Me niego
De pronto nos entran las urgencias. Nunca el tumulto ha tenido que ser más deseado, ni el chocolate diarreico necesidad más perentoria, ni el escuchar malos conjuntos práctica más apetecible que en las flestas de San Isídro. Es como una obligación de la que aquí ya no se libra nadie. Cada mayo alguien desata furores de danza aviva viejos fuegos de patria chica y un madrileñismo pueblerino nos echa a la calle a mezclarnos con el sudor nada agradable de una humanidad que se siente condenada a divertirse.Me niego. Me niego si la diversión consiste en abarrotar bares, desesperarse en inútiles colas para alcanzar una cerveza, mal oír un concierto o castigar el estómago con bocadillos adobados de polvo y revilla. Hay que huir o encerarse bajo 14 llaves. Resistir el asedio -¡viva Numancia!- de olvidados amigos que se, empeñan en arrastrarte por las calles mientras te golpean sin piedad la espalda y hablan de hoy hace 20 años. Escapar. Todo antes que dejarse los riñones en un coche de choque. Uno ya no está para estas cosas.
Oso sintético
Negarse siempre a la tortura de una noria o una montaña rusa, o intentar recuperar lo que nunca fuimos en caballitos de madera. Y, sobre todo, resistirse al ridículo de regresar a las tres de la madrugada con un oso sintético en las manos, después de haber dejado dos o tres mil pesetas en el puesto de tiro. Cualquier cosa, incluso, si es preciso, acostarse temprano.
Porque lo más terrible es la diversión que nos llega por decreto municipal, la obligación de aguantar a estas alturas sobos y apretujones, bostezar hasta el aburrimiento o tener que beber a morro las litronas.
Existe una conjura para ocultar el muermo de¡ inevitable concurso de chotis o para que a nadie se le fundan los cables cuando pretende conciliar el sueño mientras le asalta por la ventana el estruendo de un rock interpretado a contrapelo. Es un compló convenido que tiene por objeto esconder bajo un cubata de garrafa la miseria diaria de una ciudad agobiada y agobiante, cutre y esplendorosa por mitades. Así que hay que ir a los toros aunque surja el vómito tras el primer puyazo, abastecer el gaznate con vasos de plástico o gritar al vecino ocasional de¡ centímetro de asfalto ganado a codazos y empujones que, eso sí, las fiestas de Madrid se han recuperado últimamente.
Sólo queda esperar que esto acabe pronto y la verdadera fiesta de Madrid prosiga. Madrid es una fiesta por encima de proclamas o de bandos, más allá de verbenas y concursos sonrojantes, vaivén de primerizas. Madrid es una fiesta cada noche, sin que nadie lo pretenda.
Cuando los cafés conservan su calma y el gin-tonic tiene el gusto de la conversación con los amigos, la música no te rompe los oídos, se aparca el coche justo al lado, agarras a los críos..., y a la calle. Una fiesta, cuando en las Vistillas -¡ay!- se apuran los minutos de vigilia y nadie obliga al jolgorio por ser fecha y se habla del Gobierno o se enamora uno para siempre durante media hora.
Me niego a tener marcha una semana o quince días, incluso a tener, que enamorarme en San Isidro y cruzar a una muchacha en brazos por la calle. Reivindico la locura cotidiana como única forma de la fiesta. A lo demás, me niego.
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