El paladar de la nación
"Se afrancesó el paladar de la Nación", observaba Dionisio Pérez, y aquí la palabra nación ha de ir con una robusta mayúscula. Dionisio Pérez, curioso escritor de los años veinte que puso en la gastronomía unos entusiasmos patrióticos desconcert antes, sostenía que la cocina española entró en decadencia, o en olvido, cuando, tras la instauración de los Borbones, las costumbres locales se dejaron impregnar por las modas venidas de Francia. No todo iba a ser casacas y pelucas, minués y jansenismos, leyes y voquibles: también las mesas siguieron la corriente. Y, en principio, resultaría difícil negar que algo así tuvo que ocurrir. Quizá incluso cabría apuntar que, bajo los episodios más o menos numantinos de los siglos XVIII y XIX, como el motín de Esquilache, el alcalde de Móstoles o el cura Santa Cruz, hervía -o había dejado de hervir- la venerable olla podrida carpetovetónica. Convendría examinar el tema desde estas perspectivas. Pero lo que fascina es la expresión misma de Dionisio Pérez: "El paladar de la Nación", en singular.Ciertamente, de alguna manera hay que hablar de las cosas, y las abstracciones ayudan bastante bien a pasar el rato. No parece que "el paladar de la Nación" desmerezca en nada al lado de fórmulas tan acreditadas como la voluntad de la nación, la soberanía de la nación, el honor de la nación, el espíritu (o el alma) de la nación y similares. Al contrario: el metafórico paladar es mucho más serio que lo otro. Ya es significativo el hecho de que lo hayan postergado. La voluntad nacional, la soberanía nacional, el honor nacional, el espíritu nacional son tropos que han tenido y continúan teniendo grandes cantidades de usuarios, y con notorio éxito, en la vida pública. Tal vez porque se prestan mejor a las rapsodias, a las arengas y a las notas diplomáticas. Pero tal vez porque, metidos en alegorías anatómicas, si se empieza por el paladar nunca se sabe cómo ni dónde terminaría la argumentación, fuese cual fuese, y eso produce demasiadas inquietudes.
No es cuestión de entretenernos ahora ton evidencias. Las cocinas -sabrosas o no- reflejan un complicado y diario problema de clases, de geografía y de clases, de historia y de clases, poco dificil de puntualizar en cada caso. "Nadie reina impunemente", declamaba Saint-Just contra Luis XVI. Nadie come impunemente. Ni siquiera los revolucionarios ascéticos o dispépticos. Y, en esta línea, el trámite del paladar se sitúa a un nivel de lujo: los placeres de la comida no se atribuyen al tubo digestivo, que tubo es, sino al paladar. Pero el concepto de lujo es de una enorme movilidad social y territorial, 3, las precisiones posibles llegarían a un casuismo inacabable. Podríamos aventurar de paso que la ausencia de una pedagogía del paladar -otro asunto sería la dietética- obedece a un fállo, supongo que inevitable, de la burguesía occidental. Hoy lo están subsanando las multinacionales, aunque -como no podía ser menos- pro domo. No hay ninguna razón moral para exigir a las multinacionales que se chupen el dedo.
Hace unas semanas, un comité de París, todavía perversamente jacobino, se lamentaba ante la norteamericanización galopante de su sociedad: "Es, que, ¡caramba!, los niños de Francia, aun antes de aprender a hablar en francés, ya piensan en americano". Los camaradas a que aludo nunca pensaron en que su Francia, cuando fue hegemónica, o donde lo fue, y donde lo sigue siendo, no empleó una táctica diferente. Los niños de Francia pensarán en americano, como los niños de otros sitios del mundo, no sólo por el paladar, pero también por el paladar. No quiero exagerar los rasgos del asunto, que, por lo demás, se ofrece a la caricatura. El paladar nacional de media humanidad, incluida la guerrillera y la terrorista, se divierte con lo mismo: conservas, congelados, pastillas solubles, precocinados ingeniosos y todo eso. A los niños de Francia además les gusta comer así, y no las doctas elaboraciones de su cuisine, nueva o antigua. Las estadísticas cantan. La imagen de Juana de Arco -que no alcanzó siquiera el pot-au-feu, pobrecita- atrincherada en un bistrot tradicional es cómica.
El bueno de Georg Lukács, en sus libros eclesiásticos, solía descalificar lo que fuese, individuo, idea, gesto, con el dicterio de "hacer apología indirecta del capitalismo yanquí". Era su lógica. Cuando los chicos devoran hamburguesas y perritos calientes o beben colas y los mayores acuden a los sopicaldos industriales y a la alimentación envasada en plástico, y a todos les responde el pal adar, están haciendo esa "apología indirecta". La verdad es que en cuanto uno se descuida ya está haciendo apologías indirectas de esto o de lo otro, y le mejor sería morirse para que no digan. ¿Del "capitalismo yanquí'? Es secundario lo de yanqui. Los mercados son mercados, y comunes en mayor o menor escala: el invento es viejo. Y cada mercadería lleva consigo una carga ideológica. No,es que una acelga o una ostra sean en sí imperialistas o nacionalistas, conservadoras o subversivas. Pero el mercado que las compra y las vende, y la producción y el consumo, sí tienen intenciones.
Queda el refugio o el subterfugio de la gastronomía: el paladar educado, y bien educado, se entiende. Me temo que est o sea una ocurrencia reciente, y sin mucho que ver con los festines del Satiricón ni con las fantasías -de hambriento de Rabelais, y ni siquiera con los recetarios ingeniosos. Parece ser, de todos modos, una posibilidad de práctica irregular e inestable, por razones obvias de bolsillo y de desconfianza respecto a las materias primas. Lo que cuenta, en última instancia, no son estas excepciones u otras que se puedan descubrir, sino el comestible habitual, y éste lleva marcas de fábrica. Para los individuos de edad ligeramente avanzada, la nostalgia de los hornillos maternos consfituye una alternativa de conversación, que no pasa de ahí. Se desvanecieron las pepitorias insignes, si jamás han existido.
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