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El cuerpo de Melibea

El otro día coincidí, codo con codo, en la biblioteca de mi facultad, con una joven profesora norteamericana. Yo suelo tener una especial curiosidad por enterarme de lo que leen las gentes que me rodean, ya en los lugares dispuestos para tal fin, ya en los transportes, ya en Plena calle, sobre todo en Madrid, donde es cosa frecuente ver a los individuos leyendo, hasta en los cruces, a pique de ser atropella dos. Y esa mañana me sentía especialmente estimulada por la historia, de enhorabuena -supuse- por la victoria aritmética del en el referéndum del pasado 12 de marzo. Con buena lógica (supuse) estaría preparando la renovación de su beca a la vista de tan favorables auspicios. Sin embargo, ni aparecieron los presuntos impresos ni ella se conformó con extender sobre su espacio y parte del mío los elementos del desguace crítico (bolígrafo, papel, notas y repertorios bibliográficos), sino que comenzó a sacar de su bolso paquetitos de fichas y a desplegarlas como baraja en víspera de terremoto. Próximas a mi brazo izquierdo estaban aquellas que servían para informarla de títulos y autores; más a su altura (o estatura) las que contenían alguna cita textual, y fuera de mi vista (casi imposible de ser fiscalizadas), las que debían interesarme especial mente, pues en ellas mi vecina anotaba, retocaba, incluso desechaba, con gestos de relativa satisfacción: habían de ser las conclusiones. Poco a poco fueron llegándole los textos: el Libro de buen amor, El conde Lucanor, La Celestina, que comprobaba con excesiva rapidez.Una medievalista, comenté con admiración mientras me refugiaba en una obra de Irving.

Nuestra cohabitación, como ahora se dice, habría sido posible, de no haber aterrizado de pronto sobre el pupitre compartido La lozana andaluza, el Cántico espiritual, el Polifemo, Lope y los Moratines, las Rimas de Bécquer y algo así como tres novelas del siglo XIX. A la vista de la incomodidad que producía en mí tan literaria concurrencia, ya que mi compañera de estrado parecía no inmutarse, opté por simular con mis brazos una barricada (cosa que no hacía desde 1968) sosteniendo con fe mi novela de Irving para definitiva, pero orgullosamente, apartar mi mirada de tan grave e irreversible muestra de imperialismo, al mismo tiempo que'pensaba que otro comportanúento expresaría la coleguita de haber salido mi no en el referéndum.

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Y así habríamos quedado, limítrofes y tensas, a no ser por la demostración de diplomacia que mi anterior agresora mostró al preguntarme, con la dulzura parlamentaria de quien tiene la sartén por el mango, si no creía yo que en la literatura castellana apenas había cuerpo. Mi primera reacción fue contestarle: "Cómo va a haber cuerpo, señorita, si no me deja usted poner los brazos sobre mi propia mesa", mas me contuve al tiempo que miraba el gesto de contrariedad que por primera vez marcaba su entrecejo. "Cómo cuerpo", insistí. "Cuerpo, cuerpo, el cuerpo humano, me constató casi enfadada.

Alguna vez he pensado en un rabioso alarde feminista que, desde que Melibea tira su cuerpo por la torre, la que podríamos llamar figuración corporeísta no es un hecho frecuente en la literatura castellana. Frente a algunas literaturas orientales, africanas y latinoameridanas, cuyas sociedades suelen considerarse poco por pertenecer a un estadio de desarrollo inferior (económicamente hablando, se entiende, al que vivimos), nuestra cultura escrita asume de una manera reduccionista el cuerpo, llámese identidad, llámese realidad interior, que no es más que el reflejo de situaciones extraliterarias. No había tiempo, no obstante, de entablar con la colega una conversación interminable: me limité a ser expeditiva: "Vea usted la poesía gongorina, los versos erá,ticos de Moratín el Viejo y Meléndez Valdés, La regenta, sí, La regenta, capítulo tercero, capítulos 16 y 17...

Mientras yo iba soltando títulos me venían las imágenes de montones de cuerpos llevados a la literatura castellana: cuerpos significando elevación a Dios, cuerpos simbólicos, locos amores, cuerpos de vergüenza, cuerpos castigados en un momento de placer (doña Truhana -la futura lechera- transformará su risa en llanto ante la catastrófica caída de su olla), cuerpos que existen por la sola función referencial, estructural o trascendente. Cuerpos de honra y sacristía, cuerpos minuciosamente descritos en la novela del siglo pasado... Entre la queja corporal de la dueña de la jarcha mozárabe hasta el derruínbamiento definitivo sobre suelo eclesiástico de Ana Ozores, qué cantidad de cuerpos derrumbados (Don Quijote), precipitados (Calisto, Don Álvaro), mutilados (Tristana)... Y entre las primeras, y la última de las citadas, pasando por la escritura de los místicos y la sexualidad floral de Góngora, cuánto cuerpo glorioso concebido como objeto de representación y, a cambio, qué pocas muestras de otros . cuerpos narrándose como sujetos, dando entera noticia de sí mismos...

Me iba perdiendo demasiado en la conversación, de ese modo,desde luego, lo viví. Así que decidí cortar por lo sano, pues la cosa llegaba a molestarme. Lo que faltaba ahora, me dije, es que venga ésta a recoger el cuerpo que tiró Melibea. Y en un arrebato patriótico cerré las páginas de Irving, dejé a la preguntona, abandoné la biblioteca y me juré mil veces no curiosear en los libros que leen mis futuros compañeros de fila, ni en los libros que llevan los peatones de Madrid, esta ciudad tan leída, a Dios gracias... no sin antes hacer memoria del millón de títulos de novelas sobre la guerra civil que continuamos devorando desde hace medio siglo, porque tenemos poco más que llevarnos a los ojos. Y pensar que si los escritores actuales volvieran la cabeza a aquel jurista premoderno (como excepcionalmente han hecho algunos, pocos, narradores y poetas contemporáneos), además de rescatar el cuerpo de Melibea, a lo mejor contribuían, dentro de las actuales circunstancias, a fijar las bases de un nuevo y necesario humanismo, seguramente el más difícil de llevar a la práctica.

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