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¿Modernización o democracia?

La modernización inevitable parece el único horizonte para la sociedad y la política españolas de los próximos años. Con ella -se afirma- se pondrá fin al aislamiento internacional y se recuperará la distancia perdida durante nuestra decadencia. Así, lo que ha dado en llamarse consolidación de la democracia se presenta cada vez más como un proceso de legitimación de una clase gobernante mediante el éxito en ese objetivo de renovación tecnológica y productiva y de integración internacional. Pero con ello se corre, entre otros, el grave riesgo de disipar la vigencia de algunos valores característicos de la idea misma de democracia.Lo cierto es que el actual proceso de modernización económica, al tiempo que transforma viejas relaciones sociales de dependencia, genera nuevas formas de exclusión y nuevas desigualdades, hasta el punto de que podría llegar a configurarse una sociedad dual: por una parte, personas con ocupación estable, con rentas, prestaciones y subvenciones garantizadas, directa o indirectamente, por el Estado; por otra parte, parados, personas con empleos precarios, emigrados, extranjeros. Ya ahora, la multiplicación de egoísmos y corporativismos, el incremento del miedo, son signos que podrían preludiar ese desenlace.

Al mismo tiempo, el fortalecimiento de nuevos circuitos económicos crea o robustece nuevos centros de poder (en los que a menudo se imbrican investigación científica, producción industrial y organización militar) fuera del área central de la organización social y política, es decir, lejos del control tanto de las instituciones representativas como de la opinión pública y del mercado.

La influencia constante, percibida en sus efectos, pero no siempre localizada en sus orígenes, de estos poderes invisibles y de los consiguientes procesos ocultos de decisión contribuye a crear la sensación de que los fines y las alternativas políticas ya están determinados, de que sólo hay unas opciones necesarias y "una única política posible". Con destinos aparentemente obligados, parece como si se difuminasen las adscripciones ideológicas y se hiciera borrosa la misma distinción entre izquierdas y derechas. En lo inmediato, esta situación puede favorecer el resurgimiento de algunos viejos rasgos de jacobinismo político: una minoría ilustrada se autoatribuye una legitimidad dirigente por posesión de una supuesta "conciencia de la necesidad histórica" y se presenta como única intérprete general. Sin embargo, a medio o largo plazo, cabe prever una agudización de la crisis de credibilidad de los representantes políticos, dado que asumen una representación cada vez más formal, difícilmente mediadora entre los intereses diversos del conjunto de la sociedad.

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Esta perspectiva se suma en España a la pervivencia de algunos de los poderes fácticos tradicionales, así como a mentalidades colectivas arraigadas en una sociedad de industrialización tardía y caótica, sin apenas experiencia histórica de práctica democrática: inhibición de los asuntos públicos si no comportan una expectativa de beneficio personal inmediato; comportamientos clientelares en las relaciones entre ciudadano y Administración; escaso nivel de cultura política, perceptible en la tendencia a personalizar las opciones partidarias y en los bajísimos niveles de asociacionismo voluntario e incluso de participacion electoral.

La extraordinaria complejidad de los fenómenos de disgregacion y recomposición de vínculos sociales en que estamos inmersos parece haber descalificado antiguos sueños de integración funcional global. El pensamiento de la derecha se ha decantado espectacularmente estos últimos años hacia un neoliberalismo económico bastante parecido a la reivindicación de la ley de la selva, sin ni siquiera la ilusión de aquella mano invisible que, según los liberales clásicos, debía armonizar los intereses particulares con unla prosperidad general.

Pero también son cada vez menos los que sostienen el vetusto esquema izquierdista según el cual una época de recesión y disolución de las estructuras sociales tradicionales conduciría o bien hacia una respuesta autoritaria, parafascista, o bien hacia una situación prerrevolucionaría. La alternativa que parece abrirse ante nosotros más bien

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se asemeja, o bien a lo que podría llamarse una poliarquía autocrática, con afianzamiento de' los diversos centros de poder incontrolado y de los corporativismos sociales (una especie de refeudalización de la sociedad), o bien a la institucionalización del pruralismo mediante la profundización de la democracia y su extensión a todos los ámbitos de vida social.

No hay, pues, una única modernización posible. Y la intervención de los poderes públicos en el proceso previsible no tiene establecida una única y necesaria línea de actuación. Es bien cierto que la que Max Weber llamó ética de las convicciones es propia de profetas y místicos, y con ella las mejores intenciones pueden provocar resultados desastrosos. Toda acción política debe tener en cuenta el entorno y las reacciones que en el mismo puede suscitar, las cuales obligan a menudo a revisar hipótesis usadas de antemano.

Pero este juicio por los resultados (más que por los principios), propio de la ética política de la responsabilidad, no determina soluciones únicas ante cada problema concreto ni implica ausencia de valores, ya que todo juicio tiene que basarse forzosamente en algún criterio que permita distinguir los resultados deseables de los indeseables, Si el fin de la actividad política fuera sólo la conquista y el mantenimiento del poder estatal, tal vez bastaría con una modernización concebida como mera adaptación fatalista a procesos inducidos, aunque ello supusiera la afirmación de una nueva tecnocracia y la consagración como máxima prioridad del Estado de su presencia en el tablero de ajedrez mundial (en el caso español, más como peón que como alfil, desde luego). Cabe advertir que, con reglas de juego democrático, este tipo de objetivos suele requerir más bien desmovilización y apatía política en la población y, por tanto, tiende a menoscabar la virtualidad de la democracia misma y posibilita el manten¡miento y producción de viejos hábitos oscurantistas del pasado.

Si se trata, en cambio de consolidar y desarrollar la democracia, hay que aumentar la transparencia y las posibilidades de control de los centros y procesos de decisión, multiplicar los mecanismos y las áreas de participación como vía de difusión del poder y ampliación de sus contrapesos, crear mayores oportunidades de iniciativa e intervención social en los asuntos públicos.

Existen, pues, unos valores propios de la democracia, indispensables para mensurar los resultados de una u otra política concreta de modernización. En primer lugar, el valor de la tolerancia, concebida menos como insensibilidad pasiva que como reconocimiento de. la diferencia, ocasión de diálogo y comunicación. En segundo lugar, la solidaridad con los más desfavorecidos como esfuerzo por evitar la cristalización de privilegios y por reducir las desigualdades arbitrarias o azarosas. Como búsqueda que da sentido al pluralismo, el mayor desarrollo de las facultades de cada uno y las mayores oportunidades de ejercer la libertad de elegir entre los diversos caminos posibles de creatividad personal. Sólo con la articulación y la contrastación empírica de la vigencia de estos valores, así como con su consideración relativa con respecto a otros como la seguridad, las jerarquías heredadas, la afirmación nacional, etcétera, es posible asumir la responsabilidad ética por los resultados de una u otra política realizada.

Todo esto es exactamente lo contrario de cualquier utopía de final feliz con sociedad perfecta. La lucidez desencantada conlleva la feliz pérdida de aquellos engañosos consuelos; precisamente por eso, tiende a desarrollar en mayor medida la capacidad de crítica, matiz y opción.

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