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¿Y cuando ella...?

Se dice que antiguamente se leía más; que antiguamente se iba más al teatro, se iba más al cine. Incluso parece que antiguamente algunas cosas se hacían con más ardor y con más gusto. Quiero decir también que algunas cosas producían más satisfacción que ahora. Se hacían, sin duda, menos cosas, pero producían mayores afectos, tanto las guerras como las meriendas. En efecto, al rriasmo tiempo que las divisiones acorazadas del III Reich cruzaban las llanuras europeas y en un par de semanas cambiaban el mapa político del viejo continente, las señoras de la generación de mi rnadre se reunían, al menos una vez a la semana, a merendar. MÍ madre, a eso de las siete de la tarde de un día de entresemana, anunciaba: "Hoy tengo rnerienda con las amigas". Las celebraban en unos localesmuy particulares -cuyos nombres se acompañaban del tea room y, no sé por qué, acostumbraban a tener un Molinero por algún sitio-, de descarado buen gusto y ambiente acogedor. Locales que vivían exclusivamente de las meriendas de las señoras y donde los caballeros apenas tenían entrada; regidos por un maitre que conocía a la perfección los gustos de sus clientes y gracias a unas conexiones nunca aclaradas, les proporcionaba de tanto en tanto el artículo del mercadonegro más solicitado, sulfarnida americana o medias de cristal. Eran, en cierto modo, la coritrapartida femenina del casino; pero, a diferencia con éste, en aquellos salones jamás entraba el vicio. Porque aquellas, señoras eran, sobre todo, virtuosas; reunian, como decía Byron, más virtudes que el aceite de Macassar.En modo alguno despreciaban el cine. Iban mucho al cine, tanto o más que a merendar, sesión de tarde. Es más, muy probablemente en aquella dura época la industria cinematográfica se salvó gracias alpúblico de señoras. En mis años de preparación para el ingresó en la Escuela de Caminos y a fin de distraerme de mis largas horas sóbre las ecuaciones, mi madre y yo íbamos una vez por semana al cine, sesión de noche. Como la cartelera no ofrecía entonces variedades, como una misma película rotaba por todas las salas de la cadena durante varias semanas, como mi madre era bastante distraída, como los títulos tenían todos un parentesco o un parecido (enfermedad de la que la industria del cine no se ha curado) y como yo no estaba para preocuparme de esas cosas, era frecuente que mi madre y yo entráramos a ver por tercera o cuarta vez el filme que tanto nos había aburrido un mes atrás. Y supongo que ahí nace una moderada aversión al séptimo arte, provocada por la más que justificada sensación de que todo lo que veo en, la pantalla (y, claro está, con las salvedades de rigor) lo he visto ya anteriormente, en la pantalla. Sin embargo, muy rara vez he conseguido ante la pantalla disfrutar de los placeres de la relectura. Tanto se ha hablado de la relectura que resulta más difícil resumir que comprender el conjunto de apetitos que empujan a un hombre a volver a leer una pagina que conoce bien. Y a menos que una película en su totalidad se conside.re como una página, a diferencia del libro, el filme exige ser visto en su totalidad de nuevo para volver a disfrutar de las dos o tres escenas que dejaron un buen sabor de boca y un deseo de volver a presenciarlas. Pero qué ,duda cabe de que el filme, como el libro, tiene altibajos y que una vez conocido en su conjunto la memoria tiende a destacar esas dos o tres escenas que llamaron poderosamente la atención, las únicas que merecen el ejercicio de la repetición.

- Creo que antiguamente las películas producían más impacto en el público y, en lavida del espectador, constituían un hecho más memorable que ahora. Aún voy un poco más lejos: en mi juIventud algunos acontecimientos culturales y sociales ejercían una influencia de la que ahora carecen, y no es raro, por consiguiente, que los puntos de referencia imprescindibles sean acontecimientos bastante antiguos: las novelas favoritas, las películas que marcaron elgusto, el actor y el drama que arrancaron los últimos sinceros aplausos tienen, como poco, 20 años de edad, y éste es el momento en que se han de ver superados por sus descendientes actuales. El entusiasmo -todo parece indicarlo- es un personaje entrado en años.

