El sínodo del cambio
LA EXPECTACIÓN que había despertado el sínodo extraordinario de la Iglesia católica, a 20 años del Concilio Vaticano II, se ha saldado con un documento en el que cualquiera puede rastrear tanto palabras de homenaje para aquella efeméride como conceptos y terminología que abdican de aquella orientación. El lenguaje eclesial ha permitido no pocas veces estas sutilezas, que encuentran su amparo en los misterios de la fe. Con todo, es fácil deducir, por lo sucedido a lo largo de este sínodo y por la misma espiritualidad que el papa Juan Pablo II ha venido mostrando en sus predicaciones romanas y viajeras, que las aportaciones más osadas del Vaticano II son las que con más interés se ha tratado de sofocar. Los reparos, en efecto, a aquel concilio de hace dos décadas son de tal envergadura que si ciertamente no se ha pasado a la tesis más conservadora del cardenal Ratzinger, el aperturismo católico ha entornado sus puertas. El profetismo, propio del Vaticano II, que había afrontado los signos de los tiempos no en clave de oposición o de defensa, sino de diálogo y de participación con los hombres del propio tiempo, creyentes o no, pero sujetos de esperanzas y angustias comunes, ha cedido ante una concepción más sacralizada y seguramente más hierática de la Iglesia. En lugar de la llamada teología de la liberación, la teología de la cruz; en lugar de correr con los riesgos de acercarse a la vida del mundo y su inmanencia, la invocación a la sacralidad y a la trascendencia. En este sentido, el sínodo ha corregido al concilio allí donde afirma que lo ha "perfeccionado": Se ha olvidado, por ejemplo, en la relación final, el segundo capítulo del importante documento conciliar Lumen gentium, sobre la Iglesia como "pueblo de Dios", que subrayaba, por vez primera en la historia, que el pueblo de Dios -es decir, la realidad no jerárquica de la Iglesia- era también "sujeto activo", y no sólo "objeto pasivo", de gracia. En contraposición, el sínodo enaltece el concepto de Iglesia misterio y realza el papel del poder como depositario de lo sagrado.
Ante esta orientación se entiende mal -aunque desde una perspectiva laica, claro está- que las llamadas Iglesias locales llegadas al sínodo con el ardor de defender los presupuestos del Vaticano II, cuyos frutos, sobre todo en los países del Tercer Mundo, habían elogiado reiteradamente, votaran casi por unanimidad un documento final impregnado de una teología más bien pesimista. Sin embargo, cierto es también que, frente a la visión extrema del cardenal Ratzinger o del arzobispo de París, Lustiger, aún recogiendo lo sustantivo de sus tesis, el texto final -tras ser redactado tres veces- puede considerarse un adelanto. Por otro lado, no debe desdeñarse tampoco la capacidad con que la Santa Sede, sin dar la sensación de violentar las conciencias, preparó cuidadosamente el desarrollo del encuentro.
Quizá al final incluso los obispos más abiertos hayan estimado suficiente -ante los temibles pronósticos de las vísperas- el hecho de que el concilio haya sido defendido sustancialmente y que, aun con matices, los temas más debatidos, desde el problema del ensanchamiento de la colegialidad para compensar el centralismo romano a la necesidad de insertar el Evangelio en diversas culturas sin llegar a condenarlas, hayan sido recogidos en el texto.
Por su parte, el papa Wojtyla ha podido mostrarse a la vez muy satisfecho. Con el sínodo se ha llevado a cabo una importante operación de recuperación de la parte más conservadora de los textos conciliares, y ha quedado además decidido que desde el Vaticano se confeccionará -y esto puede considerarse una victoria de Ratzinger- un catecismo único como pauta y criterio para los posibles catecismos nacionales.
Finalmente, el haber silenciado a la Iglesia como pueblo de Dios y haber desempolvado a la Iglesia como entidad misterio permite ahora a la alta jerarquía implantar poco a poco, si no una nueva catequesis, sí un nuevo clima eclesial. Un clima más bien de aprensión a que la Iglesia, en contacto con el mundo, pueda perder su identidad, que su entrega a los pobres pueda significar un contagio marxista y que una visión positiva de las realidades terrenas la lleve a disminuir su mirada vocacional hacia el más allá. La alusión al demonio como "príncipe de este mundo" y al "misterio de iniquidad", los cuales, dice el documento, "actúan con espíritu hostil hacia la Iglesia", dan muestra de las nuevas reservas de la Iglesia ante el mundo moderno.
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