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Carta abierta a Alfonso Sastre

Amigo Alfonso Sastre: Aunque sólo he tenido gusto de saludarte personalmente una vez en mi vida, gracias a los buenos oficios de nuestro común amigo José Luis Escohotado, soy asiduo lector tuyo desde los viejos tiempos, de Escuadra hacia la muerte. En los últimos años, leyéndote en este periódico, me deparaste la oportunidad de compartir en alguna ocasión tus puntos de vista acerca de las vicisitudes de nuestro país a lo largo de la llamada transición democrática, y cuando no ha ocurrido así, creo poder decir al menos que me esforcé: por comprenderlos y los respeté siempre. Como en que todo ello me autorice a discrepar, sin acritud pero con firmeza, de la forma y el fondo de tus recientes reflexiones a propósito del libro Literatura fascista española, de Julio Rodríguez Puértolas, también amigo común.Para no extenderme en otras consideraciones, me limitaré a concentrar mi discrepancia en el párrafo en que amenazas con contar el calvario que tuvimos que sufrir para que José Luis Aranguren firmara la segunda carta a Fraga sobre las torturas en Asturias y lo que nos costó que suscribiese la primera".

¿A santo de qué viene semejante evocación? La manera como conjugas el perdón y el olvido me es familiar. Se trata de la fórmula perdonar, pero no olvidar que mi familia, familia de derechas, aplicaba a los rojos. Por lo que veo, una cierta izquierda la aplica ahora a los fascistas. La verdad es que no hemos progresado mucho.

Pero vayamos con el asunto. Aunque yo no pasaba por aquellas fechas de ser un estudiantillo, recuerdo no sólo haber suscrito dichas cartas, sino también haber contribuido a recoger diversas otras firmas al efecto. Lo que es más, recuerdo haberlo hecho, supongo que al igual que tú, con el mismo aire desdeñoso con que todos los instalados en la seguridad del inminente triunfo de la revolución acostumbrábamos a perdonar la vida a los intelectuales pequeño burgueses cuyas firmas recabábamos. Lo único que importaba era que firmasen, estuviesen o no de acuerdo con el estilo o el contenido de lo firmado. Pues, aun si inspiradas por las más nobles motivaciones, nuestras recogidas de firmas se regían, reconozcámoslo, por la implacable lógica de la instrumentalización de los firmantes.

La práctica de la instrumentalización estaba lejos de recaer con exclusividad sobre los representantes más o menos eximios de nuestra vida intelectual, pues ni siquiera retrocedería ante los muertos. A pesar del tiempo transcurrido, todavía me espeluzna el comentario de uno de los organizadores de un homenaje a Ortega en el que participé con motivo de su entierro: "Ya era hora de que el viejo sirviera para algo". Tu propio texto nos brinda un buen ejemplo de lo que digo cuando cuentas en él tu encuentro con Torrente Ballester, a quien la firma del tantas veces citado documento sobre Asturias acababa de hacer perder su empleo oficial. El hombre, con unos cuantos años más que tú y una familia numerosa que atender, debía vivir a salto de mata. Pues, desde luego, no hay que pensar que los intelectuales del régimen constituyesen una excepción en el generalizado mal trato que el franquismo dispensaba a los intelectuales. "Me han dejado en la calle", te dijo Torrente; a lo que ni siquiera te dignaste responder con un cortés "lo siento", sino preferiste echar mano de un jacarandoso "bien venido". ¿Qué podían importarte, o importarnos, las tribulaciones personales de un enemigo de clase cuando lo que se hallaba en juego era la causa del proletariado?

Volviendo al caso de Aranguren, permíteme que dude de que los acontecimientos discurrieran como dices. Pero, pasando por alto la dudosa verosimilitud del relato que insinúas, se me ocurre que cualquiera tiene derecho a pensárselo dos veces antes de dejarse instrumentalizar. Por lo que alcanzo a recordar, la prosa del documento de marras quizá no fuera un modelo de lo que en plena dictadura cabía entender por prudencia política. Y, dada la situación, los hechos denunciados en el mismo difícilmente podían ser sin más tomados por hechos probados. Por último, imagino que la credibilidad de quienes por aquel entonces solicitábamos una firma también debía dejar lo suyo que desear. Yo me negué a firmar en una ocasión un documento contra la persecución de un escritor en la Cuba de Castro -documento con el que estaba de acuerdo en líneas generales- porque albergaba la sospecha, y así se lo hice

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Carta abierta a Alfonso Sastre

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saber al interesado, de que el solicitante de mi firma era un agente de la CIA. Y aun cuando me irritara profundamente, tuve también más de una vez que hacerme cargo de que el importunado por una análoga solicitud mía no viese en mí sino a un agente de Moscú. Nunca hice aspavientos por tal. causa, y me parecería completamente fuera de lugar hacerlos ahora desde una petulante e improcedente posición de excombatiente.

Tienes razón, Alfonso Sastre, cuando adviertes que la memoria puede ser infernal. Pero me reconocerás que cabe hacer de ella un uso algo más noble que el consistente en convertirla en un archivo de mezquindades. Por ejemplo, poniéndola al servicio de la narración de toda la historia. Cuando Aranguren creyó llegado el momento de jugarse su cátedra en la universidad de Madrid no necesitó que nadie fuera a solicitárselo. Y su comportamiento, del que me tocó ser testigo cercano, fue sencillamente ejemplar. La cosa es, de hecho, tan sencilla que no admite más vueltas, ni de hoja ni de tortilla. Sólo un punto final.

Pero antes de ponerlo querría añadir que he escrito estas líneas desde un pasado ideológico bastante más próximo al tuyo que al de cualquiera de los intelectuales a los que vapuleas en tu artículo. Aunque, ahora que lo pienso, quizá tampoco mi pasado se halle enteramente libre de veleidades fascistas. Hojeando no hace mucho un álbum de fotos de una anciana tía mía descubrí con estupor unas cuantas en que aparezco vestido de flecha falangista y saludando a la romana (también un par de ellas con uniforme de pelayo o requeté, lo que probablemente explica que uno ande a estas alturas votando a Izquierda Unida). Tendría por esos años cuatro o cinco, y no parece que haya rastro de fatografías similares con posterioridad. De modo que calculo que mi ruptura con el fascismo se remonta a esa edad.

No sé si la considerarás suficiente para exonerarme de toda culpa. Pero, por si abrigaras alguna duda a ese respecto, no tengo inconveniente en enviarte la colección de fotos en previsión de que merezcan el honor de ser incorporadas a tu archivo. En caso contrario, y agradeciéndote de antemano la exculpación, no lo tengo tampoco en enviarte un cordial saludo como expresión de la estima que, pese a nuestras discrepancias, continúa mereciéndome la figura de Alfonso Sastre.

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