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La opinión

Hace pocas fechas, y en esta misma página, el comandante de Ingenieros, separado del servicio, Luis Otero Fernández ha dirigido una carta abierta al ministro de Defensa para salir al paso de unas declaraciones suyas, de las que cabía deducir que a nadie interesaba su reingreso en el Ejército, del que fue expulsado hace 10 años por su pertenencia a la Unión Militar Democrática (UMD), en compañía de otros ocho compañeros de armas. Parece ser que el ministro incluía en ese nadie a los propios interesados, al Ejército en todos sus cuadros y nada menos que a toda España, haciendo uso -y aun abuso- de una de esas apelaciones generales que todo ministro debe utilizar para dejar bien clara la pureza de su pensamiento y la extensión de su representatividad. El hecho de que el comandante -separado del servicio- Luis Otero haya utilizado la vía de la carta abierta y su publicación en una hoja de amplia difusión no deja lugar a dudas; a las razones de justicia que avalan su legítima pretensión desearía sumar el peso -de una opinión pública que, poco informada sobre una situación particular, no dejará de tomar partido en cuanto conozca los pormenores del caso.Aunque parezca que comparto -y nada más lejos de ello- el punto de vista del ministro, me atrevo a adelantar que lo único que no entiendo de la carta abierta de Luis Otero es su deseo de reingresar en el Ejército (y que quede bien claro que digo deseo y no interés). A menos que ese deseo venga amparado por un movimiento del alma de más amplio vuelo, llamado antiguamente vocación -en virtud de la cual se aceptan penalidades, sacrificios y sinsabores, muy contrarios a todo deseo, con tal de alcanzar un objetivo superior a cualquier otro definido por un apetito contingente- no entiendo cómo un hombre puede volver a querer formar parte de una institución que le ha maltratado, que muy posiblemente le recibirá de uñas y que -empezando por su cabeza política, a tenor de sus declaraciones- en ciertos sectores le pagará con menosprecio su insolente pretensión de reincorporarse a ella. Pero, puesto que es su deseo (tal vez opuesto a su interés), el comandante Luis Otero -separado del servicio- es muy dueño de hacer cuanto esté en su mano para satisfacerlo.

No es preciso ser un lince para adivinar que ante esta carta abierta, al ministro de Defensa se le ofrecen, en esencia, dos salidas: o bien hacer oídos sordos, puesto que una carta abierta no es, ni mucho menos, una instancia formalmente tramitada que requiere respuesta, o bien atender a la petición y resolver en su día lo que mejor proceda. En el primer caso se puede decir que la pretendida movilización de la opinión por Luis Otero ha fracasado; en el segundo, no cabe suponer que por el contenido de la carta el ministro haya entrado en conocimiento de una injusticia y proceda a corregirla, pues sus propias declaraciones obligan a pensar que estaba perfectamente informado del asunto: será, por consiguiente, el respeto o miedo a la opinión movilizada por la carta abierta lo que puede obligarle a suspender su pasividad y tomar una iniciativa. En ambos. casos, por consiguiente, la opinión pública se convierte en sujeto portante de la demanda y a su debilidad o fortaleza será menester atribuir su fracaso o su éxito. Y he aquí un corolario bastante bochornoso: la decisión de ¡ajusticia puede ser tan sólo una expresión de la fuerza de la opinión.

Pero es difícil conocer dónde está esa fuerza antes de que se manifieste. Y si no se manifiesta no existe; a tal estado de descortesía por el pensamiento se ha llegado por el respeto o el miedo a la opinión de los órganos de comunicación. Es muy posible que la mayoría del país se alinee con la postura del comandante -separado del servicio-, pero si éste no logra que en torno a su carta se forme un caso que sólo concierne a nueve personas, es muy posible que la haya depositado en saco roto. Un artículo de réplica y dos o tres cartas al director no bastan para movilizar al poder, que, atento a la dimensión publicitaria de cualquier caso de justicia, no perderá su tiempo por una tormenta de fal

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da de página. Que la importancia de un hecho se mida por la cantidad de cabeceras que ocupa es una iniquidad de la que no son ajenos los que se someten al peso de la opinión, sean o no sus progenitores. Tal es el círculo vicioso: sólo entra lo que ya está dentro, y se fomentará la opinión acerca de un caso tan anodino y estomagante como la suspensión de La clave, porque se parte del interés que despierta tan inane sujeto y no se abunda en una cuestión de principios como la que involucra el todavía inexistente caso Otero.

Puestas así las ¿osas, la opinión es un estado en el que la opinión sólo cuenta secundariamente. Lo que cuenta es la situación anterior, a ella, una suerte de estado de alarma sobre determinado sujeto que las diversas opiniones acerca de él no harán sino encresparlo, y cuyo fin no es tanto el triunfo de una doctrina sobre otra sino la exasperación de todas y su posterior agotamiento, por cansancio, hasta la nueva erupción que las revitalice. Pero si no provoca alarma, la noticia apenas crea opinión.

Supongo que hay que atribuir a los medios de opinión la atención preferente de que goza el estado de alarma. Cuantas más, noticias alarmantes aporte, más atención atraerá el medio que las difunde, pero, en contrapartida, tanto más vulnerable hará a la opinión. El medio que más opinión crea en el estado de alarma es el que más lo agrava. Sin ir más lejos, bien se puede afirmar que el objetivo al que apunta el terrorismo de hoy no es otro que la opinión. La respuesta del terrorismo a su marginación del foro político es -como ha sido siempre- un acto de sangre, pero lo que sustancialmente ha cambiado con el tiempo es la personalidad de la víctima. Hace un siglo la víctima tenía que ser el zar o uno de sus colaboradores más próximos. La democratización ha obligado al terrorismo a bajar el punto de mira y en la etapa siguiente se tendrá que conformar con el simple colaborador, un funcionario de provincias; en el siguiente paso -el de hoy-, la personalidad política de la víctima apenas cuenta y tanto puede ser un viajero a la hora de facturar su equipaje, un agente retirado a la hora de cobrar su pensión o, simplemente, la persona que pasaba casualmente por el lugar de autos. Porque, en definitiva, lo que cuenta es el acto, mucho más que la víctima; y el yo mato, luego existo con que el terrorista replica a su tantas veces anunciada extirpación o a la negociación política, que amenaza la base de su existencia, no tendría el menor sentido si su gesto no viniera acompañado de la amplia resonancia con que lo acoge la o pinión. La depreciación de la víctima -por decirlo de manera cruel- sólo se entiende por la apreciación publicitaria del acto.

Por supuesto que un asesinato no se puede silenciar (en contraste con cualquier otro caso inocuo de injusticia), pero, puesto que la opinión que merece es siempre la misma, me pregunto si todas las exequias periodísticas que suelen acompañar a la conducción del cadáver no coinciden exactamente con los móv ¡les del crimen. Al dibujar los ultimos días del imperio de Vitelio dijo Tácito de él que, "perdida del todo la autoridad de mandar y de prohibir, no era yo emperador sino solamente la causa de la guerra". Curioso anillo, que parece ajustarse a la perfección al dedo de este famoso cuarto estado; ni manda ni prohibe, tan sólo se alarma de tal manera que en todo momento parece a punto de provocar la guerra.

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