_
_
_
_
Tribuna:MEMORIAS DE UN HIJO DEL SIGLO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Amsterdam y otros inventos

Amsterdam: Marc Chagall en directo y el sex/living en vivo, como su nombre indica / Cuando todos éramos japoneses / La Venecia nórdica / Estocolmo, la incomunicación y 12 platos de bacalao en diversos condimentos / Copenhague era una orgía / Los niños judíos de Amberes / Mis clases de literatura de cuatro horas / La Europa de las bicicletas Bélgica, como una Francia provinciana / En los sesenta amábamos a Paola de Lieja como hoy a Estefanía Grimaldi.

Amsterdam era una Venecia obrera y con gaviotas. Amsterdam amanecia en sus canales, cuando los lanchones, bajo los puentes, reventones de flores, dejaban abrirse la semilla suave y, prohibida de la marihuana. Por encima de los puentes, miles de muchachas pedaleaban, en bicicletas y con minifalda, hacia su trabajo, contrá el frío y la bruma. Las gaviotas volaban por las calles y las meretrices del barrio porno dormían hasta primera hora de la tarde. En cualquier tranvía se Regaba a cualquiera de los museos de Amsterdam, para ver un Chagall de verdad y en directo. Había una obra maestra del pop: un bar reproducido con su ruido, su música, sus conversaciones (en cinta) y sus clientes/muñecos animados. Uno se dirigía hacia allí creyendo que había dado, por fin, con el bar del museo. Una vez dentro, tardaba dos o tres minutos en sentirse rodeado de una orgía de muertos que tomaban o el aperitivo. En Amsterdamn se comía mal, y no digamos de Amsterdam para arriba. Las cafeterías eran casas de muñecas con comiditas para muñecas. A, media tarde, las meretrices ya estaban en sus puertas, llamando a gritos a los turistas, insultando, a gritos a los fotógrafos que las retrataban, sin comprender que ellas eran el folklore de la ciudad. Al anochecer, se encendían los luminosos de los sex/living y empezaba la romería de japoneses, de yanquis (todos éramos un poco japoneses o un poco yanquis, en la cola del sex), romería que duraba, hasta el alba. En el interior de aquellas capillas privés del sexo, diversas parejas hacían la parodia de la cópula con respetable eficacia. La alternativa era la pareja lésbica. Todo sucedía en un clima de respiración contenida, y nadie soltaba el aire hasta que la muchacha/objeto no había exhalado su grito final.En la plaza del Dämm estaban los hippies, como en todas las grandes plazas de Europa, según hemos ido viendo en estas memorias. Allí comían, bebían, cantaban, se drogaban, hipnotizaban al vacío, o se dejaban hipnotizar por él, y hasta hacían el amor. Lo más triste era un hippy de cincuenta años, con un pendiente de aro en una oreja. No pegaba nada. El portal de la comisaría estaba lleno de drogatas, pinchados, anfetamínicos y zumbadillos, que hacian allí mismo su viaje, y la policía, al entrar o salir, tenía que pedirles permiso para pasar. A eso lo llamo yo democracia.

Estocohno es una ciudad sombría de la que sólo recuerdo los hoteles de argelinos -siempre los argelinos-, una comida con doce platos de bacalao en distintos guisos, que me dieron mis alumnas, y los látigos y los sostenes ole cuero negro que vendían en el barrio porno, que era una larga teoría de sex/shops.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Copenhague es una ciudad abierta, amplia, bella, luminosa en un mundo sin luz, clara y alegre. Me metieron en una orgia, en un sarao sexual con mucha gente. Los hombres nos poníamos detrás de una sábana, que sujetábamos no sotros mismos por el borde, dejan do asomar nuestras virilidades por unos agujeros al efecto. Era lo único que se veía de cada uno de los machos. Las hembras se dedica ban a hacer probaturas, como si estuviesen en una heladería muy variada. Al fin, cada una elegía por pura intuición bucal, y no solían equivocarse. Con tan delicados juegos de sociedad cada noche, no puedo recordar muy bien qué otras cosas hice yo en Copenhague, si dar clases, conferencias o qué. A lo mejor escribí alguna crónica.

