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Tribuna
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En busca de una convivencia, una paz sin demagogia

A los observadores más desapasionados lo que más les preocupa de la campaña sobre el referéndum del día 12 de marzo es que está conduciendo a una creciente polarización de las posturas enfrentadas. No hace falta ser muy pesimista para reconocer en el lenguaje y los modales que con frecuencia se manejan el viejo eco de la intolerancia hispánica, ese maniqueísmo dispuesto a descalificar al oponente y a excluirle de la comunidad y de la convivencia. La respuesta crispada que ha merecido un manifiesto de intelectuales independientes, pero culpables de haber pedido el sí, pese a que lo hicieran en términos que claramente les distanciaban de la gestión del Gobierno, resulta un excelente ejemplo. Para un sector de la izquierda de este país, simplemente, pedir el sí se ha convertido en un pecado sin posible perdón.Esta crispación, este maniqueísmo, resultan especialmente alarmantes porque éramos muchos los que nos hacíamos ilusiones de que, los viejos hábitos de intolerancia estaban desapareciendo de entre nosotros, aunque aún pesaran como una losa sobre la vida política del País Vasco. Habíamos llegado a creer que en la mayor parte de España se podía discutir de política sin negar la honestidad del adversario; y por consiguiente, sin correr el riesgo de pasar de la exclusión moral a la agresión física.

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Pero esta crispación y este maniqueísmo no son desde luego casuales: son fruto de una estrategia deliberadamente: desarrollada por los partidarios del no, una estrategia que parte de la identificación entre la permanencia en la OTAN y la guerra, entre la Alianza Atlántica y el belicismo sin matices o paliativos. Si se acepta esa premisa mayor, es difícil que el diálogo pueda proseguir, ya que implícitamente se está condenando a los partidarios del sí como defensores de los señores de la guerra, como partidarios, conscientes o inconscientes, del holocausto nuclear, como potenciadores de la tensión mundial y de los gastos de rearme a expensas de los sociales. ¿Quién reconocería honestidad moral o identidad progresista a nadie así?

La derecha está acusando, sin embargo, a los socialistas españoles de haber desatado los demonios que ahora recorren de nuevo el escenario de la política española. Convocar el referéndum ha sido un error, pues el consenso parlamentario en favor de la permanencia de nuestro país en la Alianza -más allá de los matices que separan las posiciones conservadoras de las del Gobierno- sería argumento suficiente para legitimar dicha permanencia. El referéndum no sólo sería entonces superfluo, sino que habría creado una polarización, y esa tensión sería exclusivamente de los socialistas. (En una versión de este argumento se juzga que el referéndum no tenía razón de ser y que, al convocarlo, el Gobierno simplemente ha tratado de eludir la responsabilidad moral de la decisión de permanecer en la, Alianza.)

Consulta comprometida

Sucede, sin embargo, que, desde el punto de vista de los socialistas, la convocatoria del referéndum no era excusable, pues suponía un compromiso (moral, precisamente) con el electorado, y el hecho de que el Gobierno hubiera llegado a la convicción de que para los intereses de España era mejor la permanencia que la salida no podía justificar el incumplimiento de ese compromiso. La única acusación comprensible contra el Gobierno sería la de no haberse definido antes, iniciando de esta forma una campaña de explicación sobre las consecuencias de una u otra decisión. Pero esta acusación tampoco tiene mucho sentido: cualquier persona adulta en cuestiones de política debe comprender que una opción tajante del Gobierno a favor de la permanencia en la Alianza, antes de consumarse la adhesión de nuestro país a la Comunidad Europea, habría supuesto una repetición del error de Calvo Sotelo en 1981, el error de adquirir compromisos sin contrapartidas.No tiene así mucho sentido que nadie intente eludir sus propias responsabilidades políticas y cívicas considerando el referéndum como cuestión privada del partido socialista, o como un intento del Gobierno de descargar en el pueblo el peso de una decisión ya tomada. Si estamos viviendo momentos de crispación, de histeria, en la ya famosa y certera expresión de Caro Baroja, no es porque los socialistas hayamos destapado irresponsable mente la caja de Pandora, sino porque los partidarios del no han decidido mantener la polémica a un nivel de profunda irracionalidad, de visceralidad y de exclusión, identificando una opción legítima en materias de seguridad y de política exterior con una apuesta por la guerra, el rearme y el imperialismo.

