¿Vuelven los 'hippies'?
Creo que conocí al primer hippy. Fue Peter Orlovsky, antiguo amante del poeta Allen Ginsberg, poeta él mismo, que venía de la India y me traía un mensaje de Ginsberg, que lamentaba no haber estado en La Habana cuando varios escritores beatniks se reunieron allí en el verano de 1961, en la casa de Virgilio Piñera. Ginsberg era el guru de los beatniks, pero Orlovsky había. decidido tener su guru-guru y se fue a la India por un año o dos. Nos reunimos en Londres ese otoño de 1,963 Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, entonces agregado cultural cubano en Inglalerra, y Miriam Gómez. Nos citamos con Orlavsky, turistas nuevos, frente al palacio de Rackingham, una mañana de noviembre, y caminamos por todo el Mall de árboles pelados hasta el Strand. Planeábamos ir a almorzar al pub del doctor Johnson y su alater Boswell, pero ya era tarde y todos teníamos mucho frío, mucha hambre y poco dinero. Fuimos a un restaurante de Trafalgar Square que tenía un aspecto barato y, como luego supimos, comida mala y cara, pero típicamente inglesa.Ordenamos todos, menos Orlovsky, que explicó que no tenía un penique y de hecho había venido desde la India haciendo auto-stop. (¿Cruzaría el canal a nado?) Decidimos invitarlo al unísono. Se negó. Si no tenía dinero, tampoco debía aceptarlo de otros por muy amigos que fueran. Se negó de plano. Nos sorprendió, no era consecuente con el aspecto de Orlovsky. Tenía el pelo rubio sucio, muy largo, atado en la espalda a una trenza también rubia, también sucia. Llevaba la barba rubia sucia y larga y vestía una especie de sari sucio. Orlovsky, el poeta Orlovsky, olía. Comimos el hambre superó la cara comida con su olor que apenas dispersaban los aromas corporales de Orlovsky. Había pollo, creo (en el menú: cassoulet of chicken), que devoramos. Cuando terminamos, Orlovsky, el poeta beatnik, preguntó: "¿A ustedes no les importa?". ¡Y comenzó a comerse las sobras! Lo hizo metódicamente, plato por plato, sin dejar un hueso por roer. El embarazo de todos fue tal que ni siquiera pedimos postres, mientras Orlovsky lamía la vajilla, los tenedores y los cuchillos. Hubiera lamido hasta los palillos de dientes, de haberlos. Sin saberlo, habíamos almorzado con el primer hippy.
Luego, en estos años sesenta terribles y mágico-místicos, los hippies invadieron todo Estados Unidos, toda Inglaterra, todo el mundo occidental; pero Moscú no lloró por el último hippy, que vive amargado en Gorky. Trajeron consigo el pelo largo, la barba y las drogas -y los santos olores-. La inocente marihuana que fumaban, solían decir, porque era vegetal, y luego el LSD que tomaban porque era, supongo, de cierta manera, mineral, eran experiencias religiosas. No comían carne, y a veces se hacían vegetarianos veganos, es decir, totales. Los hippies eran, a su manera, totalitarios: nada de productos químicos, nada de vida cómoda, nada de barlos. Londres, por esa época, respiraba aromas de hippy del Támesis a Notting Hill, de Hamínersinith a Hampstead y, por supuesto, todo Kensington olía a hippy rnuerto. En cuanto a Chelsea, Chelsea humeaba como un hippy y los Reatles cantaban al héroe hippy que vivía en campos de fresa eternos. Todo el mundo quería entonces parecer hippy, y algunos lo conseguían. Los cómicos, de Peter Sellers a Sammy Davis; los actores, de Dustin Hoffman a John Drew Barrymore, eran hippies o seudohippies o pirotohippies. Hasta Mia Farrow, que todavía cabalga sobre las eiras de celuloide del cine, era o parecía hippy de las caderas a la cabeza, y el mismo cine se hizo un hippy-dromo.
El final comenzó con el fin de la década. Un día, un famoso productor de cine cuyo nombre no puede pronunciarse (es de origen polaco), de pelo largo y sandalias, me convidó a cenar a su lujoso apartamento de Hyde Park. Desde las grandes ventanas se veían campos de césped por siempre. (No se debe decir yerba porque esa era la marca registrada de la marihuana entonces.) El productor, vistiendo una bata india de seda, me invitó a su enorme cocina (no sabía que existieran tantos peroles de cobre), aparentemente para que yo fuera testigo de su destreza en cortar una cebolla sin llorar. (Se trataba, evidentemente, de un duro.) A cada momento, el productor doblado en chef insistía en la calidad de sus vegetales (era una comida vegetariana), la abundancia de hierbas aromáticas y la pureza del agua mineral traída en burro desde Escocia. Cuando todo estuvo, como diría Rider Haggard, en el gran caldero, se volvió hacia mí triunfante y fue entonces que vi que llevaba como adorno, colgando del cue-
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¿Vuelven los hippies'?
