La antorcha
"El hombre se enciende, como hierba seca" (Hölderlin).Se ha levantado el telón del escenario político. Los distintos protagonistas han empezado ya a desempeñar sus correspondientes papeles. Unos intentarán devolver a la opinión pública la ilusionada esperanza de 1982; otros, convencerla de que son mejor alternativa. Los espectadores asisten distraídos al inicio de la campaña electoral, más próximos al aburrimiento que a la pasión. Lo político se les aparece como un fenómeno ajeno, inevitable, de limitadas expectativas. Este distanciado escepticisrno contiene elementos positivos y otros que no lo son tanto, responde a una experiencia sobre el ser de las cosas humanas y a su vez es fruto de una realidad que no tendría que ser necesariamente así.
¿Con qué voces o gestos llamarán los políticos la atención de la opinión pública?
Dejando a un lado la cuestión de los contenidos, el código de comunicación que los políticos utilicen con sus electores deberá respetar dos claves de decisiva importancia, que subyacen precisamente en el éxito del proceso de transición hacia la democracia.
La primera, la más capital, presupone no descalificar globalmente al adversario, no juzgar sus intenciones últimas, no excluirle dialécticamente del sistema de valores propio de una democracia, no incurrir en el esquema reactivo amigo-enemigo. Todos los ciudadanos, cualesquiera que sean sus credos o simpatías partidistas, han de exigir al conjunto de la clase política el ejercicio pennanente y ejemplificador de esta actitud de tolerancia, recordando las nefandas consecuencias que se han producido en nuestra historia cuando no se ha practicado esta virtud cívica.
La segunda clave radica en mantener la misma manera de abordar el pasado que ha caracterizado la transición. La democracia se estableció en base a un pacto tácito en virtud del cual el pasado inmediato se asumía como parte de una herencia común, con sus activos, y pasivos, y no se lo utilizaba como un arma arrojadiza en la contienda política.
Esta actitud de prudencia hacia el pasado no debe quebrantarse ni resucitando viejos demonios familiares ni confundiendo la verdad de lo sucedido. Como ejemplo de esto último cabe señalar la reciente afirmación de que el actual ministro de Educación había estado a pugito de aceptar un cargo que le había sido ofrecido por Carrero Blanco. Quienes por coetaneidad y amistad hemos estado siempre en lo personal muy cerca de José María Maravall podemos manifestar con rotundidad lo erróneo de semejante imputación. Ni Carrero Blanco habría depositado su confianza en un intelectual soicialista, militante del FLP, ni Maravall, becado de Oxford por la OCDE, habría interrumpido sus trabajos académicos para regresar a España rompiendo su coherencia ético-política.
No se debe, por tanto, utilizar el pasado para descalificar a nadie que después de 1975 haya aceptado las reglas del juego democrático, pues no ha de olvidarse el papel fundamental que una parte de la clase política del franquismo ha desempeñado en la transición. Pero tampoco conviene gratuitamente alterar las biografías de quienes, en la derecha, el centro o la izquierda, siempre fueron demócratas. Y ello por una razón fundamental: constituyen el testimonio de que la democracia es algo más que un sistema político resultante de un proceso de desarrollo social y económico. En efecto, la democracia es, por encima de todo, una filosofia de la vida que no agota su componente utópico en un determinado ordenamiento constitucional; un sistema de valores por el que merece la pena luchar y que hay que defender. Solamente así se comprende que la antorcha de la libertad haya llegado hasta el presente encendida.
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