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Punto de reflexión

Éste es el punto donde, a mi juicio, deberían centrar su reflexión las personas que en este país se dicen de izquierda. Dentro del área comunista, el referéndum sobre la Alianza ha sido tomado como una ocasión dorada para reconstruir la unidad, prescindiendo por completo de las diferentes posiciones que en esta materia, teóricamente, deberían adoptar quienes se dicen eurocomunistas -condenando por tanto se supone, actuaciones del Pacto de Varsovia como la invasión de Checoslovaquia en 1968- y quienes, por definición, consideran que toda actuación exterior de la URSS, ya sea en Checoslovaquia o en Afganistán, es un acto al servicio de la paz. Esta tardía convergencia de los comunistas sólo podía conducir al falseamiento de sus posiciones, a que éstas sean pura ideología carente de contenido racional. Por lo demás, seguramente es mejor no insistir en las contradicciones de grupúsculos que se vuelcan a favor de la salida de la Alianza, en nombre del pacifismo, mientras proclaman su apoyo a la violencia como forma legítima de actuación para lograr la emancipación nacional, incluso en el marco de un Estado democrático.La base de esa confusa mezcolanza ideológica que permite agruparse en nombre de la paz a comunistas prosoviéticos, simpatizantes de la lucha armada y supuestos eurocomunistas es bien obvia: la identificación de la Alianza Atlántica con la guerra y el imperialismo. Y también en este caso se nos acusa desde la derecha, a los socialistas, de haber fomentado la confusión al subrayar en 1981-1982 los riesgos implícitos en la entrada de España en una Alianza hegemonizada por Estados Unidos. Sólo cabe confiar en que la posteridad sea más ecuánime al valorar las luces y sombras de este período: ¿se puede negar honestamente que la política de Estados Unidos -muy especialmente bajo la primera presidencia de Reagan- ha tenido connotaciones hegemónicas que han sido vistas como una amenaza para la paz mundial por muchas naciones? ¿Se puede afirmar honestamente que la Alianza Atlántica ha seguido una política equivalente a la del Pacto de Varsovia a la hora de asegurar una hegemonía de la principal potencia?

Por muchos que sean los reparos que nos merezca la política exterior norteamericana, debemos reconocer que la Alianza Atlántica no ha tenido su Budapest ni su Praga, que los aliados de la Unión Soviética envidiarían (envidian) la autonomía de los aliados europeos de EE UU. Y, sobre todo, debemos reconocer que la Alianza ha sido el único factor que ha contrapesado el abrumador poder convencional y nuclear de la Unión Soviética en la Europa de la posguerra. Sólo los prosoviéticos convencidos pueden ser tan ilusos como para creer que el complejo militar-industrial soviético no habría podido ser un factor desencadenante de una nueva guerra europea de no haber existido un contrapeso occidental en la forma de la Alianza Atlántica.

Situación nueva

Reconocer hechos tan obvios no significa afirmar que ésta sea una buena situación. El Gobierno ha manifestado repetidamente su voluntad de contribuir a crear una situación nueva en la que la seguridad europea no dependa de Estados Unidos, o al menos no en la medida actual, que a la hora de ciertas decisiones cruciales, supone un enfeudamiento de facto a los intereses y decisiones deEE UU. Pero pensar que se puede contribuir a crear esa nueva situación desde fuera de la Alianza, ignorando que no somos precisamente Suecia, sino un país industrial en tardío trance de reconversión, y que nuestra posible fuerza como interlocutores depende del apoyo de nuestros socios europeos (lo que implica no sólo la integración en la CE, sino una presencia activa en la Alianza), es no ya idealismo, sino demagogia.

Si se supera la necesidad de buscar banderas para la movilización de fuerzas políticas que han visto derrumbarse su credibilidad por sus propias contradicciones internas, si se abandona la tentación de la demagogia y de tratar de convencer a los españoles de que pueden ser europeos sin compartir los problemas de seguridad que comparten los demás países de Europa, sí se abandona la idea delirante de que la mejor forma de asegurar la paz es abandonar toda defensa, la oferta de paz y seguridad del Gobierno español es la mejor pensable: una España solidaria de los países occidentales cuyas libertades comparte; una España desnuclearizada, porque la instalación de armas nucleares en nuestro suelo aumentaría nuestros riesgos y no favorecería la seguridad europea; una España con menor presencia norteamericana por estar más ligada a sus aliados europeos. ¿Qué, alternativa verosímil pueden ofrecer los partidarios del no?

José María Benegas es secretario de organización del PSOE.

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