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Reportaje:La 'taifa' drusa / y 3

El 'presidente' que recogió la herencia del 'mártir'

Si al otro lado están los cristianos, en éste, y a lo largo de Ras el Mtne, Aley y el Chuf, están los drusos. Unos 10.000 hombres del Ejército de Liberación Popular y otros tantos de la milicia del PSP, instituciones ambas fundadas por Kamal Jumblatt, el padre del actual señor de la guerra, Walid.Cada vez que los viajeros europeos preguntaron a sus interlocutores drusos acerca de quién asesinó a Kamal Jumblatt, en 1977, en éste su propio territorio, recibieron la misma respuesta: "Los sirios, por supuesto. Se había hecho demasiado grande para ellos".

A Kamal Jumblatt le llaman los militantes del Partido Socialista Progresista (PSP) el mártir, y a su hijo, el presidente. Éste se encontró a los 30 años, sin quererlo, al frente de su clan feudal, del PSP y de la comunidad drusa mundial.

La mayoría apostó a que el joven Walid sería incapaz de recoger la herencia de Kamal, que había reunido la doble condición de líder de la alianza libanesa de palestinos, musulmanes y progresistas, y de renovador espiritual de los drusos.

Atormentado y seductor

A Walid puede encontrársele con un whisky en la mano en el bar del hotel Sheraton, de Damasco, cada vez que Hafez el Asad le llama a despacho. Hay el Walid que acude como si tal cosa al feudo de los presuntos asesinos de su padre, y también el Walid que, jugando la carta siria y la soviética, y la israelí y la de la Internacional Socialista, ha hecho más poderosa que nunca a su familia y a su pueblo. Es un personaje astuto, atormentado y seductor.

La bandera del PSP, roja, con un dibujo en el centro formado por un globo terráqueo que encierra una pluma y un martillo cruzados, ondea en los frecuentes controles de carretera del territorio druso. En las garitas, carteles con los retratos de los Jumblatt. Empuñando las armas, soviéticas en su mayoría, hombres con uniformes verde oliva.

El PSP es una de las más extrañas formaciones políticas de nuestro tiempo. Brazo político y militar de una comunidad fuertemente confesional, dirigido con mano férrea por uno de los últimos señores feudales del Mediterráneo, ese partido se presenta a sí mismo como laico y de izquierdas.

Uno de sus hombres fuertes es Ghazy Aridy, el responsable dé la información y las relaciones internacionales. Familiar del jeque, se dirige a sus gentes con el calificativo de camaradas y, en sus apariencias, es un adicto del modo capitalista de vivir. Es decir, es un auténtico joven druso de finales del segundo milenio.

Ghazy Aridy recibió a los viajeros europeos en su despacho de director de La Voz de la Montaña, cerca de Bhandum; vestía camisa azul y pantalón, zapatos y calcetines blancos. En la muñeca izquierda, un pesado reloj de oro; una de las manos, ocupada por un rosario azul; los ojos, escondidos detrás de unas gafas de sol; la barba y el pelo, bien cortados; la nariz, sernita.

Abierta al término de la guerra del Chuf, hace dos años y medio, La Voz de la Montaña es la emisora en onda media de la taifa drusa. Salas enmoquetadas, un estudio con el último material suizo, decoración con motivos tropicales, publicidad comercial, todos los servicios de las agencias de prensa intemacional, La Voz de la Montaña no se distingue por dentro de ninguna de sus semejantes occidentales. Incluso la mayoría de sus 90 trabajadores, sobre todo los más jóvenes, viste a la última moda de París o Milán.

Son los milicianos que custodian la puerta los que le dan el toque druso. En especial, los chavales con camisetas negras y calaveras dibujadas en el pecho. Y también la historia de cómo se levantó su antena, de 72 metros. Cuenta Ghazy Aridy que una empresa norteamericana pidió 30.000 dólares (algo más de cuatro millones de pesetas) por el trabajo. Usarían, dijeron, grúas y un helicóptero. Pero Walid Bey dijo que eso era mucho dinero. Así que Aridy llamó al mejor especialista de las montañas en subirse a los altos pinos, y el hombre, gratis, tramo tras tramo, montó en 12 días la antena con sus propias manos.

Pistolas al cinto

Por las calles de Ain Sahalt, la entrada del Chuf, caminaban jóvenes con vaqueros, camisetas y pistolas colgando al cinto, que hacían paso con todo el respeto a los venerables jeques. A la salida del pueblo, los viajeros se arrugaron en su coche. Disparaban ráfagas a sus espaldas. Medió un segundo hasta que vieron las flores en los vehículos que les adelantaban y de donde salía la ensalada de tiros. Hasta que sus cerebros no registraron que se celebraba una boda, que la cosa no iba con ellos, los extranjeros se dieron por muertos.

Hubiera sido una lástima, porque aún tenían que llegar a Muktara y visitar el palacio familiar de los Jumblatt, un edificio de tejas rojas, en lo alto de una colina, sobre un paisaje de olivos. Y tener la ocasión de ver a Walid Jumblatt conducir un Range Rover. Y aún más al Sur, ya en las cercanías de la frontera del país de los drusos con la comarca cristiana de Jezzine, protectorado de Israel, les esperaba el último misterio druso al borde del camino. Un extraño monumento de piedra: una semiesfera que sostenía un cubo, que a su vez sostenía una pirámide. El enigma en la linde con el río Awali.

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