política, viéndola tan sólo como un oficio, para muchos malo, y para algunos tan irredento como irremediable. En definitiva, el pueblo entendió en 1982 que no se trataba sólo de cambiar de política, sino de cambiar la política; esto es, el sistema de actitudes ante la cosa pública por la misma mutación de las actitudes de los políticos en la cosa pública. A la altura de 1986 cabe preguntarse: ¿ha sido la política más imaginativa, compartida y transparente que antes? Decididamente, no. Podría argüirse que las democracias aburren, al igual que las dictaduras matan. Pero también hay un modo de matar con el aburrimiento, o mejor, de morirse de él, como dice gráficamente nuestro pueblo. Y una democracia constituyente y con un programa de cambio debiera haber sido cualquier otra cosa menos aburrida.

Cuando hablo de cambiar la política no me refiero a grandes cosas, sino a una suma de pequeños actos que acaben definiendo otro estilo y talante: más comunicación y diálogo, más información y transparencia, más proximidad, más participación. En un país donde el poder ha estado sacralizado durante siglos, no le vendría mal una. cura de modestia y sencillez. Todo lo contrario de la altivez y la gravedad de la razón de Estado, que mal disimula las más de las veces la rigidez del propie, juicio o la impotencia para hacerlo comprender.

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A decir verdad, hay muchos ciudadanos que no inculpan al PSOE por lo que ha hecho, sino por cómo lo ha hecho. Mal que bien, y a mi juicio más bien que mal, ha llevado a cabo un programa de saneamiento y modernización del país que tenía que contar con muchas incomprensiones y resistencias. Pero entonces ¿por qué no aunar voluntades y concitar esfuerzos en esta empresa?, ¿por qué el recurso al despotismo ilustrado, que en algunas ocasiones ha resultado no tener lustre ni ilustración? Creo que se ha perdido una ocasión histórica, porque nunca una política progresista volverá a tener tanto crédito. Mientras tanto el poder legislativo ha llegado a ser más átono y. dócil que nunca, con una mayoría que le hubiera permitido un profundización democrática de los usos parlamentarios. El Ejecutivo se ha vuelto más solitario y prepotente en su afán de concentrar todo el protagonismo. El poder judicial ha estado en entredicho por culpa de malentendidos y sospechas; y el poder intelectual más desorientado que nunca ante la doble lealtad a un Gobierno de izquierdas y a la convicción personal. La Administración, en fin, tal vez se haya disciplinado, pero se ha vuelto también más burocratizada y formalista, más impermeable, en suma, a la vida social. Y con ello la política oficial se ha hecho más vieja, porque le falta el apoyo y el entusiasmo de las jóvenes generaciones. El país que ha participado en las elecciones de 1986 se ha sentido más prestigiado en el extranjero y más reconocido en su democracia, pero más indiferente y desilusionado que nunca. Ha votado siguiendo la regla del mal menor y aquello de que más vale lo malo conocido. Buscando también la estabilidad de la situación política y alargando su crédito para no tener de nuevo que apostar. Pero sería insensato desperdiciar otra vez esta confianza, porque acaso sea el último plazo antes del desinterés o de la desesperación.

Decía el viejo Hegel que no puede haber revolución sin reforma, porque las más de sus conquistas acaban invírtiéndose en su sentido si no les asiste la voluntad moral del hombre nuevo. Se podría añadir que no hay cambio radical de la política sin cambiar la política misma, haciéndola más auténtica, próxima e interesante. Comprendo que la tarea de morafizar este país o ponerlo en plena forma, como decía Ortega, sobrepasa a la política. Por eso he cambiado mi escaño de diputado por el más modesto pero eficaz papel de profesor universitario. Pero al menos habría que pedirle a la política que autentificara sus gestos y hábitos, infundiéndoles verismo y honestidad. Ésta es mi reflexión de hoy, tras la bajamar del voto, en la que todos hemos salido perdiendo. ¿Por qué ha de estar divorciada la ilusión de la política? ¿No equivale esto a condenarla de antemano? Con un adarme de utopía sigo creyendo que sólo merece la pena una política capaz de ilusionar a la gente, pero de ilusionarla con verdad, para que no sea más grande el descalabro.

es catedrático de Filosofía en la universidad de Granada.

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