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El final de la utopía

En 1967, y en la Universidad Libre de Berlín, Herbert Marcuse pronunció una célebre conferencia intitulada El final de la utopía. En dicha conferencia Marcuse revelaba lo que, en sus propias palabras, no era :sino una perogrullada: que el sueño utópico de una sociedad libre y liberada era ya una "posibilidad real". El francfortiano, en suma, anunciaba el final (la realización) de la utopía.Hoy, 20 años después, la historia está demostrando de forma palmaria el carácter falaz y/o utópico de la revelación marcusiana. Y es que, en. nuestros días, la utopía está llegando a su final, pero no porque esté presta a realizarse como creía el profesor Marcuse, sino por todo lo contrario: porque se está desvaneciendo. Sacando a colación una gráfica expresión ya utilizada, la utopía está llegando a su final porque, ni más ni menos, "se ha hecho pedazos" (Paramio).

Las razones de este final (ocaso, si se prefiere) son varias. De entre las mismas conviene destacar, algunas que son, a la postre, las que juegan el papel determinante en este singular proceso utópico-crepuscular que estamos viviendo. En síntesis, la utopía ha quebrado porque han entrado en crisis los supuestos que, a modo de axiomas, la sustentaban. El primer supuesto entrado en crisis es el de la autoidentidad humana o la sociedad reconcillada. Según este supuesto -heredado de la Ilustración- es posible construir conscientemente un orden social no escindido y sin conflictos en el que poder realizar la identidad de lo público y lo privado, del Estado y la sociedad civil, del desarrollo individual y del colectivo, etcétera. Pero hoy ni siquiera es necesario pedir ayuda a la psicología, biología o etología (Freud, Morris, Lorentz, etcétera) para constatar el carácter mítico del postulado antropológico de la autoidentidad humana. La naturaleza humana, en fin, es bastante menos idílica y seráfica de lo que los ilustrados pensaban, y la conflictividad permanente es uno de los rasgos que mejor caracterizan a dicha naturaleza humana. Y la sociedad, en consecuencia, sólo ha podido reconciliarse artificialmente por medio de la coacción y el despotismo. Corroborar lo dicho no es difícil: basta con echar una ojeada a las revoluciones que en el mundo han sido.

El segundo supuesto entrado en crisis es el de la confianza en las transformaciones institucionales, violentas o pacíficas, como vía de resolución de los problemas sociales, económicos y políticos. La realidad es muy otra, ya que el balance histórico de los partidos de izquierda (los que tienen la misión de vehicular estas transformaciones) es sustancialmente negativo al haber conseguido escasas transformaciones que modifiquen realmente las relaciones de poder, las relaciones de producción, las relaciones ideológicas dominantes, etcétera. En fin, la fe en el desarrollo científico y en la expansión económica como fuentes de bienestar creciente y generalizado es el tercer supuesto entrado en crisis. En efecto, mientras la expansión económica está llegando ya a sus límites objetivos, el desarrollo científico está generando una tecnología (de la informática a la genética) susceptible de ser usada como un nuevo, sutil, versátil y sofisticado instrumento de dominación y control.

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Ahora bien, la utopía está llegando a su final no sólo como consecuencia de la crisis de los supuestos sobre los que debería construirse, sino también por mor de tres ausencias de trascendental importancia: la ausencia de un modelo en el que inspirarse (pues las utopías ya realizadas o en vías de realización -URSS, Cuba e incluso Nicaragua- están dando suficientes pruebas de que, en mayor o menor grado, son paradigmas de lo que no hay que hacer); la ausencia de un sujeto capaz de protagonizar el proceso de realización de la utopía (pues el sujeto tradicional -la clase trabajadora- está, como dijera Engels, "perfectamente aburguesada por la prosperity capitalista"), y, paradójicamente, la ausencia de un proyecto utópico en los colectivos que pretenden construir la utopía (pues unos y otros -izquierda oficial y nuevos movimientos sociales- se mueven entre la gestión de lo existente y el más puro y duro negativismo, que excluye de facto la referencia utópica).

Sin base objetiva sobre la que. tomar cuerpo y sin condiciones subjetivas que la favorezcan, la utopía ha entrado en fase crepuscular. La cuestión que inmediata e ineludiblemente se nos plantea es la siguiente: ¿es buena o mala esta ausencia de utopía? Contrariamente a lo que suele. afirmarse, vivir sin referente utópico (esto es, en una sociedad autópica) es algo saludable y necesario. Y ello es así por dos razones fundamentales: porque la utopía exige el sacrificio del presente en favor de un ilusorio e hipotético supermundo futuro, y porque la utopía no esconde otra cosa que una concepción míticomágica del desarrollo histórico en la que el absoluto religioso de un más allá ultraterreno ha sido sustituido (secularizado) por la fe (en el sentido religioso del término) en una sociedad paradisiaca situada más allá de la presente. ¿Cómo negar el carácter necesario y saludable de una consciencia autópica que permite esquivar la mistificación y la ilusión mágico-religiosa inherente a toda utopía? Ahora bien, el hecho de tomar partido por una consciencia y una sociedad autópicas no implica la rentincia a un proyecto de transformación del mundo, aunque sea modesto y no prometa acomodarnos en el panglossiano mejor de los mundos que, frívolamente, puede profetizar cualquier utopía carente de todo fundamento.

Herbert Marcuse solía ilustrar el mundo utópico que -según él- nos aguardaba con estos célebres versos de Baudelaire: "La tout n'est qu'ordre et beauté, / luxe, calme, et volupté". Hoy, esperar un mundo more Marcuse es lo más parecido a una enseñación fantástica. Y ni los sueños ni las fantasías (esto es, las utopías) sirven para orientarnos en el laberinto en el que estarnos instalados. El final de la utopía, a fin de cuentas, tiene una virtud incuestionable: nos baja del cielo a la tierra.

Miguel Porta Perales es licenciado en Filosofía.

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