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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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¿El fin de la ética del trabajo?

Desde que a finales de los años sesenta ciertos sociólogos constataron un cambio en la actitud hacia el trabajo de los obreros británicos de la ciudad de Luton, no ha cesado de hablarse de la actitud hacia el trabajo de la clase obrera, actitud que ha ido generalizándose a administrativos, técnicos, e incluso a los ejecutivos. Dicha actitud supone que el trabajo es concebido por los trabajadores como un mero instrumento para la vida que se desarrolla fuera del mundo laboral: ello implica también que el mundo del trabajo asalariado no es susceptible de otorgar satisfacciones: las satisfacciones hay que encontrar las en otra parte.El estudio al que nos estamos refiriendo, The affluent worker (mal traducido al castellano por El trabajador opulento, por las connotaciones que la palabra opulento evoca), pretendía, además, terciar en la polémica suscitada unos años atrás sobre el aburguesamiento de los trabajadores como consecuencia del desarrollo económico de las sociedades capitalistas después de la II Guerra Mundial. Pues bien, a partir de los resultados de la investigación que reseñamos, puede inferirse que las hipótesis de partida eran hipótesis elaboradas por las clases medias, y en concreto por los profesionales de las ciencias sociales, quienes, tal vez inintencionadamente, aspiraban a mostrar que los trabajadores compartían su propia ideología. La clase obrera, al mejorar económicamente, incorporaba un a visión burguesa de la sociedad, donde la lucha de clases había dejado paso a la negociación y el consenso para repartir los beneficios del pastel. Además, estos nuevos trabajadores deberían aspirar a lograr un trabajo satisfactorio, acabando así con el fantasma de la alienación de los marxistas. Sin embargo, más tarde se ha visto que aquellos trabajadores ni buscaban obtener un trabajo satisfactorio ni tampoco se encontraban insatisfechos con el que tenían. La aparente contradicción podía resolverse mediante la conclusión de que se había operado un cambio en el valor y la importancia concedidas al trabajo.

Pero, ¿puede generalizarse esta conclusión a otros países y a otros estratos ocupacionales, como los administrativos, profesionales, técnicos, etcétera? Un indicador del estado de la cuestión nos lo podrían ofrecer los resultados de las encuestas sobre satisfacción en el trabajo; poco es, sin embargo, el conocimiento que nos ofrecen dichas encuestas, no sólo por las reservas metodológicas y epistemológicas respecto a esta clase de estudios, que ciertamente cuentan, sino por la polisemia del concepto de trabajo que autoriza la sobredeterminación de múltiples significados. (El trabajo es una actividad tan primaria y a la vez tan compleja, puesto que se ponen en juego muchos factores personales y sociales, que es vulnerable de una sutil y a veces burda penetración ideológica.)

Los resultados de las encuestas realizadas a escala nacional, en los países industrializados, entre los trabajadores de los diferentes estratos ocupacionales, nos dicen que un número muy elevado de éstos se consideran satisfechos en su trabajo, en un porcentaje que oscila alrededor del 80%. Ello supondría que la actitud instrumental hacia el trabajo es minoritaria, y que los trabajadores han incorporado la ética del trabajo, expresada por el calvinismo, que sitúa el trabajo en los puestos de cabecera de la jerarquía de valores de las sociedades occidentales. ¿Qué razones hay, pues, para dudar de tales resultados? Una de las cosas más sorprendentes es la estabilidad de la cifra de satisfechos en los últimos 25 años, con independencia del país, la época bien de crecimiento o bien de crisis, el sector industrial correspondiente o el modelo de empresa, a pesar de que se han producido variaciones muy notables en todos estos factores. Por todo ello, hay que pensar en que la respuesta dada tiene una lectura diferente a la lectura prima facie que se le ha dado.

