De Snayers a Regoyos
El esplendor de la multivalente exposición de Bruselas deja perplejo al visitante. La yuxtaposición de tantas obras de arte reunidas en torno a un motivo central confiere un abrumador sentido didáctico y explicativo a los 200 años que duró la coexistencia política de las ciudades belgas con nuestra monarquía católica. Un aspecto especialmente llamativo es el gran número de pinturas, que podíamos llamar cartográficas, reveladoras del esquema urbano y del entorno de ríos, canales y caminos de una serie de ciudades, en torno a las cuales se habían producido sitios memorables, combates violentos, batallas, asaltos o rendiciones. La técnica de estos cuadros permite observar, en una perspectiva que parece lograda desde un globo o aeróstato, la topografía del lugar, las defensas que tenía y el sistema hidrográfico que encerraba su contorno. Son estos cuadros pequeñas obras maestras de minuciosa precisión. Permiten, con una historia de aquellas guerras interminables en la mano, seguir al detalle el curso de las campañas y de los acontecimientos.Era poderoso y militarmente eficaz el multinacional ejército de Flandes. Esos cuadros ofrecen una versión muy detallada de los uniformes, las banderas, los pendones y el armamento de los tercios y las compañías. De cuantos retratos referidos a ese aspecto de las campañas ofrece la exposición, me llamó la atención poderosamente uno que, según creo, pertenece al Museo de la Academia de Bellas Artes de Madrid, pero que allí, en aquel espacio, cobra un relieve singular. Se trata del lienzo pintado por Snayers, en el que figura un soldado cuya cartela indica que se trata de un caporal de los minadores llamado Antonio Servás. Es un sorprendente retrato, que se distingue por su reciedumbre. Un guerrero insólito, arrogante, de tez colorada, pelo rubicundo, gesto altivo y un tanto feroz, que lleva sobre el hombro, en vez de la pica o de la lanza, una larga barra de acero que se remata en una pinza de hierro. El atuendo de este soldado es asimismo singular. Su cabeza se toca de un gorro de cuero; el cuerpo se reviste de un sayo oscuro sujeto a las calzas. Las medias y los gruesos zapatones parecen dispuestos a caminar por senderos embarrados y difíciles. El hombre sujeta en la mano derecha una espada. ¿Quién sería el cabo de escuadra de nuestra artillería que se llamaba así? Díaz Padrón apunta certeramente, en su comentario del catálogo, que debió ser un soldado de ejecutoria y servicios extraordinarios para ser retratado por un pintor de la corte, como era Snayers, y por encargo de don Diego de Messía, marqués de Leganés, que fue uno de los grandes coleccionistas de pinturas de la época.
Los minadores eran los especialistas en descubrir las minas enemigas y en hacerlas saltar a destiempo. A veces realizaban la operación contraria: la de horadar las defensas del adversario y colocar en ellas explosivos para volar las fortalezas. Eran los barrenadores del ejército. Su contribución a los numerosos y larguísimos sitios de plazas y ciudades fuertes, sólidamente amuralladas, debió ser decisiva. Las tareas de los hombres que trabajan en el subsuelo, perforando la roca y abriendo los nichos para la explosión, me interesaron siempre desde la niñez. En mi casa natal portugaluja, sobre la ría bilbaína, se escuchaba en los días de fuerte viento noroeste el estampido de los barrenos de la cuenca minera de Triano, al mediodía y a las cinco de la tarde. Duraban algunos minutos las periódicas y sordas detonaciones. El barrenador era un trabajador duro y hercúleo. Taladrar la caliza mineral con el solo esfuerzo muscular era labor de titanes. En el monumento a don Víctor Chávarri que se alza frente al Ayuntamiento de mi pueblo hay una pareja de estatuas en bronce fundido que simbolizan el trabajo del hierro. Una de ellas es la del barrenador, inspirado en un minero auténtico de la zona de Gallarta. Lleva la camisa remangada, el pecho descubierto, la boina calada y la barra en pie, como si fuera una pica de los tercios. Me quedé mirando largamente en la exposición el retrato de Servás, cotejándolo en mi recuerdo con ese otro minero del ejército del trabajo, que también pertenece a la memoria histórica de lo que constituye el proceso de una nación.
