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Filosofía y tauromaquia

Hace 25 siglos que se formularon en la India dos de las filosofías más profundas que ha producido el pensamiento humano: el jainismo y el budismo. A Mahavira, fundador del jainismo, debemos la definición más precisa del mal: el mal es el dolor infligido a la criatura viviente, la violencia (en sánscrito, la himsa). Por eso, la regla básica de la moral es el principio de la a-himsa, de la no-violencia, el evitar cuanto haga sufrir a las criaturas. Y el primero de los preceptos que Buda legó a sus discípulos consistía también en la a-himsa, en la abstención de cuanto pudiera causar dolor a los animales (incluidos nosotros, naturalmente).La historia del lento y arduo abrirse camino del principio de la ahimsa es la historia del progreso moral de la humanidad. Y a pesar de todas las barbaridades que siguen registrándose en el mundo, es evidente que ha habido un progreso de la conciencia moral, como bien pone de relieve el cambio de actitud frente a la tortura.

Desgraciadamente, todavía sigue practicándose la tortura, pero mucho menos que antes, y, sobre todo, se practica en secreto, se esconde, se niega, no se hace de ella un espectáculo. Esto es nuevo. Durante la mayor parte de la historia, la tortura más espeluznante ha sido aplicada rutinariamente y con la mayor naturalidad. Los procedimientos penales tendían a que el condenado no muriese de golpe, sino que su agonía fuese lo más atroz y lo más larga posible. Descoyuntar sus miembros y despellejar o quemar viva a la víctima eran prácticas habituales y, desde luego, no las más crueles. Gran parte de estas truculencias se efectuaba en público, como espectáculo para las masas. De hecho, no había otro espectáculo más popular. Las quemas o ejecuciones de herejes, delincuentes o conspiradores siempre han. atraído muchos más espectadores que las comedias o los conciertos. Hace menos de dos siglos que estos macabros espectáculos han entrado en decadencia, y hace menos de un siglo que la tortura nos ha empezado a parecer algo intolerable que hay que erradicar. A pesar de todos los horrores de nuestro siglo, ha habido un progreso moral.

No sólo la pública tortura de los hombres era un espectáculo popular, sino también la de los animales. En los anfiteatros de Roma, gladiadores y animales se despedazaban mutuamente durante horas para cruel regocijo de una plebe grosera. Afortunadamente, esa salvajada no ha sobrevivido, pero otras -como las peleas de gallos y las corridas de toros- todavía colean. A principios del siglo pasado, O'Higgins, el ilustrado libertador de Chile, abolió a la vez la esclavitud, las corridas de toros y las peleas de gallos como prácticas igualmente brutales e intolerables.

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En nuestra época, la relación del hombre con la naturaleza y el tratamiento moral de los animales se han convertido en los temas de vanguardia de la ética, objeto de innumerables simposios, libros y artículos en estos últimos años. Incluso, entre nosotros, la evolución ecologista de pensadores como Manolo Sacristán y José Ferrater Mora apunta en la misma dirección.

Recientemente discutía yo en Japón sobre la necesidad de que los japoneses dejaran de cazar ballenas. Al enterarse de que era español, mis interlocutores sacaron rápidamente a colación el tema de los toros. ¿Cómo un español, partidario de la tortura pública de animales, se atrevía a criticar la conducta de los japoneses respecto a las ballenas? Cuando les dije que las corridas de toros me parecían una brutalidad injustificable, ellos rápidamente reconocieron a su vez que su continuada caza de las ballenas carecía de justificación y debería ser suspendida. La misma experiencia he tenido en el Reino Unido, hablando de la caza del zorro, y en Francia, comentando el hundimiento del barco de Greenpeace.

Todavía se escuchan entre nosotros llamadas al etnocentrismo, acrítico y troglodita, invitándonos a cerrar filas en defensa de los aspectos más siniestros de nuestra tradición colectiva, frente a la crítica y condena casi universal de los extranjeros. Como si lo tradicional y étnico estuviera por encima de toda crítica y racionalidad. Por muy tradicional que fuese, la costumbre china de atar y tullir los pies de las mujeres era una salvajada. Lo mismo puede decirse de la costumbre de numerosas tribus africanas de cortar el clítoris a las muchachas cuando alcanzan la pubertad, y de otras prácticas crueles y degradantes aplicadas a hombres, mujeres o animales.

Aceptar ciegamente todos los componentes de la tradición es negar la posibilidad misma del progreso de la cultura.

La corrida de toros es el espectáculo público de la tortura sangrienta, cruel y prolongada de un mamífero superior capaz (como nosotros) de sentir dolor, aunque incapaz de entender las matemáticas. La tortura empieza ya antes de que el inocente bóvido salga al ruedo, continúa con los puyazos dolorosísimos de los picadores -que lo destrozan por dentro y lo dejan chorreando sangre y medio muerto-, pasa por la sádica intervención de los banderilleros y termina (¡menos mal¡) con la muerte del pobre bicho de una o varias estocadas. Que el propio torturador pueda recibir alguna vez una cornada (quien fusila siempre se expone a qué le salga el tiro por la culata) no hace sino incrementar el carácter macabro de la corrida, sin duda uno de los espectáculos, más bochornosos que se pueden contemplar en este planeta.

Por favor, que nadie identifique al pueblo español en su conjunto con el hortera mundillo taurino, con su cursilería supersticiosa, su sensibilidad embotada y su retórica ramplona y achulada. Spain is different, pero no tanto. Un número enorme y creciente de españoles, ante el espectáculo taurino, sentimos asco, sonrojo, vergüenza, repugnancia estética, indignación moral y, en definitiva, ganas de vomitar. A ver si se entera de una vez el monopolio televisivo, baluarte de no sé qué presuntas esencias nacionales. Con la nación, cuya fiesta nacional es esta salvajada, somos muchos los españoles que no queremos tener nada que ver.

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