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LA ÉTICA DEL OCIO

Otros indicadores indirectos d e la situación laboral, tanto objetivos (absentismo, rotación en los puestos, accidentes, etcétera) como subjetivos (investigaciones sobre las condiciones de trabajo y opiniones de los trabajadores respecto a aspectos de su vida laboral), muestran que la situación es bien distinta. Así, en un estudio realizado a escala nacional en una gran empresa española, se obtuvieron porcentajes semejantes a los citados en cuanto a la satisfacción en el trabajo; sin embargo, las opiniones sobre determinados aspectos del trabajo, como los salarios, la seguridad e higiene o la organización, eran negativos, con unos porcentajes que oscilaban entre un 40% y un 80%, según los aspectos contemplados.

Una serie de condiciones socioeconómicas están influyendo en una progresiva asunción de la llamada ética del ocio, que considera el trabajo como una actividad no mejorable mediante las diversas técnicas que actualmente se proponen (ampliación de tareas, enriquecimiento de los puestos, círculos de calidad, grupos autónomos de trabajo, etcétera), técnicas que tampoco suponen, por otra parte, unas mayores capacidades de decisión y control del trabajador sobre su trabajo, sino que le ofrecen una mera ilusión de participación. De ahí que la ética del ocio considera el trabajo como instrumento para la obtención de satisfacciones fuera del mismo.

Esta actitud no es ciertamente nueva. Los trabajadores, durante los siglos XVIII y XIX resistieron en mayor o menor grado el proceso de industrialización que los sacaba del campo para concentrarlos junto a las fábricas. En el siglo XX, señala Coriat, la introducción del cronómetro en el taller y la fábrica para la medición de tiempos supone la máxima expropiación del saber obrero: los nuevos métodos irán afectando progresivamente a los distintos estratos ocupacionales a través del control de la gestión por resultados, la dirección por objetivos... Durante todo este largo período, que abarca más de 200 años, resulta impensable, por innecesario, considerar la satisfacción del obrero en su trabajo. Es en las épocas de expansión económica y de escasez de mano de obra, especialmente tras la última guerra mundial y las conquistas sociales logradas, cuando comienza a darse importancia a la satisfacción que el trabajador de cualquier grado siente en su trabajo, bajo la óptica de que una mayor satisfacción genera automáticamente un aumento de productividad, lo que posteriormente se ha demostrado, tras múltiples investigaciones, que a lo sumo es incierto, si no falso. (Se calculan en más de 3.000 los artículos e investigaciones publicados sobre este tema entre 1946 y 1976).

La nueva revolución tecnológica, no obstante, ha buscado incrementar la productividad, confiando más en la máquina, en este caso la computadora, que en el hombre, introduciendo así un brusco giro en el marco de las relaciones laborales que rige en las sociedades capitalistas occidentales.

La característica más visible de ese giro es la aparición de un paro estructural elevado, que alcanza cotas dramáticas en España y que da lugar a una clase trabajadora, ya de por sí fragmentada en los últimos años, escindida y dicotomizada. El estrato superior estaría integrado por aquellos trabajadores que poseen un trabajo estable, con seguridad social y otros derechos laborales; el estrato inferior lo integrarían los trabajadores desempleados, los jóvenes que no han accedido a su primer empleo y quienes realizan trabajos temporales, eventuales o en la economía sumergida, todos los cuales carecen de derechos laborales y ocupan los puestos de trabajo peor remunerados y/o en peores condiciones. Como muestra baste señalar que los recientes contratos temporales concertados entre las empresas y el Inem, proporcionan una mano de obra barata, con un salario en muchos casos que no llega a la mitad del salario que reciben los trabajadores fijos de idéntica categoría y que vienen a realizar las tareas más ingratas y no deseadas por los trabajadores estables. Lo más sorprendente es que las empresas contratantes pasan a ser consideradas como socialmente benéficas para el país.

TRABAJADORES PRIVILEGIADOS

Los trabajadores del estrato superior se sienten inseguros y temen, por su parte, caer en el estrato inferior, con lo que perderían sus derechos, que ahora comienzan a ser considerados como privilegios. Es esta situación privilegiada la que ocasiona que los trabajadores estables se consideren satisfechos, con independencia de cómo sea su trabajo o las condiciones en que el mismo se realiza.

