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Deambular en París

La estatua de Montaigne, sedente y sonriente, frente a la universidad de la Sorbona y de espaldas a las ruinas; del monasterio de Cluny, tiene inscrito en su pedestal un texto que dice así: "París posee mi corazón desde mi infancia. Soy francés a causa de esta. gran ciudad, grande e incomparable en su variedad y uno de los más nobles ornamentos del mundo". El escritor de la serena ironía, del sano y alegre escepticismo, de la introspección directa y sin prejuicios, del lenguaje sencillo y vital, tiene un pie de su efigie arrancado de cuajo, especie de venganza póstuma del gamberrismo iconoclasta que deambula y destroza las fachadas y monumentos de muchas capitales de Occidente.Deambular por las calles de París en día festivo y en mayo es un raro placer que sirve como degustativo de recuerdos. Solamente quienes saben perder el tiempo por las calles parisienses son capaces de saborear sus aspectos insólitos; y, en ocasiones, sorprendentes. Subiendo por la Rue Cousin desde el breve jardín que rodea al autor de los Ensayos se contempla la grandiosa fachada, en trance de restauración, de la llamada capilla de la Sorbona, soberbio templo barroco que levantó el cardenal Richelieu, provisor de la universidad y enterrado allí bajo un dramático monumento funerario. La cúpula de esta capilla desbordó en unos cuantos metros de altura a la del monasterio del Val-de-Grâce, levantada en iracunda competencia arquitectónica por la gran enemiga de Richelieu, la reina vallisoletana doña Ana de Austria, viuda de Luis XIII y madre del Rey Sol. Las dos cúpulas rivales quedaron para siempre incorporadas al perfil de los tejados de París. Más tarde intervino en la erección de nuevas cúpulas el cardenal Mazarino, que levantó la del Instituto de Francia, junto al Sena, amparando bajo ella la cuna del academicismo occidental, moldeador de buena parte de la cultura contemporánea. El viento de España y el viento de Italia -el de la reina española y el de las reinas Médicis, que llenaron un siglo de París- los liquidó Luis XIV, que hizo soplar desde entonces, en el estilo de los edificios, el viento exclusivo de Francia con su poderío militar, su hegemonía europea y el sometimiento implacable de Parlamentos, universidades e iglesias a su mando. Con la nobleza frondeuse, apacentada pastoralmente en la corte de Versalles, entre pelucas, carrozas, fiestas y las intrigas cotidianas que relató Saint Simon. ¿No tenía mucho de monarca hispano aquel gran rey francés absoluto, solemne y autoritario, nieto de Felipe III y yerno de Felipe IV?

En lo alto del monte de Santa Genoveva, al que subo en mi ascensión callejera, se levanta el memorable Panteón, monumento híbrido, mitad sepulcro laico, mitad iglesia. La inscripción de su frontón fue modificada varias veces a lo largo de la construcción para satisfacer las contrapuestas ideologías de quienes mandaban en las distintas intermitencias del poder. Finalmente, bajo Napoleón III, se respetó un texto que habla de "los grandes hombres a los que la patria debe agradecimiento". Bajo tan amplio techo se depositaron los restos de Voltaire y de Rousseau, de. Víctor Hugo y de Zola, de Gambetta y Jaurès, así como de un notable grupo de militares y dignatarios del primer imperio. André Malraux hizo, en ocasión del entierro de Jean Moulin, el mítico jefe de la resistencia antinazi, torturado y asesinado durante la última guerra, una patética oración fúnebre que aún se recuerda, bajo esta solemne y espectacular cúpula.

Desciendo hacia el Sena por la Rue de Carmes, una de las muchas que en ese paraje lleva el nombre de los monasterios -agustinos, dominicos, jacobitas, trinitarios y el de Santa Bárbara, en el que vivió Francisco Javier antes de la fundación ignaciana- hoy desaparecidos. Me encuentro en el emporio de los bouquinistes. Las casetas plegables que exhiben el libro y el grabado antiguos se sitúan hoy entre el puente de Saint Michel y el de¡ Arzobispado, a lo largo de los quais de Montebello y de la Tournelle. Hay con el progreso más celofán envolvente y mayor clasificación de los temas exhibidos que antaño. La sorpresa y el hallazgo están casi siempre excluidos. Contemplo, entre otros grabados que se ofrecen, una batalla de Ocaña grabada por Vernet, que muestra a los coraceros del general Milhaud acabando a sablazos, durante una carga, con un fraile español erguido, armado de trabuco. Más adelante me detengo ante un grabado diminuto, en madera, que lleva el nombre de Bilbao. Se divisa el convento de San Agustín, el palacio de Quintana, las casas de la Sendeja, el cementerio de Mallona y Santa María de Begoña en un despliegue infantil y poco acorde con la realidad. Pero lo más curioso de la hoja es que perteneció probablemente a un anuario na-

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Deambular en París

Viene de la página 13poleónico y lleva por título France militaire. Yo compré cientos de grabados y litografías del pasado siglo sobre temas españoles en estos tenderetes tan sugestivos durante los cuatro años que viví en el monumental edificio levantado por los descendientes del mariscal Berthieq, príncipe de Wagram, actualm ' ente sede de la Embajada de España.

