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El retorno del catolicismo político

Der Spiegel preguntaba recientemente a Alejandro Natta, el secretario general del PCI, qué pensaba de los textos de Marx y Lenin. "Es como, si usted me preguntara por la significación de Platón o Aristóteles: son parte esencial de la cultura", respondió. Los viejos nombres del calendario marxista han dejado de ser el principal analogado de la política roja para ocupar un lugar en la galería del patrimonio cultural, junto a Platón y Aristóteles.Es evidente que hay más de Marx que de Platón en la política socialista. Pero también es cierto que de un tiempo a esta parte interesa más el Marx crítico del idealismo hegeliano, el defensor del principio de la. subjetividad frente al materialismo fuerbachiano o el crítico del liberalismo económico, que el patrón político indiscutible de la II y de la III Internacional. fin este reacomodo ha influido un mejor conocimiento de la filosoíla posidealista alemana, pero también el reconocimiento de las limitaciones políticas del marxismo, así como los fallos de sus prognosis económicas. Marx ha dejado de ser la cruz que dividía a, la política para ser cada vez más "parte esencial de la Cultura", como dice Natta.

Así hasta que la reciente encíclica de Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, da un toque de atención mundial, recordando que el marxismo es un ateísmo militante y político y como tal encarna aquel pecado contra el Espíritu Santo que no tiene perdón de Dios.

Se podría despachar el juicio crítico vertido por el autor de la encíclica aludiendo al contexto polaco de Karol Wojtyla, en el que alguna de sus gruesas denuncias puede tener una explicación. Pero sería un flaco favor a la encíclica que quiere ser universalmente válida. Ese planteamiento no es un episodio aislado, sino que responde a un pensamiento de la presencia de la Iglesia en la sociedad que domina en muchos episcopados nacionales, incluido el español.

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Contra lo que a primera vista pudiera parecer, el asunto del ateísmo está estrechamente vinculado a la política. Ateos fueron declarados los primeros cristianos por no reconocer la divinidad del emperador romano. Luego se produce un silencio de siglos, ya que, en una sociedad cristiana, el ser cristiano coincidía con el ser hombre, y los sin Dios eran pecadores y siempre -cristianos anónimos: no se concebía la existencia al margen de lo religioso. Es a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX cuando se vuelve a hablar de ateísmo. Coincide esa literatura con la situación de Europa que, gracias a las filosofías ilustradas, ha hecho la experiencia de los Estados democráticos, que legitiman el poder político no en base a la religión sino en la soberanía popular. No son los teólogos, sino los teóricos del tradicionalismo, enemigos declarados de las secuelas políticas de la Ilustración, quienes primero especulan sobre el. ateísmo para caracterizar todo tipo de filosofía y teoría política. que atente al principio político, de la legitimidad religiosa de la política.

La historia se divide en buenos y malos. Por un lado, como decía Donoso Cortés, el liberalismo y el socialismo; por otro, el catolicismo. El marxismo, que formaliza el carácter laico de la sociedad y del individuo, declarándose beligerante contra la religión en tanto en cuanto ésta servía de ideología antiemancipatoria, concitará la ira teológica, sobre todo por el éxito de las políticas inspiradas en él.

De entonces a hoy han ocurrido dos acontecimientos decisivos. El primero es la laicización de todas las formas políticas, incluidas las de derecha; el segundo, un cambio de actitud del marxismo respecto a la religión. Hay un Ernst Bloch que se declara "el detective rojo de la Biblia"; líderes comunistas que hablan de la "contribución estratégica y no sólo táctica del cristianismo a la revolución". La teología de la liberación incorpora análisis marxistas a su teoría, mientras que las teologías políticas posconciliares se apropiaron de fecundas reflexiones de marxistas como las de Walter Benjamin, Labriola o Gramsci. No hay seguramente otra corriente filosófica moderna que se haya interesado tanto por el cristianismo y cuyos resultados hayan sido tan tomados en consideración por la teología.

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¿Por qué tanta beligerancia ahora? Porque como decía el cardenal de París, Jean Marie Lustiger, en vísperas del pasado sínodo extraordinario, "la desacralización no ha sido una liberación". El intento posconciliar de plantear la significación del cristianismo desde una sociedad laica, superando así el dualismo tradicionalista, se salda, a juicio de los dirigentes católicos, con un debilitamiento de los valores que ellos propician. Para reforzarlos no sólo hay que depurarlos de todo consorcio con elementos extraños (crítica a la teología de la liberación), sino que hay que echar una mano a planteamientos sociales o políticos que estén en línea con sus valores morales. De ahí ese guiño constante de las iglesias católicas a políticas conservadoras.

Aquí, como en las tragedias lorquianas, hay dos bandos o, como dicen los prelados españoles, dos culturas. Una es de ley, castiza y católica; la otra es espuria y laica, promocionada además por el socialismo. El objetivo católico no es ya en verdad el florecimiento de partidos democristianos, cuanto la promoción de la presencia católica en la sociedad o, como también se dice, de la cultura católica.

Con este planteamiento se quiere dar por concluido el intento de entender la modernidad como un fenómeno parcialmente deudor de la tradición cristiana y de acoplar el papel del cristianismo a las luchas de la historia moderna de la libertad. Se quiere acabar con la intuición hegeliana de una teoría del cristianismo. Puede la modernidad inspirar una política educativa orientada hacia los más necesitados; no será de recibo si recorta de alguna manera intereses eclesiásticos, fruto de tiempos de privilegio. Como no es de recibo una política informativa que atienda el pluralismo ético de una sociedad si con ello se cuestiona la moral católica. No cuesta entonces reconocer la sintomatología, descrita por Ortega y Gasset, propia del tránsito de una sociedad cerrada y ensimismada a otra abierta y plural: lo nuevo sólo puede ser visto como amenaza de lo viejo, sin mediación alguna posible.

El tiempo dirá si esta vuelta atrás potencia el papel de la Iglesia en la sociedad o la relega cada vez más a la función de una secta. Cabe en cualquier caso admirar la astucia política de Reagan, que ante la crisis de valores clásicos religiosos invoca raíces religiosas de la democracia para legitimar la vuelta de símbolos religiosos a las escuelas. Aquí parece preferirse la autoridad de Donoso Cortés, de cuya innegable buena voluntad sólo supieron sacar partido integristas como aquel Charles Maurras, que no se recataba de declarar "soy católico, pero ateo". Juicios tan contundentes como los que aquí comentamos no hacen justicia a la realidad del marxismo, aunque sí ponen en evidencia la añoranza de un catolicismo, emparentado con el de los tradicionalistas del siglo pasado, que volvieron a la escena política, tras el fracaso de la Revolución Francesa, "sin haber aprendido nada, ni haber olvidado nada'.

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