La opinión de los trabajadores del segundo estrato es menos conocida, pues no han logrado el mínimo estatuto necesario para que sean escuchadas sus opiniones (además, se presiente que éstas no serán favorables para el sistema y, por tanto, es preferible no preguntar por ellas). Los escasos datos existentes muestran una doble actitud: la de los que tienen ciertas expectativas y posibilidades de acceder al estrato superior comparten con los miembros de éste su jerarquía de valores, y la deaquellos que por su edad o falta de cualificación profesional difícilmente pueden tener expectativas. Es dentro de este último grupo donde se deserta de la ética del trabajo y se comienza a considerar el trabajo como instrumental, aunque su alcance sea minoritario, pues no resulta posible mantener una imagen de sí mismo deteriorada durante largo tiempo. Aquí podríamos destacar el caso de los jóvenes sin trabajo de la periferia de las grandes ciudades, los jornaleros andaluces, para los que la situación se convierte en endémica y los restos de las operaciones de reconversión industrial.

Otra característica de las últimas décadas es la posibilidad de un mayor tiempo libre, posibilidad que se vislumbra que puede incrementarse con una reducción progresiva de la jornada laboral, orientada a paliar, parcialmente al menos, la dramática situación del desempleo. La disponibilidad de un mayor tiempo libre potencia también la ética del ocio y la consiguiente actitud instrumental hacia el trabajo, por las mayores ocasiones que proporciona de lograr satisfacciones extralaborales.

Si pasamos ahora a considerar el trabajo en sí y la búsqueda de la llamada realización personal a través del trabajo, siguiendo la exhortación ideológica suministrada por la ética del trabajo, creemos que a lo sumo es un pío deseo de los estratos profesionales que han pasado a prestar sus servicios, durante las últimas décadas, en las organizaciones de todo tipo (empresariales, asistenciales, culturales, cívicas, públicas, etcétera) y que ocupan posiciones de un cierto estatus en ellas. La obtención de un trabajo que posibilite el ejercicio de la autonomía, la responsabilidad y el control sobre el mismo no deja de ser una aspiración utópica, salvo para un grupo muy restringido. Cabe señalar que tras esta aspiración se vislumbra, en el horizonte subliminar, el aura que estas nuevas clases medias, en su intento por salvar la brecha existente entre trabajo y vida, otorgan al trabajo artesano y campesino, y que da lugar a la aparición de los hobbyes -que suelen ser actividades manuales y el cultivo de pequeñas huertas o jardines en la segunda vivienda. Como es sabido, el trabajo artesanal en épocas anteriores ocupaba sólo a fracciones muy pequeñas de la población, y el trabajo campesino se desarrollaba en condiciones muy penosas, que carecían del romanticismo del que actualmente se le pretende dotar.

En este sentido hay que resaltar que la situación de millones de trabajadores es hoy menos mala que la padecida durante siglos en las sociedades occidentales, gracias a unas condiciones de trabajo arrancadas con esfuerzo. Tal vez radique aquí otra explicación probable del elevado porcentaje de trabajadores que dicen estar satisfechos con su trabajo. Una nueva explicación posible y plausible podría residir en el hecho de constatar que los trabajadores, en la compleja situación laboral, tienen ocasión, en el trabajo y alrededor de él, de aumentar el sentimiento socialmente generado, de la dignidad y la valía personales, como Harré apunta en El ser social. Se ha dicho que el trabajo curte, madura a la persona, constituyéndose así en un reservorio de virtudes. Pero es más cierto que dichas características no son inherentes al trabajo, sino que las sociedades industriales han otorgado precisamente esos significados al trabajo, constituyendo de este modo un punto de referencia fundamental para la construcción de la identidad de las personas que viven en esas sociedades.

LA FIGURA DEL JEFE

Quizá se haya sobreentendido también en muchas ocasiones que satisfacción es sinónimo de placer, pero ello no siempre es así: alguien puede sentirse satisfecho por el deber cumplido, pero sin obtener placer. Algo parecido sucede en el trabajo industrial, a medida que se concede mayor valor e importancia al trabajo, más dolorosa y frustrante puede ser la realización del mismo. La alienación supone que se otorga al trabajo un valor máximo. De este modo, Marx compartía los valores de la sociedad industrial y ha contribuido no poco a que los sentimientos de frustración y desesperación aumentaran.

