El equilibrio del poder
Hay general acuerdo entre los historiadores sobre el hecho de que la idea del equilibrio del poder -llamada también de otros modos: balanza del poder, balanza de fuerzas- entre dos o más naciones es una noción moderna. Si se quiere, una solución moderna a un problema muy antiguo: el que se planteó en muy diversas ocasiones cuando varios países, generalmente contiguos, formaron algún sistema donde la potencia (militar o económica, o ambas) de cada país constituía un factor importante en las relaciones, y especialmente en los conflictos, mutuas.Un ejemplo, acaso el primero en la época moderna, de tales sistemas fueron los Estados-ciudades italianos en el Renacimiento. Otro, el más destacado y discutido, fueron las naciones europeas desde el siglo XVI hasta época muy reciente. Un tercero -en muchos respectos distinto de los anteriores- es el conglomerado de potencias y superpotencias en la época actual.
La noción de equilibrio del poder en el sentido apuntado consiste fundamentalmente en la idea de que no conviene que ninguno de los países del sistema alcance un predominio absoluto, o siquiera excesivo, sobre cualquier otro. Si uno de los países se esfuerza por alcanzar tal predominio, los demás formarán alianzas con el fin de impedirlo. Ello puede conducir, y ha conducido con frecuencia, a guerras. Pero no siempre necesariamente a guerras de exterminio. Aceptada la realidad de una pluralidad de países formando un sistema, a ninguno de ellos interesa que otro desaparezca por completo del mapa. Aun en caso de guerra, no parece convenir a nadie que, como resultado de alguna aplastante victoria, aumente desmesuradamente el poder de ninguna de las naciones ganadoras. Ello alteraría el equilibrio que se había tratado justamente de conservar, haciéndose necesarias nuevas alianzas y contraalianzas, por no decir nuevos conflictos armados.
Así, el temor que cada país del sistema pueda sentir ante la posible prepotencia de cualquier otro garantiza en principio la existencia como entidad política independiente (o relativamente independiente) de todos y cada uno. Si, para simplificar a un extremo, el sistema de referencia se compone de tres países, llamados Combría, Lombría y Sombría, resultará que el aumento desproporcionado y, por tanto, amenazador del poder de Combría inducirá a Lombría y a Sombría a unirse para poner a Combría en su sitio -el que le correspondía según el equilibrio estimado deseable-, aun a costa de una guerra. Pero si Lombría saliera de ésta con un incremento del poder muy superior al de cualquiera de los otros dos países, Combría y Sombría encontrarían fácilmente razones para unirse y poner -posiblemente mediante una guerra, pero también por medio de represalias económicas- a Lombría a raya. Y así sucesivamente, permitiendo de tal suerte que los tres países siguieran subsistiendo.
Durante más de tres siglos, la idea -y la subsiguiente práctica- del equilibrio de poderes ejerció notoria influencia en Europa. Gran parte de las relaciones -políticas, económicas y diplomáticas- entre naciones y hasta ciertos aspectos del derecho internacional fueron guiados por ella. Cabe preguntar, pues, por qué esta idea ha sido tan criticada.
Varias razones abonan esta crítica.
Por mor de la conservación del equilibrio del poder, y contrariamente a los mismos principios que rigen esta idea, varias naciones pueden unirse con el fin de exterminar a otra. Tal sucedió, de hecho, con el reparto de Polonia por Austria, Prusia y Rusia. Este reparto permitió a dichos tres países conservar su equilibrio del poder, pero a costa de suprimir una de las pesas que hacían incómoda la balanza.
La obsesión por el equilibrio del poder puede llevar a que varios países -o, si se quiere, sus Gobiernos- se unan con el fin de reprimir a sangre y fuego cualesquiera intentos de liberación, política, económica o social, que puedan emerger del seno de las respectivas poblaciones. Esto explica la aversión que en el siglo XX sintieron muchos hacia la Santa Alianza, organizada en principio para mantener un equilibrio que las guerras napóleónicas habían gravemente quebrantado, pero dando por resultado una atmósfera de reaccionarismo a ultranza.
La situación orwelliana de tres o más potencias en guerras continuadas -aunque siempre un tanto periféricas- hechas posibles por continuas alianzas y contraalianzas (situación que mutatis mutandis es análoga a la que se manifestó numerosas veces en el curso de la historia europea moderna) es otra razón para sentir desvío hacia la idea de un equilibrio de poderes entre países.
Una vez admitidos todos estos posibles quebrantos, cabe preguntar si hay en el mundo alternativas mejores que las de cierto equilibrio de poderes.
Desde luego, hay una altemativa mejor: un serio y sincero entendimiento entre varios, y a la postre todos los países, con el fin de mantener la paz universal
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-y, como Kant proponía, perpetua-, junto con un esfuerzo, igualmente serio y sincero, para subrayar objetivos y características comunes sin detrimento de la variedad en la medida en que ésta pueda contribuir a mayores y más valiosos desarrollos culturales.
Pero hasta que esta alternativa mejor deje de ser meramente utópica, la noción de equilibrio de poderes entre países que, para empezar, consiste en que se hable y negocie en vez de mirarse fijamente a los ojos, como gallos a punto de pelea- no deberá echarse completamente en saco roto. No es menester seguir a rajatabla las normas del pasado; pueden rechazarse sus inconvenientes para rescatar algunas de sus ventajas.
Una notoria es que puede representar un dique contra una posible amenaza: la conquista, y unificación, a sangre y fuego por parte de alguna potencia, o superpotencia, que pudiera sucumbir a la tentación de conseguir un completo predominio, fuese en nombre de sus propios intereses o (lo que no sería improbable) en nombre de la necesidad de salvar a todo el mundo de las garras de alguna otra potencia considerada ideológicamente nociva. Acaso unas cuantas de esas conquistas y unificaciones han dado, en un pasado más o menos (más bien más que menos) remoto, algunos resultados aceptables en tanto que han permitido la formación de un ámbito común susceptible de ser aprovechado para el intercambio pacífico de bienes materiales y espirituales. Pero en otros casos han engendrado únicamente cruentas guerras ideológicas, religiosas o políticas. Fue justa y precisamente este hecho, o siquiera esta posibilidad, lo que. en el curso de la historia moderna europea obligó a poner de nuevo en circulación la política del equilibrio de poderes; las guerras de religión o los conflictos ideológicos a gran escala mostraron que por este camino se podía desembocar en una general bancarrota.
En la situación actual, además, un intento semejante de casi completo predominio debería tener por objeto el globo entero y no sólo un sistema de países, de modo que el resultado sería una conflagración general que podría acabar con la propia potencia salvadora.
La noción de un equilibrio de poderes es un mal menor. Hasta que no llegue el mencionado bien mayor será mejor explorar los resultados beneficiosos que pueda aportarnos a todos.
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