Viene de la página 11llo, una diminuta cuchara que creí que era para la sal o tal vez un símbolo del gourmet, como los cuchillos y los tenedores de la Guía Michelin. Pero el productor había dicho, lo oí claro: "Nada de ingredientes minerales". De pronto, de algún lugar de su cocina vegetariana sacó un frasco, introdujo la cucharilla en su boca ancha y se la llevó rápido a la nariz. Una ventana primero, la otra ventana después. El productor se convirtió ahora en el anfitrión perfecto, y ofreciéndome la cucharilla, que era de plata pura, me convidó al viaje: "¿Una pizca de coca? Es un producto vegetal". ¡No me había invitado a la cocina, sino a la cocaína!
La fábula sin moraleja ocurrió en 1969, pero ya era el fin de la era hippy. Cuando la verde marihuana o el hasch marrón se convirtieron en la muy blanca, muy limpia, muy prestigiosa cocaína (no hay que olvidar que tanto Sherlock Holmes como el profesor Freud de Viena la usaban a discreción a veces, a veces a granel: el fuego blanco), la era hippy acabó de un golpe de cucharilla. No más gente sucia, no más pelos, no más barbas y la estéril cocaína se hizo como un gran cuarto desnudo y una cama blanda con sábanas blancas. (No olvidar las almohadas de plumas.) En esta costosa asepsia alterante, las baratas alucinaciones del hippy que comía sobras no podían prosperar. Ya no se viajaba a la India, sino que Perú y Colombia venían a Hollywood. Nadie podía concebir a Peter Orlovsky aspirando a nada, aspirando nada.
Hippy puede venir de hip, que no sólo quiere decir cadera, sino alguien que está al tanto de todo y sigue las últimas tendencias en música, modas, ideas y en religión y en política. No parece que los hippies deban su sonoro nombre a Hiparco, el astrónomo griego del siglo II antes de Cristo que calculó la duración del año solar y la regularidad de los equinoccios. Pero -un momento-, ah, ¡ahí está! Los hippies han vuelto para celebrar el equinoccio alrededor de las piedras de Stonehenge, que han sido en el pasado reunión de rúnicos, románticos, druIdas, demonólogos, turistas, hippies de los de antes que ya no son los mismos, turistas, yuppies, neohippies, turistas y ahora policías que casi gritan "¡No pasarán!". Está prohibido acampar en Stonehenge, hacer reunión tumultuosa, comer y celebrar misas negras sobre las vetustas piedras.
Para los que no sepan (o no recuerden) qué es Stonehenge, se puede describir como las ruinas de un monumento megalítico que data de la Edad de Piedra inglesa. Hay quien dice que Stonehenge fue obra del mago Merlín. Otros sostienen que las piedras vinieron de España, pero nadie sabe quién las trajo ni cómo las trajeron. Aparentemente erigido alrededor del año 1500 (o tal vez antes, según el carbono catorce) antes de Cristo, algunos creen que, aunque de piedra, pertenece a la Edad del Bronce. En todo caso, todavía está ahí, en la llanura de Salisbury, en el sur de Inglaterra, para atracción de turistas y decepción de novios en luna de miel. Es un grupo concéntrico de rocas mohosas que rodea otro grupo de rocas concéntricas que se mantiene en pie alrededor de una roca vertical y solitaria, llamada la gran roca. Parece que fue un centro religioso y a la vez un observatorio equinoccial, si no a lo Hiparco, por lo menos parco e hip.
Los nuevos hippies vienen al viejo Stonehenge en peregrinaje religioso más que en función de astrónomos primitivos o arqueólogos fugaces. Ahora están aquí con un aspecto feral, pero no feroz, que nunca tuvieron. Llegaron y acamparon alrededor de Stonchenge como piedras vivas, guarros guijarros. La policía local no tardó en echarlos como anacronismos molestos. No más rolling stones. Van en van, pero no se van. O recorren en trailers, automóviles, caravanas y autobuses los caminos vecinales, las carreteras en desuso, a campo traviesa, traviesos, seguidos de cerca por la policía y perseguidos por los granjeros de la zona, que no los quieren en sus tierras ni de abono. Ni siquiera en los lindes. También los siguen por el olfato los sabuesos de la Prensa.
Un titular del Telegraph anuncia su movimiento perpetuo, mientras el lord canciller los denuncia y echa del New Forest (Nuevo Bosque) con su bastón de mando en alto. Un político los llama banda de forajidos medievales, y en seguida le corrige otro diciéndole que así era Robin Hood: "Temido por los malos y amado por los buenos". ¿Hay alguien más inglés que el bandido de los bosques de Sherwood? Los neohippies, sin embargo, por debajo de la mugre y de la magra alimentación (son vegetarianos), no dejan de inspirar lástima al inglés medio. "Se ven tan perdidos en nuestro mundo confuso", dijo el diario Today (Hoy), y todos notan que las largas melenas apenas ocultan la tonsura punk ya en desuso. En todo caso, esos hippies, como tantas cosas, no son lo que solían: son los que olían. Como las segundas partes, nunca las nuevas versiones son buenas. Una duda me asalta, sin embargo. ¿No estará Peter Orlovsky, ya calvo y cano, encorvado, cambiado su atuendo indio por una frazada doble (hay frío en la primavera de Stonehenge), entre los hombres y mujeres y niños que esperan la llegada del equinoccio como una segunda venida?
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