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El último centauro

Del anterior fin de siglo a este, la energía humana no ha cedido en su continuidad mitológica. Hace más de 20 años asistí a la proyección de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, insípida traducción, por lo que veo aún vigente, de una película cuyo título original es mucho más sutil e intimista. Pasa del plural al singular; o sea, de un volamos a un cómo dejo de preocuparme y (por decirlo -supongo- de alguna manera) amo la bomba. Realmente, he ahí un idilio al que ha sabido mantenerse fiel la humanidad, sin distinción de credos ni de culturas. Hoy, el ser-en-el-mundo es amar la bomba y tanto más se la ama cuanto más avanzado es (como en Estados Unidos o en la Unión Soviética) el desarrollo científico.En un mundo propenso a dar vueltas sin descanso, más al acecho que nunca, no es fácil saber cuál será el dedo más ágil en oprimir el botón que nos instale en un reposo definitivo. Antes de que semejante bendición se produzca, las imágenes de Kubrick actúan como un potente analgésico. Por una parte nos ofrece la visión reparadora del último centauro (un cow-boy piloto que pasa de contemplar la chica del mes en Playboy a montar su querida bomba, arrojándose a una ciudad comunista) y sublima así el sentido básico del 7 de Caballería y sus innumerables beneficios en pro de la raza humana. Pero además el director consigue amenizar la historia mediante unos brochazos aproximativos a la diplomacia de los grandes países, es decir, de los países de gran tamaño y abundantes en toda suerte de maravillas: vodka y cerebros, eficacia y whisky, y una prevención estupenda del desastre final para tener informada a cualquier persona que se precie. De modo que ya está asumido el tema: es una película, cierto, pero parece el documental reciente de un planeta extinguido cuya destrucción nos llegará proyectada en un rayo de luz suspenso entre la nada y la nada. Y en medio, riendo con la película, nosotros.

La bomba tiene su aquel y su carisma, pues si es el fantasma de la aniquilación aplazada, nosotros somos los supervivientes provisionales, o los moribundos en conserva, del último acto tras un telón que, no obstante mantenernos algo encogidos, no acaba de caer.

La verdadera odisea del espacio no es el 2001, sino 1963, año de distribución del filme. (Aunque hubo ya el ensayo general de otros documentales bastante convincentes, como los de Hiroshima y Nagasaki.) Las máquinas pueden enloquecer, pero jamás conseguirán odiarse y malentenderse de modo tan perfecto como los hombres, insólitos animales ajenos a los instintos más elementales, que los han sustituido por una atomización autodestructiva tan delirante que todavía la siguen llamando inteligencia. En cualquier caso, gratuita y sin trámites, acabaremos por conseguir la incineración colectiva. Y si no llegáramos a tan deslumbrante final (más brillante que mil soles), no hay que desesperar: sorprendentemente, ello demostraría que seguimos vivos provisionales, o moribundos míticos, por una temporadita más. Y en el mejor de los mundos.

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