Las películas, las novelas y los dramas (todos ellos extranjeros, como un encargado de obras calificaba los cinco países en que había trabajado) al menos producían un efecto que hoy no se da: daban mucho que hablar. Hoy día, la conversación entre dos amigos que comentan una obra que ambos; han disfrutado o padecido apenas da para 10 minutos, incluso si las opiniones son divergentes. Pero en mi juventud, no sólo las señoras, sino sus hijos, podían consumir un mes hablando de la misma novela y no sólo extendiéndose en comentarios marginales e interpretaciones personales, sino en la rnera recreación de lo leído, que, sin duda, para ser plenamente disfrutado debía ser oralmente repetido con un copartícipe. Se reeordará que el curso 1946-1947 de la Philo o de las Sciences Po de la Sorbona poco menos que se tuvo que suspender porque el alumnado no hizo otra cosa en todo el año que discutir por los pasillos la novela de Koestler Darkness at noon, aquí traducida por El cero y el infinito. A la salida del cine ocurría algo parecido; cuando el público se iba calando los abrigos y enrollando las bufandas surgían unos comentarios que podían durar semanas, tanto como la película en el cartel. Dejando aparte los calificativos, que pueden despacharse con un par de adjetivos, los comentarios más estimulantes eran los recreativos, los que se limitan a reproducir y estirar la experiencia sin más que mencionarla. Repetición intencionada de esas pocas escenas que quedaron indeleblemente grabadas y que, traídas por la memoria, es preciso disfrutar con el compañero sin más que anteponer "¿te acuerdas cuando ... ?" como todo preámbulo y con frecuencia sin él: "Y cuando ella se saca el guante negro?". "¿Y cuando se van los hijos de la casa y se queda la madre sola y saca la escopeta del armario?". Por no hablar de las ocasiones en que marido y mujer se ponían a discutir acerca de dos interpretaciones muy diferentes del enredo, a tenor de sus respectivas opiniones sobre la convivencia. Me pregunte, si esa un tanto ingenua expansion no será el origen de toda buena crítica: la confidencia acerca de lo que a uno más conmovió, la reducción de la extensión a la intensidad y, por ende, la sellección con acento personal de las predilecciones. Toda obra -y no sólo las extensas- tiene altibajos y ninguna resulta más indigesta que la que pretende mantener una misma cota a lo largo de todo su discurso.

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Entre los misterios que depara

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¿Y cuando ella ... ?

Viene de la página 7la creación no será el menor el acierto con que un artista resuelve un hueco neutro entre dos puntos álgidos - a veces con resultados sorprendentes para la orografía dramática de la obra. Siempre he pensado que el famoso monólogo de Hamlet al comienzo del acto tercero no era más que un relleno entre dos escenas claves de la tragedia; el otro monólogo anterior del final del acto segundo, cuando Hamlet confiesa al auditorio su intención de acabar con su padrastro, y la pantomima de los cómicos alrededor de la cual girará toda la acción posterior. Pero ese famoso monólogo del acto tercero, tal vez pensado para rebajar la tensión y sosegar a un especta dor al que luego no dará tregua, le salió demasiado bien, y con el tiempo, y gracias a su fama, ocupa un lugar central de la atención del espectador, una predisposición que no le corresponde y que en buena medida vulnera la prioridad dramática de la escena de la pantomima. Pero no me imagino a la pareja de espectadores isabelinos, cuando el monólogo no era tan célebre, comentar a la salida del Globo: "¿Y cuando el príncipe se queda solo y dice aquello de ser y no ser?".

Por muy bien que la haya meditado y desarrollado, la obra de un hombre por algún punto escapa a sus designios, y una vez en manos del público puede adquirir unos valores distintos a los previstos por él. Las cumbres pueden resultar valles, y los valles, cumbres. Lo más inesperado se puede obtener en una página de trámite, poco menos que obligada, cuya entidad viene dada por el hueco entre antecedente y consecuente y donde el artista, consciente de que no va a alterar la composición del conjunto, puede discurrir a su antojo y a veces con una inspiración libre de obstáculos. En efecto, la libertad con que un día trazó esquemáticamente unos caracteres se acabó -o poco menos- el día en que tales caracteres tomaron cuerpo e impusieron su ley, que su creador ha de respetar si desea que gocen de vierdadera entidad. La libertad del hombre frente a Dios examinada desde la doctrina tomista de la segunda causa, parte de esa regla -por decirlo así- estética. Pues una vez concebida la obra y sus caracteres dominantes será en los huecos que éstos dejen donde el artilta podrá recuperar aquella perdida libertad, para moverse incluso con toda falta de respeto hacia sus propias criaturas. Lo que es evidente es que tales sorpresas y cambios de humor sólo se pueden dar en obras de complicada orografía, con numerosos altibajos, con amplias zonas de huecos, con caracteres contradictorios, con intenciones ocultas. ¿Y cuando se descubre que ella es la mala?

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