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Puente de Segovia

El segoviano puente con el que Felipe II quiso obsequiar al discreto Manzanares, equilibrada obra del maestro Juan de Herrera, se convirtió desde su erección en 1582 o 1584, que en esto no se ponen de acuerdo los cronistas, en motivo frecuente para la chanza, objeto de romances satíricos, sonetos o epigramas que destilaron las mejores plumas del Siglo de Oro. Aconsejaba Lope adquirir otro río que estuviera más en consonancia con el puente, ironizaba Góngora sobre tamaña desmesura, y Tirso de Molina lo llamaba, entre otras lindezas, "braguero de piedra" con el que Filipo había querido curar los eternos males de su desmedrado curso.Nadie discutió la impecable traza de sus, nueve ojos, la majestuosidad de su calzada o la armonía de su diseño. El autor de El Escorial no hizo más que cumplir a satisfacción con el gusto real, con el capricho de un monarca dispuesto a enmendarle la plana a la naturaleza misma mediante este desquiciado desafío. Nunca recogió el guante el humillado Manzanares, en sus orillas siguieron cargándolo de denuestos sus hijos predilectos.

Lugarón manchego

Saneado el río, desprovisto de sus pestíferos vapores, pueden ahora los madrileños recorrer con agrado la calzada del puente de Segovia, en otros tiempos principal vía de acceso a la ciudad, camino de Alcorcón y camino del mundo ancho y ajeno. Su mayestática. prestancia servía para crear en los viajeros la falsa impresión de entrar en una encumbrada y poderosa ciudad; luego irían descubriendo la impostura de este lugarón manchego disfrazado de corte por el mal de piedra de sus soberanos.

En el puente de Segovia Madrid resume su personalidad y da pistas de su verdadero carácter, pobre pero orgulloso, con un punto de bravuconería que encubre los remiendos de su figura, sus carencias, a veces tan evidentes como ésta de verdadero río, de auténtica catedral o de abolengo histórico. Las bolas molondrónicas, que diría Ramón, del puente de Segovia son su principal ornato y su atributo más destacado, utilizado por los madrileños para sus exageradas comparaciones antes de que el caballo de Espartero resumiera con su elocuencia glandular el poderío sexual de sus naturales. Son bolas con historia; recuerda Répide que una de ellas fue llevada a prisión por haber causado una muerte al desprenderse de su sitio. Fácilmente capturada por los alguaciles, la bola asesina pasó algunos años en el patio de la casa del verdugo, siendo ejemplar durante su cautiverio y muy celebrada al recuperar su primigenio emplazamiento, del que no volvió a moverse.

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Con el paso de los siglos puede la puente segoviana justificar su existencia, no por el caudal acuático sino por el humano que lo ha cruzado en ambas direcciones. Su fortaleza nunca se ha resentido y sus sillares de granito soportan impertérritos los comentarios adversos, esperando que algún día ruja a sus pies, vertiginogo y violento, el apacible Manzanares, harto ya de tantos, dimes y diretes.

La calle de Segovia ha perdido su carácter de vía principal y desciende de la Puerta Cerrada, tapizada en gris carbonilla, pasa por el ojo insomne del viaducto, ignora los vecinos jardines y desemboca en su gallardo puente. Al otro lado se inicia el paseo de Extremadura, calle mayor de una de las muchas ciudades que conviven en Madrid. Lo nuevo y lo viejo le unen junto al puente; modernas torres desde las que se contempla una espectacular vista panorámica que nunca llega a reflejarse en las aguas.

En la base del puente, hasta hace poco y también con orgullo desmesurado, hallábanse las terrazas de La Riviera, entre quermés y music-hall al aire libre, cabaré de barrio que en las noches de verano ofrecía a módico precio tres shows diferentes: ballet español, atracciones internacionales y un sexy-show ingenuo, casi autorizado para todos los públicos. Luego, a tenor de la época, se transformó en discoteca de vaso de plástico donde las irritantes hornadas de las nuevas olas tuvieron su efímero emporio, que duró un verano.

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