Narración
Prácticamente todo el mundo que quiere leer un libro, e incluso se dispone materialmente a hacerlo, elige la narración. Los editores están bien apercibidos de esta realidad. La gente en lectura ascendente se recluta entre las mujeres y, en general, los lectores son como chicas que desean ser recreadas con el relato. Frente al lector macho y duro que se identificaba con la erección de ideas enervadas de rigor se expande este lector hembra que se echa con blandura, de costado, y sigue la melodía de la narración. Todo el juego del discurrir intelectual, la arquitectura de la inteligencia en estado neto, es sucedida por la carnalidad del relato. Los novelistas maestran sus rostros en la contracubierta como una oferta asociada a la escritura. Y tal como el modelo de los autores norteamericanos, que se desabrochan la pechera o se alborotan el pelo, hablan de sí como una entrega de sus tatuajes personales. El lector -lectora-es un potencial. amante del autor, hace el amor, la compra, el safari o la digestión con él, recibe o repudia sus muslos, busca adentrarse, en fin, en una aventura humana donde la literatura es sólo el pretexto para haberse conocido. Los ensayistas llevaban lentes y enseñaban un aspecto que, por lo común, además de abreviar sus encantos, ponía en un misterio sus dotes de penetración espiritual. Los ensayistas, a qué negarlo, han ofrecido las más de las veces una fisonomía que atraía al grupo menos lucido de las mujeres. Chicas despeinadas y vestidas sin tino. El novelista, por el contrario, es hoy un seductor frontal y puede aspirar a dormir con una actriz. Al margen del valor de la escritura, su patrimonio reside en su propia atracción. Más aún: basta con lanzarse a contar una historia para otorgarse con ello la fama de haber vivido más allá de aquello que se pueda resistir sin ser escrito. Por antonomasia, el novelista es hoy una oportunidad de emoción. ¿Las ideas? ¿La pasión de las ideas? Cada ensayista actual, con una escuálida venta de ejemplares, es la metáfora de un hueso frío y mondo. Incompatible con la voracidad de consumir con el hambre de amar y con el placer de sentir y no saber, al fin, nada de nada.
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