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Guía para viajeros inquietos

El viajero del Metro de Madrid que a fuerza de tomarlo todos los días esté harto de ir en él como una sardina en una lata, tal vez encuentre cierto atractivo en tratar de adivinar la historia del propio medio de transporte y, de la misma villa y corte a través de la observación detallada de los túneles y subterráneos, andenes y vagones.Si es una de las personas que viaja aprisionada, casi en volandas, a primera hora de la mañana en la línea 1 (plaza de Castilla-Portazgo), tal vez se consuele si entre tanto, y a modo de diversión, intenta averiguar si el vagón en el que va tan apretado -del que a lo mejor no vea más que el techo- es uno de los que transportaron aquella tarde del 17 de octubre de 1919 a Alfonso XIII, cuando inauguró el metropolitano madrileño. Una investigación similar puede llevar a cabo, aunque de manera más cómoda, el que utilice la línea 4 (Argüelles-Esperanza), rumbo al codiciado barrio de Salamanca.

En ambas líneas no todos los vagones, pero sí una buena parte de ellos, son, en cuanto a carrocería se refiere, exactamente los mismos que circularon en la década de los veinte.

Estos vagones de la denominada serie clásica los podrá reconocer por su indudable aspecto añejo, el reducido número de asientos de madera por coche o las innúmeras capas de pintura roja o roja y gris que maquillan la carrocería metálica de los vehículos. Un alumbrado incandescente algo mortecino o unas hermosas palancas de bronce para la parada de emergencia le revelarán que se encuentra en uno de los primeros vagones con que contó el Metro de Madrid y que constituyeron novedad y atractivo de la capital en aquellos remotos y felices años veinte.

Otro período histórico aparece a la vista claramente en la línea 5 (Canillejas-Aluche), reflejo de ese momento del primer despegue industrial, en torno a los años sesenta. La línea 5 venía a unir los barrios de Carabanchel -al suroeste de Madrid- con el extremo de la calle de Alcalá, más allá de la plaza de toros de Las Ventas, ambas zonas fruto de las oleadas de emigrantes que habían aterrizado en la capital en aquellos años y en los precedentes.

A este mundo le corresponden los vagones de la serie 100, que pocos rasgos de sus antepasados conservan. Tubos fluorescentes iluminan el interior de los vagones, forrados de la inefable formica de la época, y unos asientos corridos todo a lo largo -para dar mayor capacidad- realizados en auténtico cloruro de polivinilo (PVC), o sea, plástico de las mejores petroquímicas españolas.

La línea 9 (Herrera Oria-Pavones) o la 6 (Cuatro Caminos-Laguna) -esta última una especie de M-30 del metro- podrán transportar al usuario no sólo a la estación elegida, sino también al futuro más próximo.

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Los coches de la serie 5000 son más anchos y largos que los otros, y discurren por las líneas 9 y 6, en ocasiones a unos 50 metros por debajo de la superficie y a más de 75 kilómetros por hora de velocidad. No precisan más que de un operario, que además de conducir se ocupa de la apertura y cierre de puertas, unas lustrosas puertas de acero inoxidable.

El sino bajo el que han nacido estas líneas nuevas es fácil de comprender si se recuerda aquella anécdota del día de 1983 en que el rey Juan Carlos I y el entonces alcalde de Madrid, Enrique Tierno, inauguraron el kilómetro 100 del Metro. Después de contemplar los modernos vagones, maravillas de la técnica, que iban a trasladar a los madrileños al filo del siglo XXI, se dispusieron a salir, seguidos de la comitiva de rigor, ascendiendo por las escaleras mecánicas. De repente un súbito corte de suministro eléctrico puso todo a oscuras y no tuvieron más remedio, pese a todos los prodigios tecnológicos, que alcanzar la superficie por sus propios medios.

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