Los apóstoles y Violette
Sin Dios de por medio, fueron insustituibles apóstoles, mensajeros de diversos caminos por los cuales puede llegarse a la libertad. Entre Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir se forjó una conducta que no encontró más dilaciones que las propias relaciones humanas profundas: desde el pensamiento al arte, desde la reflexión a la creación, siempre tocados estos elementos por la vibrante presencia de la vida. Apóstoles, sí. Mensajeros de una buena, nueva constante, edificante, generosa, hacia un-otro-Dios -como diría Rimbaud: el hombre mismo capaz de edificar y destruir mundos de justicia y libertad, a través del amor. En mitad del dificil camino del compromiso -un compromiso sin tabúes- surgió la primera revelación que diera la vuelta al mundo: "El infierno son los demás". Pero un dulce infierno, un tierno y doloroso infierno que, una vez atravesado, llegaba a impresionates latitudes de loco amor.Cierta, tarde, harto ya de tanta conversación, Jean Genet le espetó a Sartre: "Oiga, ¿por qué tiene tanto interés en mí?", y el sorprendente miope no dudó: "Porque tengo la pasión de comprender a los hombres". Simone murió el 14, Genet el 15 y el 16 de abril del mismo 1986 se cumplieron seis años de la muerte de Jean Paul. Fantástico esquema de trabajo para numerólogos y la enorme cantidad de intelectuales adictos al padre del espiritismo Allan Kardeck.
Marcharon fuera de este mundo y queda la sólida estela de sus enseñanzas. Cada uno a su estilo, enseñaron que, ante todo, no es la obra magnífica que dejaron lo que más vale, sino la insolente, sabia, tenaz actitud que tuvieron para con las cosas de la vida: un incesante aprendizaje con la cabeza y el corazón... para enriquecer la existencia, ya que sólo el hombre es capaz de moldearla.
"Mi caso no es único: tengo miedo de morir y me desgarra estar en el mundo". Así empezaba el primer libro de una mujer marginada, rescatada para el mundo y la literatura por Simone de Beauvoir. Eran los años sesenta en que Sartre daba punto final al San Genet, comediante y mártir y surgía, desafiante, nada genial pero admirable, una Violette Leduc que con aquella novela, La bastarda, colmó de excitación la aguda crisis de mayo del 68. Después llegaron La asfixia, La mujer del zorrito y poco más, hasta que, injustamente, el último gran descubrimiento de Simone desapareció. No se supo más. Aquella anciana que había desflecado su vida con ardor, en jubiloso mea culpa por sus mercados negros de la segunda guerra, ,sus fascinantes juegos lésbicos, su pasión por la vida y la muerte, escribió páginas asombrosas que conocieron la luz y el éxito internacional gracias a la Beauvoir. Violette podría haber despedido a los tres con estas líneas de La bastarda, página 46. Una despedida a la altura de estas circunstancias tan tristes como. esperanzadoras. "22 de agosto de 1963. El mes de agosto, hoy, lector, es una roseta de calor. Te la ofrezco, te la doy. La una. Vuelvo al pueblo para almorzar. Fortalecida con el silencio de los pinos y de los castaños, atravieso sin flaquear la ardiente catedral del verano. Es grandiosa y musical mi pendiente de yerbas locas. Es fuego que la soledad pone sobre mi boca".-
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.