Pero ¿qué Europa?
Allá por los años veinte, Ortega decía haber en el aire la "inquietud del viaje", la comezón del renuevo, de algo que va a zarpar. Pronóstico cursi, superficial y miope, porque la alegre y juvenil Europa, con las maletas listas pour le grand départ historique, 20 años más tarde apenas vería cómo sus trenes especiales se dirigían a extrañas y poco conocidas estaciones: Sobibor, Treblinka, Maidanek.La profecía orteguiana se desfondaba miserablemente porque el que la lanzó no había visto que Europa misma es una esencial bifurcación, doble vía; debió de cegarle el monismo de la Renfe nacional: un solo itinerario, una estación de destino.
Mucho me temo que la sociedad española en el momento actual vuelva a las andadas, a las simplificaciones precipitadas. Por todas partes se oyen gritos entusiastas: Europa, Europa; casi un clamor de gol en tarde de fútbol. Algunos, los menos, son más circunspectos. Entre tanto, nosotros, los que llevamos decenios por esta llanura uniforme, sin relieves abruptos, brumosa y fresca y fértil, bien cultivada o cubierta de bosque y arbolado, parcelada, labrada; colonizada primero por los monjes y por las órdenes militares, cruzada más tarde por atormentadas o liberadoras sacudidas: 1525, Wallenstein, pueblo en armas de la revolución, Valmy; los que vivimos en esta uniforme y verdeante llanura que se extiende hasta Moscú no dejamos de extrañarnos ante el súbito y unánime griterío. Y no porque nos opongamos a esa europeización, no. ¿Cómo podríamos hacerlo siendo, como somos, los únicos auténticamente europeos con pasaporte español? Hemos vivido aquí (no sólo atravesando turísticamente, ni nos hemos establecido en efímeras misiones del Estado; hemos vivido todas las clemencias e inclemencias de estas sociedades, en todo semejantes a los cuidadanos corrientes -europeos- de por aquí), conocemos estos rincones, nos son entrañables, son lo nuestro: cúpulas verdes de Copenhague, canales de Brujas o de Amsterdam, glaciales inviernos de Viena, tumbas célebres y enormes cervecerías de Berlín Este, ciudad antigua (stare myasto, creo, en polaco) y gueto de Varsovia, perspectivas gigantescas de la Moskova, ocre claro, a veces perla, de París. Pero nos tememos que esos entusiasmos tengan algo de simplista.
No quiero aludir ahora a la coyuntura políticosocial europea, poco alentadora: más de 12 millones de parados, desguace industrial so color de modernización, orientado realmente a facilitar la acumulación del capital en la bolsa de las transnacionales norteamericanas o japonesas, con alguna migaja para los grandes grupos europeos, primeros síntomas de crispación nacionalista, xenófoba, racista, parálisis general progresiva o paradójica senilidad de lo que se proclama nouveau: nouveaux philosophes, nouvelle géographie, hasta (¡horreur!), nouvelle cuisine. No me refiero a nada de esto.
Hoy sólo me interesa preguntar: ¿de qué Europa se ha enamorado nuestra opinión nacional y con qué propósito? Ya lo he dicho: aquí hay doble vía. Más aún, desde el principio, Europa es un equilibrio inestable y dinámico, resultado de un contrastado, hondísimo, a veces trágico debate: Savonarola y Alejandro VI; Campanella, Bruno y la Inquisición papal, Henri IV y Ravaillac. Luego hubo un salto adelante, un como esclarecimiento y unificación de perspectivas y fuerzas: el valle abierto de la Ilustración; aunque tampoco estuvo exento de la doble vía: ¿Rousseau o Voltaire? Contraste que se agudizó años después en la dualidad: Robespierre o la corrupción y l'affaire de la Compagnie des Indes. Desde siempre, Europa es dos, como toda ciudad es dos al decir de Engels.
Nuestro ser está escindido, y conviene saber a cuál de las inspiraciones se adhiere la opinión española, qué tradición recoge y quiere prolongar. Para muchos, por obra y gracia de una intoxicación ideológica gigantesca, de una crasa ignorancia histórica también, Europa presenta el aspecto aséptico y confortable de la postal occidental made in USA; Europa de inexpresivo rostro tras una intervención de cirugía estética; Europa de la democracia y de la libertad... ¡Ahí es nada! Como si libertad y democracia fuesen estados de equilibrio y siestas amodorradas, pacíficas estancias de descanso y diversión, y no espacios de combate, de difíciles avances, de incesante lucha social.
Ni siquiera la Ilustración fue, como he dicho, un camino recto y llano. La potencia pensante y lúcida de Kant rompió los ingenuos embrujos de la raison, hizo su crítica; le puso límites, para expandirla de manera revolucionaria y exponer, más allá de la simple organización de la experiencia, la tensión al incondicionado, la ruptura del confort rationnel.
Poco más tarde, encaramado a sus espaldas, entró en liza Fichte que, radical, escribía: "Si a la teoría de la ciencia (su Wissenschaftslehre) se le preguntase: ¿cómo están constituidas las cosas en su interior?, sólo podría contestar: tal como nosotros debemos hacerlas. Así resonaba en su corazón la voz de la Europa revolucionaria, que luego habría de tronar idéntica en la tesis de Marx: que se trata de cambiar el mundo; es decir, de constituirlo.
Ése es uno de los ejes de nuestra tradición intelectual, el que va de Kant a Marx (nexo que escandalizará a más de uno y que se les ha escapado a todos los rigorismos formales y deletreadores, pero que precisamente a la Escuela de Francfort le ha concedido su radicalidad de pensamiento) y de Rousseau y Robespierre a la Revolución de 1917.
Pigo esto sin ánimo de catequizar, sino sólo con la voluntad de recordar algo casi olvidado y para romper la bruma ideológica y mistificadora que hoy lo empaña todo. ¿Europa? Claro, pero al votar por ella hay que declarar lo que por Europa se entiende y lo que con Europa se pretende. Nosotros tememos que nos la rapten otra vez, que nos caricaturicen ese pasado, que sofoquen esa enorme posibilidad y que nos conviertan a Europa en una mediocre y escuálida demi-mondaine que se acuesta, mendiga o sirve por los hoteles de Miami; peor aún, que nos. la hagan el pinche de la OTAN.
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