Al maestro
Era el profesor Tierno el más genuino maestro e intelectual que he conocido. Maestro por la cordialidad y sutileza con que enseñaba, muchas veces con el lenguaje del silencio, el gesto y la pausa, siempre de forma clara y precisa, con él no sólo aprendí, sino comprendí mejor la realidad que estudiábamos.Nunca me he sentido adoctrinado o condicionado, y menos reconvenido o atado; nunca me he sentido obligado a hacer o decir lo que no pensaba, nunca pidió adhesiones inquebrantables o fidelidades absolutas y, sin embargo, nunca me he sentido más identificado con un talante y unas formas que ganaron mi lealtad e influyeron tanto en mi formación.
Destilaba la cordialidad ilustrada del auténtico profesor, capaz de explicar, escuchar y polemizar. Hace tiempo me reprendió, porque quedé satisfecho con sus refutaciones, exclamando que él había dado razones que yo no debía aceptar sin razones adicionales de mi propia cosecha. Transmitía serenidad y equilibrio, tenía el pathos escénico característico del maestro.
Durante los años en que he colaborado con él, y siendo profesor en su cátedra de Teoría del Estado de la universidad Autónoma de Madrid, siempre promocionó y animó actividades, seminarios, investigaciones, publicaciones. Aun después de ser alcalde y solicitar la excedencia, nunca dejó sus clases ni las reuniones con los profesores, y durante el tiempo en que por el mismo motivo me he encargado de su cátedra ha seguido siempre dirigiéndonos.
En este sentido, Tierno publicó en el boletín informativo del seminario de Teoría del Estado, unas Notas sobre los manuscritos clandestinos. En ellas declaraba que su propósito es "llamar la atención de los estudiosos, especialmente de quienes se dedican a la historia de las ideas políticas, sobre el tema de los manuscritos clandestinos, casi por completo olvidado". Y añadía, "como es lógico, la clandestinidad no se refiere sólo a política y filosofía; hay otros aspectos, por ejemplo la literatura erótica, cuyo estudio arrojaría mucha luz sobre la práctica de la cultura española hasta el siglo XIX".
Educaba de una forma humanitaria, intentando siempre desarrollar la individualidad del alumno, procurando que no se perdieran talentos o creencias particulares y a veces únicas, intentaba que se conservase lo que puede llamarse la libertad de creación artística utilizada como medio necesario para descubrir y quizá incluso cambiar el mundo en que vivimos. Hacía tomar conciencia de la parte (hombre individual) con el todo (mundo en que vivimos), de lo puramente subjetivo y arbitrario con lo objetivo y legal.
Fue también genuinamente un intelectual, no en el sentido de hombre culto que aprende y sabe pero no utiliza sus conocimientos para producir, influir o intentar cambiar la realidad; don Enrique estaba movido por la acción, sus conocimientos fueron instrumento que aplicaba a un fin, cambiar lo que se le presentaba como defectuoso o injusto. Fue un intelectual porque estuvo movido por la acción, por la conciencia en la posibilidad de realización de unas ideas.
Como intelectual fue un hombre exigente con él y con los demás. Huía de la comodidad, la mediocridad y la ignorancia; valoraba la originalidad y el riesgo; imponía la razón y la intuición al conocimiento. La crítica la dirigió siempre a las personas, grupos o partidos con los que se identificaba, quería o pertenecía. Solía decirme que la crítica era un instrumento dialéctico que había que utilizar positivamente para contribuir así a dinamizar y mejorar el objeto criticado. El silencio fue, en cambio, el mayor reproche: con él expresaba indiferencia. Crítica sutil, inteligente, positiva. "La crítica", decía, .es un elemento fundamental para la realización de los principios".
La objeción y el silencio
Un día, hace años, al poco de llegar a Madrid desde Barcelona con la ilusión que suponía poder incorporarme como profesor a su cátedra de Teoría del Estado, me presentó a unos periodistas que vinieron a saludarle diciéndoles: "Es un profesor de mi cátedra que ha venido a Madrid a aprender el castellano". No sé si utilizaba mal el idioma; lo cierto es que un año después lo conocía mejor. Con la objeción expresaba la proximidad y el afecto; con el silencio, la distancia. Siguió siendo maestro en la dignidad con que sobrellevó durante casi un año su tremenda enfermedad. Nunca hubo queja ni desfallecimiento, quizá aumentó sus cualidades y sensibilidades, y hacia mí sobre todo, su afecto. Hace pocos días, sin mencionar nunca su enfermedad ni su destino, me habló como nunca lo había hecho desde que lo conocí en mi adolescencia, y al despedirse me dijo: "La mejor forma de solucionar algunos problemas es darnos cuenta de que no existen".
Su muerte es dolorosa por la pérdida que supone para su esposa, doña Encarnita, su hijo Enrique y Karin, y para nosotros sus discípulos, y también para el partido socialista, en el que militaba y en el que con originalidad defendió siempre sus principios e ideales, y en general para el país, que pierde a un profesor que eliminaba tensiones con la serenidad y confianza que impone su presencia y el equilibrio y moderación con que trataba los temas más trascendentes y decisivos.
Algún día habrá que escribir la importancia que en la reciente historia de nuestro país ha tenido el profesor. Casi nunca fue protagonista, pero siempre estuvo en los lugares donde se decidieron los grandes temas. Su historia y sus valiosas contribuciones teóricas le aseguran una larga vida.
Estas líneas pretenden ser el mínimo homenaje y el reconocimiento al maestro de su discípulo que tanto le debe.
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