La ética del ocio y la consiguiente actitud instrumental hacia el trabajo limitan la importancia de éste, desviando la búsqueda de satisfacción hacia otras fuentes. La ética calvinista del trabajo había operado un deslizamiento, desde el trabajo como actividad humana básica y primaria hacia el trabajo como actividad asalariada en una sociedad de clases. Pero el deslizamiento y la mistificación producidos por esta ideología no acaban aquí, pues se ha pretendido además considerar las instituciones y organizaciones de todo tipo como una familia que da lugar a un sistema de dirección centrado en el jefe, quien adquiere unas características cuasi-mágicas, fundamento de paternalismo imperante en muchas empresas. La potenciación de la figura del jefe o líder supone, con cierta frecuencia, la infantilización de los trabajadores y el recorte de sus derechos. La concepción instrumental del trabajo, por el contrario, pretende o logra inintencionadamente acabar con esta situación. Los trabajadores opulentos citados anteriormente opinaban que el mejor jefe era el que los dejaba en paz, es decir, el que les permitía trabajar y organizarse a su aire.

Partiendo de las consideraciones estructurales del trabajo y de las opiniones de los trabajadores hacia el mismo, parece poder deducirse que la nueva revolución industrial está favoreciendo un cambio en la valoración otorgada al trabajo, así como la posibilidad de obtener satisfacción o insatisfacción de éste. Incluso los estratos ocupacionales superiores, esto es, los integrados por profesionales, técnicos y directivos de nivel medio, comienzan a verse afectados por dicho proceso, siendo ahora sujetos de exhortación ideológica, al igual que los miembros de los estratos inferiores lo habían venido siendo desde hace varias décadas. Un lugar idóneo para el adoctrinamiento son las escuelas de directivos y mandos, como lo muestran sus programas de estudio. También se produce la amonestación directa; en estos últimos años, con motivo de conflictos laborales, han sido precisamente los mandos y directivos medios, y no los trabajadores, el objeto de exhortación ideológica y de presión, advirtiéndoles que su cargo era de libre designación para la organización, por lo que corrían un grave peligro si se sumaban a los actos de protesta promovidos por sindicatos y trabajadores.

Las continuas reorganizaciones que se producen en las empresas, las administraciones públicas y otras instituciones, las fusiones, cierres, absorciones de empresas, así como la obsolescencia de los conocimientos técnicos; todo ello contribuye a que cada vez sea mayor el contingente de personas que van quedando en la cuneta de un camino que ellos, un día, entusiastamente favorecieron; el camino de la introducción acelerada de nuevas tecnologías. (Ello demuestra una vez más que las tecnologías no son neutras, como comúnmente se pretende hacer creer, pues su diseño responde a la intención de sus patrocinadores.)

Asimismo, se observa la apertura de un nuevo frente que los directivos han de encarar, el frente familiar. Las mujeres de los directivos reivindican su derecho a compartir más la vida de sus maridos, y los hijos de éstos cada vez muestran una mayor desafección a la ética que sus padres han incorporado.

La revolución tecnológica que se nos viene encima, objetivamente dificulta o impide la obtención de satisfacción a partir del trabajo y el mantenimiento de la concepción ética que lo sustenta. Los sujetos pasivos de esa revolución, que nuevamente otorga la primacía a la máquina, es previsible que ensayen distintos comportamientos, desde la rebelión colectiva declarada al rechazo individual encubierto, en su intento por echar un pulso al ordenador que permita ganar pequeños espacios de un control que cada vez más se les escapa. Muy dificil resultará que los trabajadores de distinto grado de cualificación profesional vuelvan a dejarse seducir por los cantos a la realización en el trabajo, algo reservado a una elite muy reducida, de la que difícilmente podrán formar parte. La ética del ocio abre el paso a la contemplación de una sociedad diferente.

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