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Evocación de Antonio Tovar / y 2

En la enseñanza tuvo el segundo de sus motivos la vocación de Antonio Tovar. Sucesivamente fue docente -con mayor propiedad, maestro- en Salamanca (latín), en Buenos Aires (griego), en Tucurnán (lingüística), en Urbana, Illinois (filología clásica), en Madrid (latín) y en Tubinga (lingüística comparada) -linda hazaña llevar con fruto trigo a Castilla, hierro a Vizcaya y lingüística comparada a las riberas del Neckar-, y en todas partes dejó discípulos impregnados de amor al saber filológico y de agradecida amistad hacia el maestro que en él les inició. Docenas de nombres españoles, americanos y alemanes, no pocos ya eminentes como hombres de ciencia, podrían ilustrar este aserto mío. Pero acaso el del colombiano Francisco Carranza Romero, que en el Instituto Caro y Cuervo perfeccionó con Antonio Tovar su quechua materno, sea el más elocuente y conmovedor. Porque en quechua y en castellano ha querido Francisco Carranza expresar su condolencia a la viuda de nuestro compañero -Mamacha Consu, la llama-, y prometerle una visita a la tumba de quien le ayudó a ser el hombre y el colombiano que él quería ser. "Los que conmigo hablan", dice Sócrates en el Teeteto platónico, "al pronto parece que no saben nada; pero en la conversación dan a luz cosas sorprendentes, gracias a un arte parteril en el que yo y algún dios tenemos parte". Algo semejante hubiera podido decir de sí mismo el socrático Antonio Tovar, maestro a uno y a otro lado del Atlántico. Uno de los primerísimos trabajos filológicos de Tovar fue, antes lo apunté, la amplia reseña crítica del volumen con que, todavía en Alemania, Werner Jaeger inició la publica ción de su célebre Paidéia (1934). Pues bien: como si ese temprano ejercicio hubiese configurado su vocación de enseñante, la docen cia de Tovar no fue sólo ense ñanza, fue también paideia, educación, convivencia enderezada a formar intelectual, social y éticamente -en una palabra, humanamente- a cuantos, como discípulos, y no sólo como alum nos, oyeron sus lecciones. Testimonio impreso de ello son, entre tantos posibles, su libro Universidad y educación de masas y su meditación sobre la Política de Aristóteles. Como hemos ido viendo, en su condición y su destino de español -a la postre, en la realidad histórica de España- tuvo el tercero de sus motivos la vocación personal de Antonio Tovar. Y así como el filólogo clásico que inicialmente fue, sucesivamente se hizo también celtólogo, vascólogo y docto en lenguas precolombinas, así el recio español a la castellana que escribía sobre España en el Valladolid de 1937 y 1938 pronto fue ampliando y depurando su modo de serlo, hasta llegar a un proyecto de vida española en el que el cultivo de la inteligencia, el ejercicio de la libertad, la solidaridad con los vulnerados por la tiranía y la variedad de sus pueblos y culturas tuviesen efectiva y fecunda existencia. Su gestión en el rectorado de la universidad de Salamanca -y, dentro de ella, su más querido empeño, crear allí, superpuesta a la universidad, una academia, según el espléndido modelo de las germánicas Akademien der Wissenschaften; empeño a cuya ejecución no le ayudaron quienes a ello más obligados estaban-, su temprana incorporación como miembro correspondiente de la Academia de la Lengua Vasca, el homenaje póstumo que los vascos van a dedicarle estos mismos días, la correspondencia de los catalanes a su fino e ilustrado amor a Cataluña, su abierta y cordial relación personal con tantos de los vencidos en nuestra guerra civil, son hechos bien notorios y significativos. Español de todas las Españas vieron en él, más allá del Atlántico, todos

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Evocación de Antonio Tovar

Viene de la página 13 los hablantes de nuestra lengua. Hace como 40 años escribía en Salamanca el que había de regir su universidad: "Casi todos los días saludo al pasar el busto que preside la monumental escalera de nuestro palacio de Anaya (...) Me ilusiona hacer en Salamanca otra vez ciencia europea, y sé que don Miguel se indignaría un poco ante ambición semejante. Pero cuando paso ante su estatua, le digo con la intención: 'Don Miguel, aquí me tiene usted cargado de libros de ciencia. Sueño con inculcar a mis discípulos el método y el rigor. Querría que hubiese en Salamanca una escuela como las hay y las ha habido por esas históricas universidades de Europa. No le imitamos a usted, porque le hallamos demasiado inimitable. Y, sin embargo, usted sabe que nuestro impulso procede de usted". Esa Salamanca y esa España a la vez unamunianas y transunamunianas quiso de por vida nuestro compañero.

