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La Pasión

Manuel Vicent

El exquisito y extraño concierto se celebraba en el auditorio de música en Jerusalén, al aire libre. El director era judío, el coro y los 70 profesores de la orquesta también eran judíos. Ante un público de judíos interpretaban La Pasión según san Mateo, de J. S. Bach. Al anochecer, el plenilunio de Pascua daba una mano de leche al monte de los olivos, se ofuscaba en el osario de Josafat, hacía vibrar el oro de la cúpula de Omar. La línea de la muralla oscilaba lejos, iluminada con un tono color tortilla. Jerusalén estaba lleno de turistas católicos, ruidosos y un poco frívolos que ese día se habían hartado de comprar en los tenderetes rosarios de aceitunas y redentores de plástico durante el recorrido por los santos lugares envueltos en un hedor de aceite votivo y cera rancia. En la calle de la Amargura vendían coronas de espinas, clavos y crucifijos de chocolate.Sin embargo, el concierto era un acto profano dentro de la programación musical de la temporada. El director, los intérpretes y la mayor parte del público tal vez ignoraban la existencia de Cristo, o al menos ese asunto no les importaba mucho, aunque el genio de Bach narraba los lances de su pasión sobre el propio terreno y aquellos judíos melómanos escuchaban los robustos acordes con gran unción cultural, sin saber que el protagonista había muerto cerca de allí, en una colina. Probablemente, muchos de ellos, por la mañana, habían acudido al muro de las lamentaciones piara implorar la llegada del verdadero Mesías en forma de misil Pershing americano. No obstante, ahora la escena del prendimiento, la duda de Pilatos, la sentencia de Caifás, la ira de la plebe, el amor de Magdalena, el sudor de sangre se transformaban en belleza pura, laica, en las voces o violines y los nuevos hebreos aplaudían al final de cada acto fervorosamente. Cristo volvía a morir y a resucitar, pero sólo era redimido por Bach entre judíos cultos en Jerusalén bajo la luna llena de Pascua, mientras los turistas cristianos adquirían imágenes de su Redentor convertido en toda clase de frutas confitadas. La orquesta componía un sanedrín, y gracias a su pureza Dios esta vez fue declarado inocente.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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