Por el puente del Arzobispado, y a través de la isla de San Luis, cruzo a la Rive Droite y contemplo la torre eclesial de Saint Jacques, en la que nuestro apóstol gallego, vestido de peregrino de sí mismo, mira hacia Compostela desde la balconada gótica. París era en el siglo XIII una auténtica ciudad jacobea, la cabeza más importante del camino francés y el punto de encuentro de los romeros de la Europa del Norte y del Este. Capital santiaguista lo fue también Londres, que dejó acuñado su patronímico con el nombre de la corte de San Jaime, que todavía lleva la corona británica. Es asimismo digna de notarse la fuerte implantación que tuvo la memorable orden del Temple en las dos capitales. París fue, durante varios siglos, el centro nervioso y la sede central del poder templario, y hoy día se admiran en el viejo París monumentos y torres que llevan su nombre. Las leyendas de la todopoderosa orden, cuyos estatutos redactó san Bernardo y que se extinguió trágicamente, acaso por ser demasiado influyente, quedaron vivas en la memoria de la ciudad y son evocadas todavía. Hay quien afirma que el último gran maestre templario, Du Molay, condenado a ser quemado vivo en la actual Place Dauphine, emplazó a comparecer en un corto plazo de tiempo ante el Tribunal de Dios al rey de Francia Felipe y al papa Clemente V, causantes de la disolución del Temple, como así ocurrió. En Francia heredaron, una parte del sustancioso, activo la corona y los caballeros hospitalarios de San Juan, que recibieron siglos más tarde, de Carlos V, la isla que les dio el nombre de Malta. Existen eruditos del historicismo francés que sostienen la teoría de que los templarios se sumergieron desde entonces en la clandestinidad, pero siguen existiendo y actuando en forma oculta y subterránea.

París recibe la primavera con el explosivo triunfo vegetal de los bosques de castaños de Indias, espléndidos en su floración y tamaño, junto a las hileras de los plátanos gigantes. Termino mi largo itinerario a través de los Campos Elíseos, convertidos en una oscura fronda bajo la que los transeúntes diurnos apenas se reconocen. Aquí jugaba Marcel Proust cuando era un niño enfermizo, cuya familia residía en las cercanías. Un día, su corazón palpitó con ritmo distinto al encontrarse con Gilberta, compañera de juegos que se le había adelantado en altura y madurez. Fue el primer amor imposible y marchito, y acaso el origen de tanta ambigüedad posterior. La I Guerra Mundial iba a deshacer aquella sociedad del temprano novecientos francés, modificando sustancialmente los escenarios del ayer. Los taxis de la primera batalla del Marne, genialmente improvisados por Gallieni como columna de transporte rápido, fueron un anticipo de los ejércitos motorizados de la segunda gran guerra. Pero, en los años veinte, la irrupción de los que traían consigo desde Norteamérica el optimismo, la predilección del alcohol sobre los vinos, los nuevos ritmos del baile, la música negra y los dólares rutilantes produjo un notable impacto en las costumbres, del que todavía quedan rastros. Aún queda algún bar del París actual que se llama Hemingway. Quizá podría denominarse también Scott Fitzgerald, cronista supremo de los roaring twenties, la década más delirante de nuestro siglo.

Entro en una librería moderna en demanda de novedades de lectura nocturna. Jean d'Ormesson, el fecundo novelista y académico francés, ha publicado una segunda parte de su trilogía Au vent du soir, titulada Tous les hommes en sont fous, especie de memorias -o quizá antimemorias- de su tiempo. En el desconcertante y enorme friso de personajes y episodios que pueblan la obra se entreveran de pronto personalidades reales: Winston Churchill, Rudolf Hess, Ciano y Mussolini, entre otros. Las escenas que imagina D'Ormesson entre Hemingway y Scott Fitzgerald, que tienen por escenario al París de esa época y que culminan en una violenta discusión de alto grado etílico, acabada en disputa sobre mesuras fálicas, es uno de los pasajes más pasmosos de la obra.

"Cada uno de nosotros lleva dentro de sí las ciudades, de su juventud o de sus sueños, con una secreta preferencia por el París que alberga en su memoria y que le parece más atractivo que el del prójimo", escribe Julien Green, parisiense de adopción y devoción.

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