La nueva inquisición: apostolado armado y ecumenismo represivo
Hace unos años se publicó en Italia un excelente libro .,de un penalista que también ha hecho incursiones valiosas en el campo del constitucionalismo liberal (sobre G. Compagrioni). El libro de Italo Mereu se titula StOria defiln toleranza in Europa: suspetare e puniri, en donde se desarrolla, aguda y ampliamente, tomando como base la Inquisición romana, uno de los conceptos claves de la autolegítimación autoritaría del poder y su facultad punitiva: la sospecha (religiosa o política) como presunción de culpabilidad. Sólo Inglaterra escaparía, y no sin dificultades, a este esquema de absolutización ortodoxa del, poder y de sus consecuencias penales, que duró varios siglos en Europa.Paralelamente, como un relativo sistema de defensa ante el poder totalizador religioso-político, fue normalizándose un complejo mecanismo cívico e intelectual (Galileo, paradigma afortunado, y otros con menos éxito: Campanella, Bruno), que, si no servía de mucho, si, al menos, atenuaba el miedo que es innato en las sociedades políticas cerradas. Teólogos y canonistas, versión antigua de lo que hoy llamaríamos tecnócratas y, burócratas, elaborarían así la sutil autocrítica preventiva que, con menos precisión pero con igual eficacia, vuelven a actualizarse en los imperios hoy dominantes. Esta autocrítica preventiva, consistía en tres puntos: la professio fidei, es decir , la declaración explícita de pertenecer a la Iglesia, seguir sus enseñanzas y tener horror a la herejía; la cautio, por la que el autor, escritor o tratadista admite de antemano que si en sus palabras hubiese algún error debe imputarse a su ignorancia o a su debilidad mental (imbecillitas) y considerarse no escrito, y, finalmente, la declaratio, es decir, la disposición, entusiasta y veloz, de acatar eventuales errores y asumir respetuosamente las penas pertinentes.
El liberalismo y la democracia en Europa modificaron en estos dos últimos siglos este esquema totalizador y agustiniano. Verdad y error se relativizaron, y las garantías individuales adquirieron una juridicidad racional y democrática pluralista. Evidentemente, hay verdades y errores, pero o se han destranscendentalizado (Iglesia) o se rechaza su imposición obligatoria desde un poder total (Estado, partido). Las sociedades abiertas y pluralistas -como hoy las europeas- han llegado a un nivel aceptable de secularización y de consenso político, que pueden asumir las discrepancias y las heterodoxias. A diferencia de épocas anteriores (en el marco del dilema: consenso forzado o penalización), nuestra sociedad europea integra un nuevo consenso, abierto y plural, que excluye la noción de enemigos interiores (antes, herejes, judaizantes o sospechosos de herejías).
El fascismo clásico, el de los años treinta, constituyó sin duda el intento de restablecer el sistema inquisitorial político, y, en algunos países, el religioso. La divinización Estado-partido excluía la neutralidad (es decir, otras opiniones no oficialistas), asentaba la verdad total y protectora y, consecuentemente, se definía y se penalizaba a los discrepantes o disidentes como enemig,os interiores. El estalinismo, en base a otros principios jurídico-sociales (la igualdad), organizaría también un esquema inquisitorial con pretensiones igualmente represivas y ecuménicas. Los años treinta, los más ideologizados de toda la historia europea, pusieron en peligro el dificil y gradual proceso de constituir una sociedad interna consensuada sobre la tolerancia.
Pero, a partir de la segunda posguerra mundial, las estructuras tradicionales del Estado-nación se devalúan. La soberanía clásica ha dado paso a nuevos artificios sustitutorios: soberanías limitadas, soberanías reducidas o, simplemente, satelizaciones encubiertas o vergonzosamente asumidas. La transnacionalización no es sólo un fenómeno económico, sino político y jurídico. Junto a los Estado naciones, con mayor o menor libertad, coexisten y dominan los imperios. No todavía formalmente -el término tiene aún connotaciones semánticas negativas-, pero sí en sus actuaciones. Es decir, hay hegemonías institucionalizadas, derivadas de la II Guerra Mundial y acrecentadas por la natural competitividad a ampliar y consolidar zonas de influencia. El imperio norte-americano y el imperio soviético, como dos concepciones del mundo antagónicas -por ahora, afortunadamente, equilibradas-, compiten e intervienen, intoxican y presionan en base a sus respectivas razones de imperio (la antigua razón de Estado).
Obviamente, los imperios pueden ser democráticos internarriente: para el estadounidense, en base a la libertad de los padres fundadores; para el soviético, en base a la igualdad, con otros fundamentos y patrística diferente. Todo dependerá del contenido que al término democrático quiera dársele. Pero, a efectos exteriores, todo imperio
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La nueva inquisición: apostolado armado y ecumenismo represivo
Viene de la página 13 lleva consigo la disminución o, desaparición de la soberanía de las sociedades políticas no integradas formalmente en su territorio. Todo imperio tiende a la, hegemonía total y, en este sentido, intentará restablecer una nueva inquisición política, más tolerante o más dura; pero inquisición al fin.En España primero, y más t arde en Europa, tuvimos y tuvieron sus épocas imperiales. Fuimos así imperialistas religiosos de la cruz, de la espada y sobre todo de Eldorado, e imperialistas mercantiles: hidalgos, aventureros y burgueses conquistadores. Las sucesivas descolonizaciones, sobre todo a partir de 1945, eliminaron el esquema imperial europeo, pero asentaron una convivencia o identidad interna más democrática y pluralista. Es decir, Europa reestructuró un nuevo consenso, fundado eclécticamente entre la libertad y la igualdad. Pero perdió la hegemonía. La actual identidad europea no está ya en un nuevo imperialismo, inquisitorial o no inquisitorial, sino -desde la pluralidad y la tolerancia- en coadyuvar al equilibrio entre dos imperios dominantes que, a su vez, expresan dos sistemas sociales antitéticos. La racionalidad como síntesis (libertad-igualdad).
La intervención norteamericana en Libia, militar y unilateral, sigue promoviendo análisis desde muchos ángulos. En gran medida refleja, via facti, las nuevas corrientes de pensamiento imperiales. El intervencionismo, estadounidense o soviético, no es desde luego novedoso, pero sí los intentos de legitimación y la gravedad del precedente: la referencia, en el caso libio, a una presunta legítima defensa, que acertadamente Pérez de Cuéllar ha rechazado, y la referencia también a "valores morales". El esquema inquisitorial clásico vuelve aquí a ser planteado: la sospecha como presunción de culpabilidad. Desde nuestro derecho público europeo actual, conquistado con dificultades, no puede aceptarse el uso de la violencia y de la fuerza, y debe ser eliminado y condenado, como debe eliminarse y condenarse el terrorismo interno e internacional. La seguridad no debe excluir la libertad y marginar el derecho.
Europa no es sólo un mercado económico, que como todo mercado tiene derecho a defender sus intereses, sino algo más profundo: asentar, desde la paz, una democracia avanzada que evite y se oponga a todo apostolado armado y a todo ecumenísmo represivo. Reconocer un precedente, penalizar desde la sospecha, es ya it por las vías de la irracionalidad y de la inseguridad. Esto no es, como pretenden algunos sectores estadounidenses, practicar la ambivalencia o la ambigüedad, sino la identificación con la libertad, la independencia y la propia seguridad de Europa. No volvamos a la vieja autocrítica preventiva inquisitorial (professio fidei, cautio, declaratio), sino que luchemos por la vigencia de la tolerancia y del derecho democrático pluralista.
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