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Tribuna:
Tribuna
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Periferia dorada

En la pequeña bola de cristal Kane vislumbró, antes de morir, el paisaje de su infancia y recordó el nombre de su trineo, Rosebud. En la bola de cristal, Jean y Paul, los gemelos de la novela de Michel Tournier Les meteores, contemplaban también la matriz única e indisoluble que les permitía sentir y actuar como uno solo. La bola de cristal es un microcosmos. La agitamos y cae dulcemente la nieve sobre su paisaje minúsculo e idílico. Nos sentimos alejados, extrañados, desde el interior de este globo húmedo y transparente. Estamos dentro y fuera. También las córneas de nuestros globos oculares se humedecen. En la bola fría de nieve y cálida de infancia vemos un mundo delimitado, todo, a mano. Es decir, la patria.Pero penetremos en esta patria esférica y lacrimógena. Unos árboles, un pequeño chalé alpino, un trineo y, entre brumas y nieves, un castillo. No es un castillo cualquiera, es El Castillo. Llamémonos K. por un momento. Pugnamos por llegar a la altura del viejo edificio, pero permanecemos condenados, como Hércules tras la tortuga en la aporía de Zenón, a no alcanzar jamás nuestro objetivo. Éste es un castillo inabordable, que nos escupe una y otra vez y nos condena a permanecer en la periferia.

Pero tomemos de nuevo la entera bola nevada. También podemos ver su paisaje maravilloso como un organismo vivo cuyas células funcionan a modo de un holograma. En una célula cualquiera observamos la misma imagen que vemos en el conjunto del organismo. Si agregamos, incluso, este organismo a un organismo próximo de mayor tamaño, es este último el que toma la configuración que habíamos observado en la célula.

Estas imágenes se me aparecen aplicables en la vida diaria desde la dimensión mínima de la individualidad de este ciudadano barcelonés hasta las agregaciones de mayor envergadura y complejidad, se les llame Cataluña, España o Europa.

Siempre llegamos tarde, cuando se juegan los cinco últimos minutos de partido y está todo prácticamente decidido. En cualquier caso salimos como ese suplente al que el entrenador quiere pagarle la prima sin menguarle el castigo de no ocupar el puesto de titular ni ahorrarle la oportunidad de lucirse. Si marca un gol, será una proeza titánica o un milagro. Periferia siempre: periferia de España, que es periferia de Europa, que es periferia del mundo.

Pero, a la vez, nos observamos atentamente, y en nuestro espejo, en esa célula que refleja el cosmos, somos capaces de leer todas las riquezas y también todas las miserias. Sobre todo en los ensueños legendarios de la pulsión nacionalista: el imperio mediterráneo, el imperio de los Austrias, la Europa madre de civilizaciones y de imperios. Pero también en otras mitologías contemporáneas: Silicon Vallés, en Cataluña; la ITT, en Madrid; el Giotto, en Europa. Raimon Lull y J. V. Foix; Cervantes y Aleixandre; Shakespeare y Kundera. La Sagrada Familia, el Prado y Venecia. Negros en el Maresme, musulmanes en Melilla, norteafricanos en Marsella y turcos en Berlín. Y en las manifestaciones más inmediatas de la política: obtenemos el autogobierno cuando la autonomía parece un pellejo agujereado; nos incorporamos a Europa cuando todas las instituciones europeas están en crisis; nos proponemos la unidad política cuando Reagan dispone de los euromisiles, del tráfico aéreo y de las bases, como si estuvieran en suelo americano.

Todo es verdad y mentira a la vez en este diorama esférico que nos hipnotiza. Depende, incluso, del grado de lucidez o de ceguera con que sepamos mirar. Siempre hay motivos de orgullo a los que mirar de cara y motivos de vergüenza ante los que torcer el gesto y apartar los ojos. Y una única cosa es verdad, en la verdad o mentira de esas imágenes que lucen en nuestro holograma: sólo en Europa suceden tales cosas, o sólo desde la mentalidad europea es posible encontrar espejismos en la mismidad de las propias células.

La pregunta sobre la propia identidad, que ahora muchos desearían hallar en las mentes de todos los ciudadanos de este semicontinente, ¿no es acaso una manifestación más de este descentramiento y (le este exceso de identidad que nos conmueve desde la más pequeña célula hasta el organismo más considerable? Quisiéramos ahora ser europeos, de la misma forma que en nuestros ensueños fuimos catalanes y españoles, gascones y franceses, toscanos e italianos, bávaros y alemanes. Ya no sabemos, no queremos saber, no queremos querer saber, que llegamos tarde a este partido de fútbol. Por arriba, el ensueño europeo; por abajo, el ensueño de las pequeñas nacionalidades, todo es manifestación de lo mismo: la sed de algo que siempre nos ha sido negado y que sólo al reescribir nuestra historia fiemos reinventado malamente, con sangre, tortura y sufrimientos a veces.

Así parecen rodar las cosas. Peor les va a otros, condenados no a la periferia de un centro, no al microcosmos obsesivo que se va repitiendo en su aburrida identidad cuanto más amplio, quiere ser nuestro aliento, sino, a luchar únicamente por ser, sin importar ni mucho ni nada la forma que revista esta existencia. Nosotros, desde el orribligo del mundo que es su periferia dorada, nos preocupamos por la esencia de nosotros mismos, no por la existencia, que ya va de soi. Quizá en ello se cifra la auténtica identidad, catalana, española, europea: querer ser ombligo, ser implacablemente periferia, ver el cosmos, la historia, cualquier movimiento de lo real y su propia ilegación en el individuo y en las sucesivas agregaciones. Dolidos por nuestros ensueños de identidad, ensimismarnos en niaestra bola de cristal, reproducida una y otra vez allí donde posernos la mirada. Y sin embargo, existir.

¿Triste destino? Más bien periferia, exilio y opresión dorados.

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