Amberes es una ciudad llena de anacronismo judío y mediocridad belga. En Amberes di una clase de toda una mañana, de nueve a una, sobre literatura española. Cuando llegué al Instituto correspondiente, a las nueve en punto, un nutrido grupo de alumnos y profesores me esperaba ya. El aula era grande y se llenó en seguida. Por las ventanas -estábamos al nivel de la calle- se veía un patio lleno de bicicletas, adonde los chicos y las chicas entraban o salían con su bicicleta, ajenos a lo que yo tuviera que decir sobre Cela, Delibes, Martín Santos o Sánchez-Ferlosio.

Amberes, con todo y con eso, es la Marsella belga. Esto lo comprobé brujuleando por los alrededores de la estación, vivaqueando por los peores barrios de la ciudad. Cuando me comunicaron mi horario de trabajo, pedí una tregua para un café:

-No faltaba más. Cinco minutos.

Lo alargué a un cuarto de hora pero ni medio minuto más. Los belgas son unos franceses que se creen alemanes. Recuerdo el mal trato que le dieron a Baudelaire -o la falta de trato- en sus conferencias póstumas, y eso basta para que Bélgica me parezca una provincia vergonzante y provinciana de Francia. Claro que Francia tampoco trató mucho mejor al poeta, en vida. En Amberes, a todas horas, iban y venían los judíos vestidos de judíos, con sus largos abrigos negros y sus sombreros negros. Iban a la sinagoga o venían de la sinagoga. Solían llevar un niño de la mano, vestidito también de señor austero, mínimo y enlutado. No les habría faltado más que pegarle una barba rabínica, y postiza al niño. Como cuando aquí vestimos de faralaes y capullito a una niña andaluza de siete años. Disfrazar a los niños es tan repugnante como disfrazar a los animales en los circos. Tengo la satisfacción de saber que el gato es el único animal que no ha sido domesticado jamás. Sus parientes mayores, el león y el tigre, sí. El gato es el guerrillero del tigre. El gato no trabaja en los circos.

A mí me vestían de monaguillo en la parroquia de San Nliguel de Valladolid, y a los niños judíos de Amsterdam todavía les visten de anciano proyecto que va a un entierro. El fanatismo del hombre no conoce ni siquiera el límite de la estupidez, porque comienza más allá de la estupidez misma.

Los fines de semana, en Amberes, consistían en meterse en la parrilla de un hotel de supuesto lujo, con, un belga pícaro y docente, a beber algo y mirar los matrimonios que se aburrían/divertían mediante la borrachera. Con un poco de suerte, a lo mejor había alguna casada joven que estaba buena y nos entreteníamos mirándola. Ella ni se enteraba. Las belgas, no conceden tranvías (oportunidades) a los mirones.

Veinte años de Balduino y Fabiola han hecho de Bélgica la provincia más provinciana de Europa. La boda de estos monarcas la hizo el Opus Dei, se dice, y, de celestiales que son, no han tenido descendencia. Quizá ni lo han intentado. La princesa Paola, que llenó la press/coeur de los 60/70, llegada a reina, le hubiese metido otra marcha al país, el paisaje y el paisanaje. Pero nunca llegó. Los adolescentes de los 60 estábamos enamorados de Paola como los adolescentes-de los 80 se enamoran de Estefanía Grimaldi.

Después de tales orgías, yo me metía en la cama del hotel, leyendo/releyendo furiosamente a Henry Miller, a Valle-Inclán, a Norman Mailer, a Lawrence Durrell, a Ezra Pound, que eran como un ventarrón de imaginación y libertad contra el tedio de aquel país.

Pasado el fin de semana, otra vez mis clases de nueve a una, con un cuarto de hora culpable para el café: ah estos españoles anárquicos. Y termino aquí la primera y última relación de mi primigenia salida a Europa, pues, como, se ha dicho, las siguientes son más solemnes y menos interesantes o distraídas. Perdono al lector, en estas memorias, mis zascandileos por el Tercer Mundo o Nueva York. Uno no es un escritor turístico. Mi vocación europea vuelve siempre, naturalmente, hacia Francia, pero Alemania, no sé por qué (algo tengo de ario) ha tirado siempre más de mí, a la hora de las invitaciones (que uno sólo viaja invitado). Incluso a Londres he ido más que al cercano París. Mi París es el de Proust, Baudelaire y Napi Bony. Y de eso ya apenas queda en París. Mi Madrid es el de Quevedo, Torres y Valle. Y de eso, ya, apenas queda en Madrid. Pero no me cansaré nunca de darle vueltas a Europa.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_