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La Semana Santa, una resta secularizada

Las fiestas de la liturgia cristiana no se refieren directamente al Jesús de la tradición evangélica. Así, ha sido posible secularizar a Jesús, hacer de él un valor ético, una figura límite del deseo occidental de libertad. El hombre que tenía amor por sus enemigos, y por tanto, la figura histórica del eros total. Su misma muerte es como la culminación del puro amor: y lo es todavía más si se lo considera lo referido a la resurrección. De esta manera Jesús es un héroe dulce, es la violencia sin agresividad.Este Jesús ya no le es suficiente al mundo que ha sido secularizado: hoy el hombre pide de nuevo un sentido para el Cristo de Dios, es decir, para la dimensión de Jesús que el nacionalismo, que también había entrado en la Iglesia, había dejado a un lado. ¿Todo muere con la muerte? La pregunta vuelve a ser actual. Parecía como si la razón hubiese gastado en sí la exigencia de eternidad, pero ésta vuelve una vez más, porque a fin de cuentas el hombre no puede aceptar la muerte como si fuese la última palabra de la vida. La misma exigencia de prolongar la vida cuando la crisis de la familia ha convertido a la vejez en tiempo de soledad es una prueba de la lucha contra la muerte, aun cuando resulta dificil motivar a la razón con una existencia sin alegría.

La exigencia de inmortalidad es, en efecto, en sí, algo distinto que la exigencia de felicidad. Podría decirse que es una exigencia de la especie, mejor que una exigencia del individuo. El individuo puede llegar a preferir la muerte a la infelicidad, pero la especie no. Ésta es una de las razones que nos hace sentir como insoportable la idea del apocalipsis nuclear. Por ello, la exigencia de eternidad se ha separado incluso de la conciencia de eternidad. El budismo ha imaginado a la eternidad bajo la forma de pérdida de la conciencia subjetiva. Por esto la exigencia de eternidad reaparece en el mundo postsecularizado como una exigencia propia, no motivada por ninguna otra razón que no sea la de su existencia. Por esto el Cristo de la pasión y. de la resurrección vuelve a ocupar el lugar que el Jesús encerrado en la ternura humana del Evangelio le había indicado en el tiempo del racionalismo, que culminó en la secularización de la teología.

Las fiestas de la Semana Santa son el rito colectivo con el que el mundo surgido del cristianismo expresa de nuevo el deseo humano de eternidad. La muerte y la resurrección de Cristo tienen que ver, en realidad, en primer lugar, con el hijo de Dios. La radicalidad de lo anunciado reside precisamente en esto: que Dios puede morir y resurgir. Lo que significa que Dios muere y resurge en el hombre y como hombre.

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La Iglesia occidental ha distinguido siempre entre los actos humanos y los actos divinos de Cristo. Cristo muere como hombre y resurge como Dios. Lo que, en realidad, no se concilia con la lógica del dogma de la Encarnación. La Iglesia oriental ha sido más radical sobre este punto. De todos modos, y dejando a un lado las reservas del lenguaje dogmático, lo que deseaba era mantener de alguna forma la impasibilidad divina, y la piedad popular ha unificado siempre la historia de Dios y la del Hombre. Es decir, se ha visto a sí misma en el Hijo de Dios: la imagen de María ha completado esta identificación, volviendo a expresar la identidad entre el Dios y el hombre que sufre. La palabra del dogma y del rito expresan la necesidad humana de inmortalidad, que Unamuno expresó tan claramente. Una gran parte de rtuestra energía psíquica se dedica a reprimirla, como un deseo imposible, una fantasía inactual. Hay en el cuerpo del hombre algo que su cadáver no contiene, y aún así sólo tiene sentido porque se expresa en el cuerpo: ¿qué es inmortal en el hombre?

En el nexo pasión y resurrección, la respuesta es, en realidad, muy sencilla: es Dios mismo. El Dios escondido en la naturaleza sin conciencia puede ser también la conciencia sin naturaleza, y puede expresar una y otra en una unidad fulgurante. En fin de cuentas, éste es el mensaje de la resurrección. No es sencillo decir: creo. Pero no es sencillo tampoco decir lo contrario. El mero creyente no existe, y quizá tam-

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La Semana Santa, una fiesta secularizada

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poco el no creyente puro. La conciencia toca aquí una zona gris que no puede transformar en luz el acto de fe, pero cuya realidad no puede negar con un simple rechazo voluntario.

Por ello la Semana Santa mantiene un núcleo caliente, irreductible a su simple transformación en fiesta de la Naturaleza. La Navidad ha vuelto a ser en gran medida lo que era originariamente, el día de la victoria del Sol, pero el tiempo pascual va hasta la raíz de una dimensión del hombre más profunda.

Precisamente por esto, éste es principalmente la narración de un hecho: la tumba vacía es el inevitable presupuesto material del mismo evento salvífico. En el cristianismo el símbolo ha gozado de su más amplio reconocimiento y sólo la alegoría ha conciliado al Antiguo y al Nuevo Testamento. Pero se da siempre un momento en el que el hecho no puede ser reducido a símbolo sin que el símbolo pierda su propio valor de metáfora. La tumba vacía y la narración de las apariciones, incluso con su tenue densidad, son el punto de inserción de la historia divina en la historia humana.

¿Volverán los tiempos de la fe? Los deseos de inmortalidad, ¿volverán a dar forma histórica al hecho cristiano tras la censura del racionalismo y de la secularización? El dilema no existe. En la historia humana hay posibilidades que se captan sólo cuando se manifiestan. Hoy el mundo que surgió del cristianismo ya no vive la relación con su origen bajo forma de simple continuidad, pero tampoco bajo forma de ruptura radical. El presente no puede ser leído más que através del presente: la profecía consiste en ver lo que sucede con ojos no obnubilados por el prejuicio de la memoria. Esta lejanía sin ruptura parece ser la condición que se ha difundido en nuestro tiempo entre aquellos que iban a misa el día de Pascua y los que no iban. Unos y otros están próximos y están alejados entre sí, de la misma manera. La experiencia histórica común no permite, en realidad, otras opciones, por muy diferente que sea la formulación de esa experiencia.

El análisis religioso de nuestro tiempo no permite particiones simples, la religión de nuestro tiempo es extremadamente rica en silencios y pobrísima en palabras. La abundancia excesiva de palabras se ha convertido casi en un hecho que ya no es religioso, que penetra inmediatamente en lo político y en lo social. Los ritos fastuosos de la Semana Santa se desarrollan en esta lejanía que no separa y que es el rostro religioso de nuestra experiencia: es, quizá, un nuevo momento de la relación entre el sentimiento de lo eterno que somos y de lo mortal en que estamos.

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