Para mostrar cómo la vocación intelectual y la vocación española se fundían en el alma de Antonio Tovar, y a la fácil manera del conocido poemilla onomastico de Unamuno que empieza diciendo: "Ávila, Málaga, Cáceres / Játiva, Mérida, Córdoba...", celebré entre amigos la publicación de su monumental Catálogo de las lenguas de América del Sur leyéndóles este largo y alargable romance: "Yámana, alcaluf, charrúa, / chono, querandí, mataco, / calchaquí, chorote, aimará, / caribe, diaguita, záparo, / tupi, guaraní, bororo, / cofán, guatuso, araucano, / munida, chibcha, cayapa, / guami, tinigua, otomaco, / anaqué, puinave, mura, / yameo, yunga, tucano, / cacopera, matahualpa, / andoque, quechua, omurano... / Nombres en que España tuvo / sueño, esplendor y fracaso; / nombres que ahora nos devuelven / dos insignes castellanos, / Antonio, el uno, y Consuelo, la que está siempre a su lado. De la gratitud de todos / los españoles honrados, / sea expresión la de Pedro / y Laín, e incluso Entralgo, / por más señas español / chapado y contrachapado". ¿Chapado y contrachapado por fuera, para sostenerle en sus dudas interiores? Acaso.

Algo más que multiforme filólogo, maestro ejemplar y español de pro fue a lo largo de su vida Antonio Tovar. Bajo sus múltiples dedicaciones, en la básica y unificante zona del ser humano que los escolásticos llamaron suppositum ut quod y Kant denominó homo noumenon, esto es, en el fundamento metafísico y ético de su persona, Tovar fue siempre un fiel y firme servidor del deber moral, de todo lo que él consideró deber, suyo en su personal vinculación con cuantas instituciones y tareas dieron cauce a su vida. "Hidalgo laborioso" le llamé una vez, para subrayar cómo en su ética se unían armoniosamente las virtudes del hidalgo y las virtudes del trabajador, la severa conciencia de la dignidad personal y la eficaz ejecución de las tareas que exige la pertenencia funcional a la sociedad. Dar a Europa y al mundo cantidad crecida de hidalgos laboriosos, conseguir, por tanto, que muchos españoles, cada uno en lo suyo y a su modo, sean como en lo suyo y a su modo fue Antonio Tovar, ¿no sería acaso nuestra más deseable y valiosa contribución a esta menesterosa Europa de que ya somos miembros? Y en la altísima estimación -no sólo intelectual, también moral- que Tovar alcanzó en la universidad de Tubinga, ¿no tendría parte importante el hecho de que su conducta tuviese como nervio permanente una gallarda versión española del imperativo categórico kantiano?

Esto fue y así fue Antonio Tovar. Y también escritor, claro y fuerte siempre, sobriamente poético cuando el tema lo requería. A título de muestra, léanse dos textos suyos. Uno en que describe el mundo que rodea a su diálogo con Baquílides: "Quedan atrás los campos y montes, no sé si en las tierras del Tajo o acaso por los altos campos de Ávila, barridos por el viento. Acaso han revoloteado dos picazas. El humo tizna fríos y límpidos horizontes. El ritmo del tren me hace en este momento más difíciles los pasos sutiles de la métrica antigua...". Otro en el que evoca la emoción de una visita a El Toboso: "Sancho no llega. Se hace de noche. Sopla el gran viento de La Mancha. Yo querría tomar una dirección, correr en busca de Don Quijote, descubrir la trama, acusar a Sancho, gritar que sí, que hay aquí princesas y casi castillos, y esta placita, y la mole de la iglesia, y la campana argentina... No puedo moverme. El Toboso me retiene desde hace 400 años. Allá, al otro extremo, está Miguel de Cervantes, con su risa, no sé si cruel o humana. Contempla las mañanas, los tramontos, las noches, sobre el campo, que tan pronto es un pedregal como está raramente cubierto de espigas rubias o pálidas". Y bajo sus ocasionales y fugaces colerillas -"saltos de rebeco" las llamó nuestro Dámaso-, hombre de veras apacible y cordial.

Antonio Tovar ha muerto. Se le ha muerto a la Academia, a la que tan asidua y calificadamente sirvió. Se nos ha muerto a los españoles todos, tanto por lo mucho que ya había hecho como por lo no poco que aún podía hacer. Se nos ha muerto, en fin, y ahora no es sólo el español y el académico quien habla, a todos cuantos vivimos el privilegio de ser sus amigos. Ante su muerte, bien podemos repetir la sentencia de Sénancour que tan hondamente hizo vibrar el corazón de don Miguel de Unamuno: "El hombre es perecedero. Puede ser; ... pero si la nada nos está reservada, hagamos que esto no sea un acto de justicia". Hagamos, pues, añado yo, que nuestra vida merezca la pervivencia. Lo que tan generosamente hizo con la suya Antonio Tovar.

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