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Consuelo

Rosa Montero

Consuelo, con sus casi 87 años, el cabello recogido en ondas grises, la cara diminuta, manos ágiles. Lo único que ha hecho Consuelo Bergés en su muy larga vida ha sido pensar rápido y bien, cultivar la delicada raíz del arte, traducirnos a Proust, recrear e introducir a Stendhal en España, hacernos más cultos y más sabios. O sea, lo que se dice casi nada. Si hubiera amasado una fortuna de millones, aun a costa de unas cuantas y hábiles estafas; si hubiera defraudado al fisco en gran escala; si hubiera dedicado su longevidad, en fin, al propio lucro, no me cabe duda de que ahora estaría convertida en prócera de la patria, en fuerza, viva. Pero consagrar tu existencia a la cultura es una insensatez, una bobada. El nuestro es un país despiadado con los artistas y con los viejos. Consuelo, que reúne ambos estigmas, va apañada.Ha tenido que hundirse un hospital para que nos enteremos de que la Bergés está enferma de tanto vivir, que no puede valerse por sí misma y que no alcanza a pagarse una usistencia adecuada. "Siempre he pensado que tenía que morirme pronto, pero poseo una resistencia de camella", refunfuña ella, aburrida de sobrevivirse. Es una pizca de mujer, apenas si hace bulto entre las sábanas. Y, sin embargo, acaba de publicar un libro delicioso, los Retratos de cortesanas, de Saint-Simon. O sea, que chiquitita y pachucha sí que está, pero su lucidez permanece intacta y es memorable. "Nos han hecho la puñeta al cerrar el hospital, han puesto a 60 trabajadores en la calle", arenga la Bergés, tan peleona y libertaria como siempre, muy vivos sus ojos casi ciegos, muy suave su piel, seda plisada.

Ahora parece que el Ministerio de Cultura, que se ha enterado de su situación por los papeles, va a ayudar económicamente a la Bergés. Podemos respirar de nuevo libremente, arrinconar nuestra tibia sensación de culpabilidad, desentendernos. Podemos olvidar que ésta es una sociedad ingrata y sin memoria que lo único que respeta es el dinero. Por no mencionar a los muchos ancianos sin recursos, a todos aquellos que ni siquiera tienen la esperanza de que sus anónimos nombres resuenen algún día en un ministerio.

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