Desagravios
Con motivo de la reciente estancia en España de los reyes de Holanda tuvo lugar una simpática ceremonia cuyo sentido, con todo, no alcanzo a vislumbrar. Salvo que el objetivo fuese justamente el calificativo: simpática, cortés. Es decir, los Reyes de España, acompañados entre otros por el duque de Alba, muestran a los reyes de Holanda la que fue residencia de Felipe II, durante cuyo reinado se inició la larga lucha que enfrentó a la casa de Austria con la casa de Orange. La ejecución de los condes de Egmont y Horn no hizo sino agravar una situación que no podía terminar más que como terminó, aunque eso que ahora vemos tan claro, entonces, probablemente, distaba mucho de serlo.Enemigo como soy de la pena de muerte, no puedo sino reprobar tales ejecuciones. Pero también cabe recordar que por aquellos tiempos, al igual que antes y también después, este tipo de ejecuciones no constituía un espectáculo precisamente insólito. El motivo invocado era siempre el mismo: traición. Y el trasfondo también: enfrentamientos religiosos que encubrían enfrentamientos políticos, y viceversa. Lo que sucedía en los territorios dominados por España, sucedía asimismo en los territorios de lo que hoy llamamos Alemania, Francia, Italia o Inglaterra. En Inglaterra, especialmente, la alternativa en el poder de católicos y protestantes de diversas Iglesias originó un verdadero alud de cabezas cortadas: ministros, consejeros, reinas, tanto de la propia Inglaterra como de la vecina Escocia, etcétera. Tarde o temprano, la traición tenía que afectar -o infectar- al mismísimo rey, y rodó la cabeza de Carlos I. Cromwell no pudo ser ejecutado porque murió en el poder, pero Carlos II ordenó desenterrar y ahorcar su cadáver.
Las naciones europeas se han caracterizado siempre, entre otras muchas cosas, por su agresividad. A mayor peso, desde un punto de vista histórico, mayor agresividad. Inglaterra, España, Francia y Alemania se llevan sin duda la palma. Y si de Italia no puede decirse lo mismo será tal vez porque ya antes, con otro idioma y otro nombre, había ocupado la práctica totalidad del mundo entonces conocido: Roma, modelo siempre presente en la historia de la futura Europa. ¿Qué sentido tendría, por tanto, que todos los países empezasen a desagraviarse mutuamente? En 1987, por ejemplo, se cumple el 4602 aniversario del saqueo de Roma por las tropas españolas; habrá que ir pensando algo respecto al Vaticano. Claro que a veces las cosas no resultan así de fáciles: en 1988, con el cuarto centenario de la Armada Invencible, ¿será España la que tendrá que desagraviar a Inglaterra por haber intentado invadirla, o más bien Inglaterra la que tendrá que excusarse por no haberse dejado? Y 10 años más tarde, otro centenario, primer centenario, y en este caso será Estados Unidos el que nos tendrá que desagraviar por habernos declarado la guerra y propiciado la independencia de Cuba.
Más complejo aún resulta todo lo relacionado con el V Centenario, ya que lo primero es saber qué se celebra de ese descubrimiento-encuentro-genocidio. Los organizadores tienen muy claro que lo que se celebra es el descubrimiento en sí, al que algunos prefieren llamar, con reminiscencias de bolero, encuentro. Pero nunca faltará ese descendiente de gallegos que, confundiendo tal vez el concepto de indio con el de indiano, al que en otras circunstancias sin duda hubiera tenido derecho, se masculle a sí mismo, pasmado ante los extremos de autoritarismo a los que puede llegar el hombre, que, para el caso, mejor proclamarse indio.
Hay en cambio cuestiones que no tienen, o no debieran tener, carácter de desagravio y siguen todavía pendientes. Me refiero a las relaciones con Israel, cuya oficialización, por otra parte, parece esta vez segura. La expulsión de los judíos en 1492 se fundamentó en motivos religiosos. Los mismos motivos que provocaron posteriormente la expulsión de los moriscos y anteriormente, a la menor crispación integrista, la de los cristianos mozárabes residentes en la España musulmana. Parecida suerte corrieron intermitentemente los judíos de la práctica totalidad de Europa; razones religiosas que casi siempre escondían razones económicas: en lugar de devolver un préstamo, se perseguía y embargaba al prestamista y a todos los suyos. Los pretextos racistas empezaron a tomar cuerpo hará poco más de 100 años, y alcanzaron su macabro apogeo con el nacional socialismo.
En España, los judíos que quisieron convertirse, sinceramente o no, se quedaron. Por lo general, como en el resto de Europa, cambiaron su apellido; nuestras guías telefónicas están repletas de apellidos de cristiano nuevo. Pero, más que en la guía telefónica, su peso está en nuestra historia, y muy especialmente en la cultura española del Renacimiento y el Siglo de Oro: borremos de la lista a cuanto huela a cristiano nuevo en nuestros poetas, místicos y novelistas y ese oro quedará más que deslucido. Como si pretendiéramos suprimir a los pensadores, científicos y consejeros de los reinos españoles, tanto cristianos como musulmanes, que en realidad eran judíos.
Pero donde la relación entre lo español y lo safardí alcanza su máxima intensidad es en el peculiar proceso de ósmosis desarrollado en ambas comunidades a partir de 1492: si los sefardíes se llevaron consigo el nombre de español, la lengua ladina y el paso cultural de tantos siglos de convivencia, en contrapartida, sus principales rasgos característicos, arrogancia, intolerancia y mesianismo, dejaron una fuerte impronta, para bien o para mal, en la sociedad española a partir de entonces. Y, será casualidad, pero el caso es que el sentimiento de superioridad de los sefardíes respecto a sus hermanos judíos de distinto origen coincide con los esplendores de la España de los siglos XVI y XVII, mientras que la decadencia de ésta corresponde también a la de aquéllos respecto a las comunidades del centro y norte de Europa. Recomiendo, en este sentido, comparar la figura de la madre que nos ofrece Elías Caneti en el primer tomo de sus memorias, una sefardí de habla ladina afincada en Bulgaria, con la de cualquier madre española de no hace tantos años y similar condición social: la mentalidad, el propósito de convertir al hijo en un señorito o una señorita, según el caso, son idénticos. Es un problema de ida y vuelta: los sefardíes son españoles, y España es probablemente el país europeo más impregnado por la convivencia, escindida hace casi cinco siglos, con la comunidad judía. Las relaciones con Israel, retrasadas tanto tiempo por motivos que no pueden ser explicados por nuestra tradicional amistad con el mundo árabe -la expresión más elegante para definir una tradicional enemistad- no son una cuestión de desagravio, sino, sencillamente, una ocasión histórica de recuperar el sentido común perdido.
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