No lejos de esta exposición estaba la pequeña, pero deliciosa, muestra del arte de Darío Regoyos, otro ejemplo contemporáneo de la buena relación hispano-belga. En el palacio Lambert tiene cobijo esta serie de cuadros del gran impresionista, al que llamaba Gutiérrez Abascal "el pintor franciscano" y del que decía Mourlane que tenía un alma de pureza geórgica. Regoyos fue un ejemplo típico del artista español que capta con alertada sensibilidad los senderos, apenas explorados,
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De Snayers a Regoyos
Viene de la página 11 de la creatividad continental y los hace suyos con un caudal de genio propio. En Bélgica, a través de su amistad de muchos años con una generación de renovadores, llamados los veintistas, transcurre su juventud en un ambiente de bohemia artística, literaria y musical. El estilo de su pintura tiene sus raíces en Bruselas y en la influencia decisiva de Monet y de sus discípulos. Regoyos era un hombre independiente, de poca o ninguna apetencia crematística, de escasa salud y con un fondo melancólico acentuado que pesaba sobre su ánimo.
Mi padre era un gran amigo suyo. Le oí referir muchas anécdotas de su vida de pintor infatigable y a ratos angustiado, que realizó una trayectoria decisiva en su evolución artística y que fue poco apreciado, cuando no rechazado, por la crítica oficial en nuestro país.
Regoyos, riosellano de nacimiento, de oriundez vizcaína encartada, se replegó finalmente hacia el País Vasco, a Guipúzcoa, en cuyo ambiente hallaba un entorno de luminosa humedad que servía de maravilla a su técnica pictórica. Evolucionó con enorme ímpetu y decisión desde el academicismo inicial y la época negra y pesimista hacia un arte de luz y de color que rompía con las normas convencionales. Regoyos sacó el caballete al aire libre y pintó lo que veía: la luz cambiante de la jornada; el esplendor cromático de la verde Guipúzcoa; la intimidad de los huertos y jardines; el revuelo del viento sur en las calles; la luz eléctrica en el borde nocturno de la concha donostiarra. Fue quizá el más completo de los impresionistas europeos.
Regoyos amaba por encima de todo el paisaje, el entorno natural de cada rincón norteño. Allí se enfrentaba con la sencillez de los seres y de las cosas y buscaba en su desnuda interioridad la raíz poética del cromatismo campestre o marítimo. Cada paisaje de Regoyos trasciende hacia la belleza del conjunto observado, en el que hay, además de edificios, iglesias, navíos, nubes de colores morados y rosas, figuras humanas esquemáticas de traza geométrica, que parecen añadidos como elementos secundarios al mensaje principal del artista. En la exposición de Bruselas, subtitulada Un español en Bélgica, hay una cincuentena de esas obras regoyescas que revelan asimismo con su testimonio el largo camino de la pintura europea desde Snayers a Regoyos, en perpetuo movimiento hacia nuevas técnicas y hallazgos estéticos.
José María Salaverría, en unos bellos artículos que le dedicó en 1917, a los cuatro años de su muerte, describe así la personalidad del pintor: "Aparecía Regoyos", escribe, "en San Sebastián, con su sombrero blando, su bigote gris, sus ojos claros entre pueriles y maliciosos, su gabán desgarbado y un paraguas de algodón portado bajo el brazo. Nos unía a los dos, además del amor a la naturaleza, la identidad morbosa de nuestros nervios.
La conversación de Regoyos era como su arte, como su alma: encantadora. Sus cuadros están hechos por un hombre a la vez sencillo y penetrante. Era un paisajista constitucional. Y para él todos los paisajes eran buenos. Su alma, vivaz e intensa, sabía animar cualquier trozo de mundo. Tenía como nadie el instinto de la atmósfera, cuyos secretos conocía por la fatalidad de su organismo. Era un ejemplo de virtud artística, de sinceridad y de honradez".
"El campo es una metáfora", escribió don Miguel de Unamuno. ¿No son también los lienzos de Regoyos una emocionada serie de metáforas de nuestro paisaje?
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