La segunda carta libanesa
LA EXPERIENCIA enseña que no hay papel que valga menos que aquel en el que se firma un acuerdo de alto el fuego en Líbano. Sin embargo, de la misma forma que la infinita colección de fuerzas leales y disidentes líbanesas se ha aplicado a firmar y vulnerar las innumerables treguas con las. que han querido periodizar más que detener su permanente guerra civil, la reciente conclusión de un acuerdo general de paz despierta, quizá justificadamente, mayores esperanzas de permanencia.De lo que todavía es un plan de trabajo más que un acuerdo pormenorizado que responda a todos los interrogantes de la futura vida política libanesa, hay que subrayar algunos puntos por su especial importancia, aun teniendo en cuenta que la información sólo permite hablar en-términos de bosquejo.
Formado un nuevo Gobierno con representación de las principales fuerzas del país, y en primer lugar de los .tres firmantes del acuerdo (cristianos de Eli Hobeika, drusos de Walid Jumblat y shiíes de Nabih Berri), se tendrá que redactar en el plazo de un año una nueva constitución. La redacción de esta nueva carta magna tendrá que atender al principio de la no confesionalidad del Estado. Desde 1943, año de la independencia libanesa y del acuerdo nacional de reparto del poder, el país ha sido no exactamente un Estado confesional, como se deduciría de esa prometida desconfesionalización, sino un Estado con cuotas de. confesionalidades distintas. De esta forma, ha habido una cuota mayoritaria de confesionalidad cristiana maronita, con su asunción vitalicia de la presidencia; una confesionalidad suní musulmana, sobre la que recaía la jefatura del Gobierno, y una confesionalidad drusa a la que correspondía la presidencia del Parlamento. En los sucesivos niveles, estas confesionalidades recibían en la Administración y en el Ejército cuotas de poder relativas a su supuesta dimensión demográfica, primando siempre una pretendida mayoría del elemento cristiano.
Ese nuevo Estado no confesional podría suponerse, en una primera aproximación, que hiciera tabla rasa de las nacionalidades religiosas y se atuviera al principio de un ciudadano, un voto, según el principio universal de que a quien Dios se la dé san Pedro se la bendiga. Es, sin embargo, extraordinariamente dudoso que esa nueva secularización del Estado llegue al punto de arrumbar totalmente el sistema de cuotas. Al parecer, la presidencia y la jefatura del Gobierno dejarán de ser dominio reservado de una u otra confesión, pero en los siguientes niveles se mantendrán los porcentajes de poder con una revisión favorable a los musulmanes, y muy especialmente a los shiíes, los parientes pobres del acuerdo de 1943. El que esa revisión del sistema de cuotas sea únicamente una fórmula de transición hacia una liquidación general del sistema o un intento genuino de solución libanesa dependerá de la consolidación o no de la paz en los meses venideros. No parece aventurado suponer que una abolición del sistema de cuotas produciría una rebelión generalizada del elemento cristiano, cuya adaptación a un futuro de privilegio decreciente es la gran clave de bóveda de la estabilización libanesa.
Al mismo tiempo, la otra gran novedad del acuerdo de paz es una especie de reivindicación histórica del papel de Siria contra lo que fueron los designios del colonialismo francés desde Napoleón III hasta la creación del Estado libanés. El acuerdo de paz consagra el papel de Damasco como protector de Beirut, no sólo estableciendo la necesidad de coordinar la política exterior libanesa con la del gran hermano sirio -y ya sabemos quién es el que coordina en estos casos-, sino, de manera muy concreta,'adjudicando a Siria la tarea de formar el Ejército de Beirut.
De cumplirse todas estas estipulaciones, el fracaso de la última gran intervención israelí en Líbano no podría ser más estrepitoso. Damasco, que ha reivindicado históricamente el país como su Ulster irredento clamando contra el invento francés que fue el desgajamiento de un mini-Estado para entregarlo a la dominación cristiana, vería así satisfecho lo fundamental de sus aspiraciones.
En momentos en que pugna por abrirse paso un nuevo proceso de paz en la zona, centrado en la iniciativa del rey Hussein de Jordania, y ello unido al patente interés sirio por no quedar fuera de un futuro arreglo, el alineamiento de Líbano en la estela política de Damasco refuerza la carta del presidente Asad y subraya el hecho, -cada día más evidente, de que si es cierto que sin Egipto es imposible hacer de nuevo la guerra a Israel, sin Siria es igual de imposible negociar una verdadera paz.
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