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Vida privada

Se ha publicado recientemente una parte de los diarios que escribió en clave el filósofo Wittgenstein. Dicha publicación no es de excesiva importancia para conocer mejor su pensamiento. Lo que le da su verdadero morbo publicitario es la de ser una posible prueba de la afirmación de otro filósofo, Bartley. Según éste, en su desesperado intento por probar que Wittgenstein fue homosexual, la parte en clave del diario citado confirmaría la supuesta homosexualidad de Wittgenstein.No pocos de los autores que se enzarzan en polémicas semejantes, después de volvernos locos acerca de si es verdad, probable o improbable que el personaje estudiado (y la lista es inacabable) era homosexual, nos confiesan, en una finta que quiere ser elegante, que a ellos les da igual lo que hubiera sido dicho personaje y que el asunto es irrelevante para el estudio de la obra en cuestión. Si son sinceros no estaría de más recordarles lo que recordaba Wittgenstein a aquellos que se lamentaban de que hubiera ciertas cosas tan importantes que no se pueden decir: que no las digan. Bien es verdad que en nuestro caso lo que estaría en el centro de la polémica, se puede replicar, es el quitar de las manos de un puñado de fanáticos su obsesiva idea de darnos la verdadera interpretación del maestro. Lo que está en el centro de la disputa, se puede seguir replicando, es darnos un pensamiento no expurgado y una vida, real, que a todos pertenecería por igual. El rescate de las claves, la publicación de lo callado y la tachadura de la tachadura serían una tarea de clarificación que compete a quien esté empeñado en la verdad.

Por mi parte, me gustaría hacer tres observaciones para desarrollarlas, después, brevemente. La primera es que es una auténtica falta de honestidad publicar lo que alguien deseó que no se conociera. Dicho de otra manera: hay un lenguaje privado que no tiene por qué dejar de serlo, y esto independientemente de las posibles demencias filiales de los albaceas. En segundo lugar, en el caso de que sea relevante la homosexualidad de Wittgenstein, habría que precisar en qué sentido lo es (o no lo es). Finalmente, podemos admirarnos por el tipo de cultura en el que vivimos; una cultura que, tras reprimir lo privado, amenaza con airearlo.

Comencemos por lo primero. Es una triste gracia que quien ha negado la posibilidad de un lenguaje privado (la posibilidad de construir un lenguaje que sólo uno mismo entendería) acabe siendo un ejemplo de su doctrina. Según Wittgenstein, no escapamos al lenguaje público cuando hablamos. De ahí que las palabras que usó en su diario, una vez descifradas, todos las entendamos. De todos son y no hay escapatoria. No se podría fiar uno, en fin, ni de sus soliloquios.

Pero no es honesto dar al público lo que es privado. Privado, en este sentido, es aquello que uno tiene, lo que es irreductible a cualquier otra cosa, lo que sabemos que es nuestro y nada más que nuestro aunque no sepamos bien qué es. Y si a eso hay que considerarlo el resquicio de nuestra propia dignidad (las otras vendrán por otras razones) no hay forma humana ni divina autorizada a manosearlo. Es, simplemente, una violación, un insulto a la diferenciación entre los seres humanos. Sólo un unitarista convencido o un totalitario enloquecido podría irrumpir en el conjunto de sensaciones que nunca son transferibles -o, mejor, que al ser transferibles no son ya propias- a otros. En el diario de Wittgenstein no hay muchas cosas que aumenten nuestro conocimiento (sí que era un asceta exagerado o que no quitaba de su cabeza a Tolstoi, etcétera, cosas, por otro lado, ya sabidas). Pero lo que importa es que eso era suyo, radicalmente suyo. Publicarlo es un regalo para nosotros porque es un robo para él.

En segundo lugar, si Wingenstein fue homosexual, se lo tomó en serio y obró en consecuencia. Si lo fue lo ocultó todo lo que pudo. No creo que a esto se le pueda llamar cobardía o debilidad. Lo único que se puede decir es que hizo lo que le vino en gana con su vida privada. Si hubiera hecho lo contrario se podría decir, con la misma razón, que hizo bien. Y si se hubiera emparentado con el dandismo, o dedicado a la sátira social, o hubiera escrito un libro de filosofía sobre la figura de Ganimedes, el amante de Zeus, habría que seguir diciendo que hizo bien.

Tal vez convenga añadir, sin embargo, que ser heterosexual, homosexual o abstinente (Tolstoi, por ejemplo, parece que fue las tres cosas a lo largo de su vida) no es ni una agencia ni un escuadrón. Será, en cualquier caso, un modo de vivir y, por derivación, un modo de resistir cuando haya que resistir a la uniformidad y la represión. De ahí que convertir, v. g., la heterosexualidad en machismo, la abstinencia en guerra (decía Voltaire que un ejército de curas sería invencible) o la homosexualidad en iglesia y vía de poder es despojarlas de su valor, de ese modo de experimentarse que pueden tener los hombres. Ni en su atípica función universitaria ni en su no menos rara relación editorial, ni en el resto de sus actividades públicas usó Wittgenstein el trampolín de su sexualidad (homo o lo que fuera). Al margen, pues, de lo que importe la vida de un filósofo para entender su obra, Wittgenstein fue lo que fue para él y nada más.

Finalmente, habría que desear de nuestra cultura (que, según se dice, va pasando de homoerótica a homosexual) más apertura, un lenguaje menos artificioso, menos cruces de significado. Sólo un pequeño giro haría que polémicas como la presente se esfumaran. Ni los albaceas recurrirían a la necedad de cubrir con pudor a Wingenstein ni los demás tendrían que tocar a Wittgenstein por enfrentarse con sus guardianes. Pero es que, al final, el poder no duerme, vigila sin cesar. Y el que puede hace uso del secreto de los demás, no del suyo. O, mejor, monta el poder sobre la ficción de una privaticidad siempre amenazada. Es una forma estúpida pero eficaz de infundir temor.

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