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Fechas de junio

Muchos españoles esperan la fecha del 22 de junio como día decisivo que desvelará con cifras y no con pronósticos el rumbo político de nuestro, cuatrienio próximo. Hay otro sector considerable que ansía la llegada del 29 de junio en que la final de los campeonatos de México, a los que asistimos cotidianamente a través del milagro electrónico, nos dará el nombre del nuevo campeón del mundo. Pero hay también un trozo de España, silencioso, vivo, refulgente, dinámico, que es nuestro mundo vegetal, que se esponja en la verde hojarasca de la primavera y en los matojos amarillos del argomal y en la. flora silvestre que esmalta las altas hierbas con el mosaico de los ramos morados y blancos en las laderas del monte. Esa España que verdea como pocas veces, debido a las; aguas recibidas en marzo y abril, espera la fecha del 24 de junio, el solsticio del estío, como el gran día del tiempo astronómico que no es enteramente homogéneo con el tiempo del hombre -el flujo de la vida a través del cuerpo- ni con el tiempo de la memoria, que es un almacén inventado por nuestros recuerdos.La jornada inicial del verano tiene algo de final de una etapa de crecimiento y optimismo. La savia sube a borbotones por las venas de la circulación arbórea. En el barranco que bordea por tierra firme la fachada sur de mi caserío asomado a la mar de Vizcaya se observan los rastros de un combate vegetal reciente en que los elementos hostiles -el frío, la lluvia torrencial, el Noreste huracanado, el ¡parra de los marineros vascos- se confabularon durante la última quincena de mayo para dar una batalla final inverniza al espléndido progreso que iban haciendo árboles y plantas hacia la plenitud primaveral. El paso del cierzo nórdico congelé vástagos y brotes. Humilló al cañaveral. Destrozó las higueras. Extinguió el nebuloso tamarindo. Amenazó los rosales, que enmudecieron. Redujo a silencio el tímido gesto de las hortensias. Y solamente aguantaron a pie firme el envite del temporal los azules pinos erguidos e indiferentes y el madroñal que se enrosca en las laderas del monte que acaba en vertical acantilado apoyado en extensa playa de rocas, delicia de los submarinistas y de los buscadores marisqueros.

Contra todo pronóstico, el esfuerzo de las últimas jornadas primaverales para imponer su tempero logró el prodigio de resucitarlo todo. Las higueras han perdido la foliación primera pero la segunda se produjo con tal rapidez que trajo consigo los higos sin madurar pero ya del tamaño definitivo. Han desplegado sus hojas verdes afiladas desde la envoltura muerta las cañas tendidas por el huracán. Y se yerguen poco a poco, semejantes al herido tenido por muerto que se despierta e incorpora en el campo de batalla. La encina solitaria y antiquísima, testigo del bosque antiguo de Vasconia, antes de la pinarización masiva, exulta con sus jugosas y frescas ramas envolviéndolo todo con su sombra de árbol tutelar y sagrado de la cultura céltica. El sol de la tarde, que no se acuesta hasta mucho después de las nueve, ilumina con sus últimos rayos este noble ejemplar de nuestra vegetación hispánica y produce en esos momentos un curioso efecto óptico, como si todo él se hallara cargado de racimos de flores doradas.

La noche de San Juan es no sólo la de las hogueras en la Europa occidental, sino la fecha mágica por excelencia de nuestro calendario. Leonardo, gigante del espíritu, pintó al Bautista en su célebre retrato señalando al cielo, quizá en anticipada versión del vuelo de los humanos, es decir, de las máquinas volantes que el mismo Vinci había diseñado en sus detalles esenciales y que parecían entonces artes maravillosas y no precisamente diabólicas. Una tradición muy extendida en Occidente es la de que las plantas que aparecen en las praderas y en los matos y zar

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zales de los senderos, en las vísperas del 24 de junio, exhalan un aroma primoroso en esa mañana. Pregunto sus nombres a los caseros que conservan todavía esas tradiciones en nuestro entorno cantábrico desde el cabo Ogoño al Ratón de Guetaria. Me hablan de que existen siete u ocho variedades, por lo menos, que poseen en esa fecha virtudes diversas. Y el rito exige cortar o recoger esas plantes y flores, antes de la aurora del día de San Juan. Y hacerlo en ayunas. Si se trata de encontrar el trébol de las cuatro hojas, el que lo busca ha de pisar descalzo el praderío y si lo encuentra, cortarlo en silencio, guardándolo para sí. El trébol cuatrifoliado confiere poderes de sortilegio al que lo posee. Si es indiscreto los perderá en seguida.

Las otras plantas sanjuaneras son el helecho, cuyos granos tomados en infusión hacen conocer el lenguaje de los animales. La manzanilla, cuyas olorosas cabezuelas amarillas en infusión llevan el sosiego a los exaltados. El corazoncillo, con sus hojas llenas de puntos negros que sostienen en manojo flores amarillas y frutos en forma de corazón que, machacados, dan un líquido escarlata que llaman la sangre de San Juan. La verbena, que era la planta sagrada de los celtíberos y que simboliza las alegres romerías de esa noche. El abrótano o artemisa, que sirve de esperanza a los calvos. La tradición de la costa vizcaína es que todas esas hierbas tienen un perfume gratificante en esa fecha. La ruda, con sus bayas, de fuerte y penetrante efluvio, forma asimismo parte del ramillete sanjuanero al que suele añadirse una vara de espino blanco que protege -como es bien sabido- contra la fulminación del rayo sobre edificios, personas y animales.

Todo eso que aún se escucha hoy día en los campos y heredades de nuestra costa vasca tiene una rancia antigüedad, hincando sus raíces míticas en la prehistoria. El solsticio del invierno es el comienzo de la subida del sol y de la creciente longitud de los días. El solsticio del verano es el punto culminante de esa ascensión del astro rey y de la lenta reducción, a partir de esa fecha, de la jornada diurna. La dimensión universal del cristianismo sintetizó las dos fechas claves de nuestra astronomía terrestre convirtiéndolas respectivamente en el recuerdo del nacimiento de Cristo y del precursor Juan Bautista.

Esa expectativa que produce la fecha inicial del estío se adivina en un soterrado y misterioso palpitar de la tierra y de su vegetación que es común a la entera vida agraria de Europa. El hombre aferrado a la ciudad y la tendencia del urbanismo gigante y amontonado del futuro que pronostica la creación de megalópolis absorbentes de decenas de millones de seres alejados del contacto con la naturaleza, ¿no cometerá un grave error biológico al cortar radicalmente sus vínculos ancestrales con ese entorno clorofílico dentro del que se produjo el milagro de nuestra evolución hacia el espíritu, durante millones de años? ¿No es el mundo vegetal el mudo compañero que nos acompañó desde la prehistoria y que está ahí, en silencio, tratando de equilibrar el veneno de las poluciones y la estéril locura de las colmenas de cemento?

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