La OTAN y los nuevos gastrónomos
Entre aquellos que actualmente defienden la permanencia de España en la OTAN cuando antes la denigraban profusamente ocurre lo mismo que con los gastrónomos de nuevo cuño: en sus argumentaciones abunda tanto la autojustificación que eso les lleva a creer que nadie antes que ellos había catado buen manjar, ni que nadie pudo haber sospechado previamente que estar en la Alianza Atlántica es conveniente y necesario.Entre los estragos que siempre causa la fe del converso, el menor no es creerse el primero en tener todos los avales del credo. El nuevo gastrónomo nos hace saborear caldos que fueron nuestro afán en años ya pasados y recomienda salsas que han poblado las calles de rostros convulsos por la dispepsia. Con los nacionalistas recién iluminados ocurre lo mismo: al acto se erigen en portavoces de la pureza. Los atlantistas de hace dos días sienten ahora el goce espiritual de creerse predicando en el desierto. Como los primeros mártires, ruegan a su todopoderoso, arrodillados en la arena del circo, mientras las fieras rugen en plena salivación. Es seguro que piden perdón por todos aquellos que no saben lo que se hacen.
En su acto de fe nada les lleva a pensar que en algún entreacto tal vez debieran pedir perdón a todos aquellos que desde hace años -y con argumentos quizá más nítidos o, en todo caso, menos precipitados- están a favor de la Alianza Atlántica. Pero ya es sabido que los alardes de convicción a veces no son generosos.
En algunos casos, el nuevo atlantista puede llegar a ser patético: vean al concejal de vías y obras que, entre copas, abre el cofre de las verdades últimas -secretos de Estado que le llegan vaya a saber por dónde y saberes geopolíticos del todo irrefutables- y susurra que la permanencia en la OTAN va a eliminar toda veleidad golpista. Está razonando como aquel gastrónomo vergonzante que justifi-
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La OTAN y los nuevos gastrónomos
Viene de la página 11case su torpe ceremonia del comer por la necesidad de crear nuevos puestos de trabajo en el sector de la hostelería.
Por suerte, el buen oficio de la política prescinde de tales pobrezas silogísticas y sabe razonar todo volte face, ya sea con laconismo o verborrea. Ya advertía Mirabeau, de otra parte, que jacobinos ministros no serían ministros jacobinos. En los libros de historia se enseña que cuando el político es hombre de Estado debe aprender a tomar decisiones, aunque casi siempre tiene ante sí una espada a la vez que siente el desagradable contacto de la pared en la espalda. Bien es verdad que para eso pagamos impuestos.
Konrad Lorenz cuenta que salía a pasear con su perro, y cada día, al pasar frente a un jardín vecino, aparecía otro perro que desde el otro lado de la verja intercambiaba ferocidades con el suyo. Hasta el extremo del jardín, los dos perros no dejaban de amenazarse a muerte. Ocurrió un día que la verja del final estuvo rota. Los dos perros se encontraron cara a cara. Quedaron en silencio. Luego retrocedieron hasta un tramo de verja intacta para recomenzar su guerra de cada día. Cualquier gobernante sabe hoy de verjas y de perros y sabe también que la retórica de partido debe atender a decisiones de Estado.
Con los intelectuales ocurre algo muy distinto, porque rigen su comportamiento por la vieja falacia: al creer saber cómo deben ser las cosas pretenden también saber cómo hacerlas.
Por eso el intelectual orgánico que está digiriendo su nueva postura a favor de la OTAN puede llegar a tener penosas pesadillas. De momento, sin embargo, va elaborando argumentos de forma escalonada -como el nuevo gastrónomo que ha pasado de la cocina de su casa a la entrañable tasca de la esquina, en espera de entrar con gesto displicente en un restaurante de cinco tenedores-. Al igual que el gourmet neófito, estos nuevos atlantistas van a acabar dando más propina de la justa.
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